Abril
—Ahora cobro cuarenta —dijo, y apoyó las manos sobre el capot del auto.
La ignoré y abrí la puerta.
—¿Te acordás de mí?
—El bar está cerrado —dije.
—No quiero nada del bar, sólo que me lleves... periodista.
Levanté la mirada. Tenía la cara pálida y desgastada. Seguía siendo delgada y aún mantenía esas piernas firmes, que en su tiempo y envueltas en el cuerpo del hombre adecuado, valían más de cien pesos.
—Abril —dije.
—¿Tanto tiempo, no?
Subí al auto y abrí la puerta del acompañante. Ella acomodó su cuerpo en el asiento y prendió un cigarrillo. Encendí el motor, lo calenté un poco y partimos. El cocinero esperaba el colectivo mientras se frotaba las manos y las soplaba para calentarlas. Toqué bocina, él apenas levantó su cabeza. Aceleré al doblar la esquina, puse tercera y miré sus ojos. Estaba cansada, hacía fuerza para no dormirse. Viajamos en silencio.
La dejé en la esquina de su casa.
—Acá está bien, vivo a media cuadra.
Escuché el sonido de sus tacos chocando contra en el asfalto mientras su cuerpo se perdía en la oscuridad de la noche. Recordé cuándo la conocí.
Cerca de las cuatro de la mañana, Abril entró por la puerta y fue directo a la barra.
—Esta noche me voy con vos... periodista.
—Ya no soy periodista.
—Ya veo, ahora qué sos, un saca borracho.
Volví a mi asiento y continué con la caja. No le presté atención, estaba dada vuelta.
Abril dormía con la cabeza apoyada en la barra. El cocinero me ayudó a meterla en el auto.
En el mismo lugar que la había dejado el día anterior, la desperté.
—¿Dónde es tu casa? —pregunté. Abril, llegamos, ¿dónde es tu casa?
—Dejame en paz, puto maricón, ¡hacele eso a tu vieja!
—¿Qué te pasa? Soy yo, mirame, soy yo...
Tenía los ojos color sangre, no reconocía a nadie. Me arañó la cara y el pecho. Agarré sus manos, abrí la puerta y la empujé al asfalto. Con las puntas de mis dedos me toqué los rasguños. Desde la esquina vi cómo iba de un lado al otro de la calle, intentando mantenerse en pie, hasta que llegó a un poste de luz donde se apoyó y vomitó. Pensé en ir a ayudarla, pero preferí custodiarla desde el auto. Se limpió con el saco y siguió el zigzagueo hasta una casa vieja. Entró, yo me fui.
Después de un tiempo volví a verla. Estaba apoyada en mi auto.
—¿Me puedo ir con vos? —preguntó.
Le abrí la puerta. Esa noche hablamos poco, cuando llegamos a la esquina de siempre ella me besó, abrió el cierre de mi vaquero y fue con su boca hacia abajo. Lo hicimos esa madrugada y lo repetimos durante dos semanas, hasta que se perdió sin dar explicación. Tampoco se la exigí.
Volvió al bar con unos lentes de sol y el ojo destrozado. Nos fuimos juntos. En la esquina de siempre conversamos hasta pasadas las siete. Abrió la puerta para irse, pero dudó un segundo. Se volvió a sentar y dijo “vamos”. La abracé y la besé. Acariciando su mano y sus piernas fuimos hasta casa. Subimos por el ascensor y llegamos al departamento, casi desnudos.
Ella se durmió apoyada en mi pecho, yo acariciando el borde de su oreja.
Cerca del mediodía se vistió.
—¿A dónde vas?
—Es tarde.
—Quedate un rato más.
—No puedo, esta noche te veo, te paso a buscar por el bar.
—¿A la misma hora de siempre?
—Sí.
Se acomodó el pelo y se lo enrolló en una colita marrón. Quise estirar mi mano para agarrarla de la pollera pero tenía demasiado sueño. Ella se acercó, besó mi cabeza y se fue.
