Uruguay, el país que seduce desde la otra orilla
Haciendo valer condiciones institucionales y de convivencia que le reconocen organismos internacionales, el más pequeño del Mercosur ejerce una atracción natural sobre sus vecinos. Postales de un vínculo entre hermanos, no exento de sobresaltos y recelos mutuos. Por Marcelo Taborda
Las estadísticas de la ONU ubican a Uruguay como la nación de Latinoamérica de más alto índice de alfabetización, junto a Cuba.
Para Transparencia Internacional es también el país de América Latina con más bajo índice de percepción de corrupción, rubro que lo encuentra en el puesto 23 del planeta.
La revista The Economist lo calificó como el más democrático entre sus pares del continente y lo situó dentro del top 20 a nivel mundial.
De derecha a izquierda, a Uruguay se lo suele elogiar por su calidad institucional, su convivencia política, su avanzada legislación en aspectos sociales, su crecimiento económico, su desarrollo equilibrado o por su acotada brecha entre ricos y pobres.
No pasa inadvertido el hecho de que, desde el regreso de la democracia, en 1985, tres fuerzas o colores políticos han ejercido armoniosamente el poder repartiéndoselo en tres mandatos del Partido Colorado (dos de Julio Sanguinetti y uno de Jorge Batlle), tres del Frente Amplio (dos de Tabaré Vázquez y uno de José “Pepe” Mujica), y dos del Partido Blanco (uno de Luis Lacalle Herrera y ahora el de su hijo, Luis Lacalle Pou).
Y todo esto desde un territorio cuya superficie es apenas 10.905 kilómetros cuadrados más extensa que la de la provincia de Córdoba y tiene menos de gente que ésta en su interior. Desde que finalizó la dictadura, su población estable superó los tres millones de habitantes, pero las previsiones demográficas indican que tras un pico de 3,8 millones al que llegaría recién alrededor de 2050, volverá a una tasa de crecimiento vegetativo negativo. Todo un detalle para un país que tiene medio millón de ciudadanos que emigraron hacia otras latitudes.
Así, con sus grandezas, curiosidades y contradicciones Uruguay se yergue orgulloso como una cuña entre los dos gigantes de Sudamérica, aunque es consciente de que su prosperidad está ligada en buena parte a la suerte de sus vecinos más cercanos.
En su presente combina el apego a viejas tradiciones con la incorporación de normas que colocaron al país a la vanguardia en distintos tópicos, como la que en 2013 legalizó y reglamentó el consumo de marihuana.
Para casi todos los gustos
Como esas joyas en las que importan más el diseño y el brillo que el tamaño, esta república subdividida en 19 departamentos y 125 municipios encanta y seduce por motivos diversos y a públicos muy distintos.
Hay quienes sucumben a la nostalgia tanguera de un empedrado bajo cielo gris en Colonia o Montevideo. Están quienes buscan cada verano entremezclarse con ese combo de farándula y jet set vernáculo en Punta del Este y alrededores. O los que apuntan a abstraerse en Cabo Polonio en una “bohemia” que hace tiempo se escribe más con “b” de bancarizada, que de bucólica. Y también aquellos que prefieren sumergirse en alguna playa de Rocha, menos expuesta, más austera.
Por supuesto que, más allá del turismo (que los vecinos esperan recuperar en esta suerte de post-pandemia anticipada 2021-2022), hay quienes se aventuran a cruzar el Río de la Plata o a atravesar los puentes sobre el Río Uruguay para empezar una nueva vida en la otra orilla, o simplemente para hacer negocios. Seduce con su perfil de nación apacible, maleable, habitada por un pueblo con el que nos unen en la historia muchos más ingredientes que el tango, Gardel, el mate, el dulce de leche, el fútbol o las señas y picardías del truco. Como hermanos, aunque allá todo ésto se recrea en un clima distinto en el que, por ejemplo, en tiempos electorales pueden verse los balcones contiguos de los edificios ataviados con banderas de diferentes partidos, sin que por ello estalle una guerra de consorcio ni nadie arrebate o destruya la enseña del “enemigo”.
Buscando el ADN oriental
“En el fondo, creo que Uruguay tiene la dimensión y la estructura demográfica de una provincia argentina, que es lo que fue, o lo que debió ser… Tiene la población, el desarrollo de una provincia y quizá la dimensión espiritual, más allá de que si le decís a un uruguayo si se considera una provincia, y sobre todo de Argentina, te puede terminar apuñalando… Hay un desencuentro con la verdadera historia de esta tierra, quizá exacerbado por el fútbol, que es muy doloroso; porque si no entendés cómo llegaste hasta acá, te perdés una parte de lo que somos”, dice el periodista Gerardo Sotelo, director de Medios Públicos de Uruguay.
El funcionario dialogó extensamente con Redacción Mayo (para leer la entrevista, aquí), y repara en que, incluso, los textos que establecieron la independencia uruguaya tienen una declaración casi afectiva en aras de un destino común con las provincias argentinas, o inserto en ellas.
“Al comienzo del siglo 20, la mitad de la población de Montevideo era extranjera. Los inmigrantes venían de una tierra arrasada por la guerra y la miseria, no tenían adónde volver y se dedicaban a trabajar y a inculcarle a sus hijos los valores del trabajo. Los que venían acá eran campesinos, pescadores… Gracias a esta cultura inmigrante y su realidad, en Uruguay se desarrolló muy tempranamente el mutualismo. La sociedad civil se nucleaba en torno a comunidades de origen para resolver sus problemas. Eso le agregó una dimensión comunitaria a la identidad nacional”, explica Sotelo, acerca del ADN de su país.