Esa noche no apareció. Pregunté por ella, nadie sabía nada. La esperé hasta que el lugar quedó vacío. Para hacer tiempo limpié la máquina de café.
Cuando empezaba a olvidarla, cayó de nuevo al bar. Llevaba lentes de sol, tenía los ojos destrozados y hematomas en los brazos y la espalda. Traía un bolso. No pregunté nada, sólo si estaba bien. Esa noche no fue a trabajar. Se quedó conmigo. Le serví un plato de comida y tomamos vino.
De a poco los clientes se fueron. El cocinero se acercó a la barra y jugamos a las cartas mientras contábamos chistes. Abril se reía y nos contagiaba. Fuimos amables y nos sentimos felices de estar juntos.
En el departamento nos quedamos despiertos hasta que el sol se coló por las aberturas de la ventana. Conversamos sin pausas, siempre acerca del pasado. De cuando éramos jóvenes y creíamos tener el mundo a nuestros pies.
Así pasamos los días, tirados en la cama, haciendo el amor, bebiendo y recordando. Ella se instaló en casa sin preguntarme nada.
Una mañana el teléfono sonó y me levanté para atenderlo. Medio dormido como estaba, tomé el tubo y oí la voz de Alexis del otro lado de la línea. Tenía buenas noticias, quería verme. Le pedí una hora para cambiarme y llegar hasta su estudio.
Me fui en colectivo. Me senté junto a una chica que comenzaba a leer un libro de tapas negras. Intentando pensar en otras cosas, me concentré en la lectura de mi acompañante hasta que ella me miró, carraspeó y tuve que buscar otra forma de distracción. Me quedé con el título del primer capítulo: “Los días cargados de muerte”. Me acordé de papá, y de mamá.
Bajé del colectivo y pregunté la hora. Me di cuenta que tenía tiempo. En Alvear subí las escaleras, arriba toqué el timbre. Me atendió Gloria y me hizo pasar. El lugar estaba tranquilo, había dos chicas jugando a las cartas y tomando mate. Las saludé con un beso. En la pieza del fondo, Milagros estaba con un cliente. Me senté en el sillón, Gloria se acomodó a mi lado.
—No cambias más, vos —dijo.
—Estuve muy ocupado. Disculpame.
—Siempre estás ocupado. Pero nunca habías desaparecido por tanto tiempo. Sos un pelotudo. No sé por qué todavía te recibo.
—Hablemos de otra cosa. ¿Cómo está tu hijo?
Milagros pasó por detrás nuestro, junto al cliente, y Gloria de a poco se fue olvidando de mi ausencia y comenzó a hablar de su vida. Le gustaba estar conmigo, yo la escuchaba. Después de contarme cómo estaba su hijo, su casa, las historias de las nuevas chicas y los problemas que siempre traían consigo, me invitó a pasar a unas de las habitaciones. Pero ya no tenía tiempo. Le prometí volver luego de hablar con mi abogado. Gloria me acompañó hasta la puerta como hacían sus chicas, y como ella también lo hizo cuando empezó con este trabajo. Me dio un beso y me fui. Bajé las escaleras de a dos escalones y en la calle apuré el paso.
En el estudio, Alexis fue claro conmigo.
—Ya sale el fallo del juicio de sucesión. Hay muchas posibilidades de que los resultados sean favorables. No sólo te vas a quedar con el departamento y el auto, sino que también la indemnización de casi cien mil pesos por las propiedades que te cagó tu hermano.
—¿Y cuánto es para vos? —pregunté.
—Lo decide el juez, amigo.
Antes de volver a casa pasé por el mercado y compré algo de verdura y un par de costeletas. Llegué al departamento y Abril aún dormía. No la desperté. Cociné para nosotros y la llamé cuando todo estuvo listo. Almorzamos como nunca antes lo habíamos hecho. Tomamos vino y pasamos la tarde desnudos en la cama.
Cuando se acercaba la hora de volver al bar, ella pasó sus manos por mi pecho. Luego me miró y dijo:
—¿Sabés cómo me llamo?
—Claro que lo sé: Abril.
—Qué tarado que sos, sabés que Abril no es mi nombre.
—Así te conocí ¿Te acordás? Cuando te hice la nota para la revista.
—Julieta, así me llamo.
—Qué hermoso nombre.
Un par de veces la llamé Julieta, pero nunca se dio vuelta. Tanto tiempo la llamaron Abril que hasta había olvidado su verdadero nombre.
—No te hagás problema —dije. A mí tampoco me llaman por mi nombre, para todos soy el Gordo del bar.
Abril trabajaba menos. Volvía más temprano o a veces ni salía y se quedaba haciéndome compañía. Empezamos a hablar del presente y hasta nos permitimos proyectar un futuro. Por mi cabeza pasaban esos cien mil pesos. “¿Qué voy a hacer con esa plata?”, me preguntaba. Después de tanto tiempo, de tantos conflictos, de la muerte de mis padres, presagiaba un futuro. Poner un bar en el centro, trabajarlo con Abril, dejar este mundo de mierda. Soñar. Dejar este lugar de mala muerte, volver a ser quien alguna vez fui o creí ser. Proyectar.
Abril a veces me miraba y me preguntaba en qué pensaba. “Nada”, contestaba. Abril dejó de fumar, yo de beber. Tiré las pastillas, no las necesitaba. Al mediodía nos levantábamos a cocinar. Dejamos las pizzas por comidas más elaboradas. El cocinero me regaló un libro viejo con ciento un recetas. En poco tiempo, Abril aumentó de peso y sus arrugas ya no se notaban. Su piel volvió a tener color.
En el juzgado me crucé con mi hermano. Yo estaba sentado junto a Alexis frente a la puerta del juez, él pasó de elegante traje negro con sus dos abogados y sin tocar entró a la oficina. Cuando salió, lo miré y se acercó para saludarme. Me estrechó la mano y me dio un abrazo como si nada hubiera pasado. Tuve ganas de partirle una silla en la cabeza.
Un lunes primaveral recibimos el llamado. Dentro de tres días la resolución iba a estar lista, y si todo salía bien me iba a quedar con el auto, el departamento y cien mil pesos. Esa misma mañana fuimos con Abril al centro. Llevaba una camisa a cuadros y un saco marrón. Mis zapatos estaban totalmente gastados, pero Abril los lustró para que parecieran nuevos. Ella se había puesto su única pollera larga. Llegamos a la peatonal y entramos a un pequeño pero elegante bar. El dueño, que era conocido de mi jefe, nos recibió. Nos sentamos en una de las mesas, cerca de la caja. Nos ofreció café y aceptamos. La puerta se abrió y llegaron dos hombres de traje con pinta de ejecutivos; detrás de ellos, una mujer que hablaba por celular. Se ubicaron en una mesa cerca de las ventanas que daban a la peatonal y pidieron “lo de siempre”. El dueño llamó al mozo para que los atendiera.
—El bar ya tiene una clientela fija. Por ejemplo, estas personas son abogados. Tienen los estudios cerca y vienen todas las mañanas a desayunar. Además, la ventaja del bar es que, al ser chico, con un mozo te arreglás.
Siguió entrando gente. Todos vestidos de traje, y cuando les tocaba pagar no se hacían problema, sacaban sus billeteras gordas y dejaban propinas. Saludaban con educación y se iban con elegancia.
Al terminar el café, el dueño nos mostró la cocina, que no era más grande que la que teníamos en el bar pero sí mucho más limpia. Después el depósito y los baños. Todo ordenado y con olor a desodorante de ambiente, sin mensajes en las paredes ni barro en el piso. Estuvimos un rato más en el lugar. Luego nos fuimos. De la mano caminamos por la peatonal.
—Yo puedo ser la moza —dijo Abril.
—Serías una buena moza.
—Y vos podrías estar en la caja y hacer lo mismo que hacés en el bar.
—Sí, también lo podríamos traer a Luis para que se encargue de la cocina.
—Y contratar un ayudante para que su trabajo no sea tan pesado.