Esos condimentos también pesan entre quienes hoy miran hacia “la Banda Oriental” como un hogar más tranquilo y seguro donde bajar un par de cambios al ritmo de vida y reinventarse dentro de una sociedad sin diferencias sociales extremas.
“Uruguay puede convertirse en un lugar de destino para mucha gente después de la pandemia”, dijo meses atrás Lacalle Pou, apostando obviamente no sólo a quienes piensas en sus próximas vacaciones.
“Mejor no idealizar”, responden a coro otros uruguayos de a pie. Y advierten que la igualdad social no es lo que era y que la pobreza y la marginalidad, así como la inseguridad, avanzan a grandes trancos en zonas de Montevideo y su periferia, donde vive el 60% de los tres millones y medio de personas que hoy pueblan el país. Aducen que de la “Suiza” latinoamericana, quedan sólo las ventajas bancarias e impositivas que el gobierno ofrece para atraer a extranjeros, y suena muy parecido al lamento de los estribillos de las murgas en carnaval.
¿Y el Mercosur? Aquí prevalecen las coincidencias entre políticos y ciudadanos sobre la necesidad de reformular esa unión o de saltarse las reglas que impiden buscar otros mercados. Pero en este capítulo también conviene repasar la historia y hacer foco en una relación bilateral que no siempre fue lineal, ni apacible.
Diplomacia, según pasan los años
Comenzaba el otoño europeo de 1991 y en la colmada sala de conferencias de un hotel de Barcelona Raúl Ricardo Alfonsín abordaba el tramo final de su disertación ante un auditorio que incluía a los gerentes de importantes empresas españolas como Repsol, Telefónica y otras, y donde un señor de prominentes cejas cabeceaba en primera fila. “¡No te duermas Julio!”, exclamó Alfonsín golpeando con el puño su atril, promoviendo sonrisas y cortando de cuajo el sueño de Julio María Sanguinetti, quien también luciría su oratoria en esa velada. Ambos estaban allí como exmandatarios de Argentina y Uruguay en el regreso de la democracia (en 1983 y 1985, respectivamente), y abogaron por inversiones españolas que hicieran sus negocios sin aprovecharse de la crisis económico-financiera que había sacudido el Cono Sur por enésima vez. Cuando este cronista los abordó para una nota, Alfonsín y Sanguinetti mostraban una afinidad que iba más allá de lo protocolar. Parecían dos presidentes de un mismo país, pese a que el líder de la Unión Cívica Radical había dejado el poder en manos de Carlos Menem en 1989 y el jefe del Partido Colorado le había pasado la posta en 1990 a Luis Lacalle Herrera, aunque volvería al gobierno cinco años después. El Mercosur era una apuesta incipiente, y la sintonía entre el gobernante riojano y el padre del actual mandatario uruguayo crecía en aquellos años ’90, signados por las privatizaciones y la convertibilidad.
Las historias de Argentina y Uruguay están indisolublemente entrelazadas pero, también, matizadas por vaivenes políticos y desavenencias. Quedó claro a mediados de 2002, cuando un micrófono abierto en la corbata del presidente uruguayo Jorge Batlle, en la previa de una entrevista con Bloomberg, amplificó la frase que resonó con estridencia del otro lado del río: “Los argentinos son una manga de ladrones, del primero hasta el último”. Días después, Batlle viajaría a Buenos y ante su par de entonces, Eduardo Duhalde, pidió disculpas al pueblo de Argentina, país donde había cursado la primaria y donde nació su madre y su primera esposa.
Con la nueva década, llegaría la prolongada tensión bilateral por el conflicto de las papeleras que enfrentó a los gobiernos de Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez. Tras un salomónico fallo de la Corte Internacional, Cristina Fernández y José “Pepe” Mujica limaron asperezas, a pesar de otro micrófono indiscreto uruguayo que registró la frase: “La Vieja es más terca que el Tuerto”, en alusión a los Kirchner. Mujica, que luego mostraría una excelente relación con Cristina, se disculpó con el matrimonio, “integrantes del sueño de la Patria Grande y federal”. Corría abril de 2013.
Siete años después, el 1° de abril de 2020, la verborragia de Mujica apuntó contra su conciudadano Lacalle Pou, ante la promesa de flexibilizar las regulaciones vigentes para tentar a empresarios argentinas a llevar su dinero y radicarse en Uruguay: “En vez de traer 100 mil cagadores argentinos, preocupémonos de que los nuestros inviertan acá; tenemos 24 mil millones de dólares desparramados por el mundo”.
Uno de los últimos roces se dio en una virtualizada Cumbre por 30° aniversario del Mercosur, donde Lacalle Pou sostuvo que la alianza regional “pesa en el concierto internacional, pero no puede ser un lastre”. La respuesta inmediata del presidente argentino, Alberto Fernández, fue: “Si somos un lastre, tomen otro barco”.
La tensión se morigeró con la visita de Lacalle Pou a Olivos, pero los anuncios de incipientes negociaciones de Montevideo con China, por afuera del grupo regional, prometen nuevos capítulos de rispideces.
Nada nuevo en una historia que, pese a todo, seguirá vinculándolos. Tan parecidos y diferentes, argentinos y uruguayos compartimos, además del ancho río, miradas y destinos.
Este artículo se publicó originalmente en el sitio Redacción Mayo