Hablamos todo el camino del bar. Tratando de tocar hasta el último detalle. A cada paso se nos ocurría una nueva idea. Antes de llegar al estacionamiento, Abril pasó sus dedos por mis cabellos y dijo “gracias”, después me besó. Gracias a vos.
Esa noche se quedó conmigo en el bar y abrimos un vino para celebrar. Lo compartimos con el cocinero y le contamos del proyecto. Cerramos temprano y volvimos a casa conversando de lo mismo que habíamos hablado el día entero. Recién al amanecer, cuando comenzaron a escucharse los ruidos de los colectivos, nos dormimos.
A los tres días nos reunimos con Alexis. La resolución ya estaba. Fuimos hasta el juzgado. Después de cuatro horas de idas y venidas, de reclamos, cartas y formularios, Alexis se dio por vencido. No entendí bien el fallo, pero lo que sí quedó claro fue que no era a mi favor. Mi abogado estaba como loco, puteaba y le metía piñas a la pared. Yo estaba sentado, con la cabeza gacha, pensando en nada. Después fuimos hasta la oficina del juez que dio la sentencia para hablar con él, pero nadie nos atendió. Lo mismo nos quedamos. A la media hora salió la secretaria y dijo que podría arreglar una audiencia para la semana entrante.
—Queremos hablar ya con él —la apuró Alexis.
—Está ocupado —dijo la secretaria. Luego se sacó los lentes y se los puso en el saco, pidió permiso y se fue por el pasillo.
El día que llegó la última carta intimatoria para que dejara el departamento y entregara las llaves del auto sólo quedaba un colchón. Vendí cada uno de los muebles y hasta la cocina y el calefón antes de que me lo quitara mi hermano. Abril tenía los bolsos listos, yo no tenía nada. Antes de ir a trabajar, ella me preguntó qué iba a hacer de mi vida.
—Romper el departamento y chocar el auto para que no sirva más —dije.
—Te pregunto en serio, ¿qué vas a hacer?
—No sé. Supongo que seguir trabajando hasta donde pueda, ¿y vos?
—Lo mismo.
Dejamos el departamento y llamamos el ascensor, pero no venía. Grité por el orificio de la puerta pensando que alguien había olvidado cerrarlo, pero tampoco pasó nada. Esperamos un rato. Cuando mi paciencia se agotó agarré uno de los bolsos de Abril, fuimos hacia las escaleras y empezamos a bajar.
Bio: Fabio x Fabio
Me llamo Fabio porque mis padres querían que llevara el nombre de un artista popular y peronista como Lenorado Favio. En el registro me inscribieron con b larga vaya uno a saber por qué. Era 1981 y todavía estábamos en dictadura.
Nací en Vespucio, un campamento creado por YPF. Viví hasta los 18 en Tartagal. Soy un escritor de frontera pero reconozco que todo lo que aprendí sobre literatura lo hice en Córdoba.
El primer libro que leí fue uno de Soriano. “Cuarteles de Invierno”. Eran los 90, el gran sueño argentino impulsado por el neoliberalismo parecía ser el único destino por lo menos para un chico de quince años y este libro, de alguna manera, me ayudó a despertar de ese sueño que en realidad era una pesadilla.
Si pienso en algo que me cambió la vida debo decir que fue a política, después de vivir los noventa en el norte Salteño pensé que la única salida posible era la muerte, la destrucción. La política me ayudó a creer, a tener esperanzas, a pensar de que valía la pena seguir vivo y la literatura a canalizar el fuego que me quemaba las entrañas.
Anoche leí a Macarena Diosque, una poeta salteña muy potente y sus palabras y su fraseo todavía retumba en mi cabeza. Si alguna vez escribo poesía me gustaría hacerlo como ella.
Escribí tres libros, dos de cuentos y una novela. En un momento pensé que Los Pibes Suicidas iba a ser la novela que me daría reconocimiento pero nada de eso sucedió y con el tiempo me di cuenta que estaba bien que así fuera. Uno no escribe para ganar plata o por reconocimiento. Uno escribe porque no puede dejar de hacerlo