Esa lonja de tierra que quebró la larga monotonía de mar y cielo en aquel 12 de octubre de 1492 y que el vigía Rodrigo de Triana divisó desde lo alto de la carabela La Pinta, no sólo vino a aliviar los nubarrones de angustia de un viaje que ya parecía marchar hacia ninguna parte después de 72 días en el mar, sino que le dio al mundo una redondez definitiva.

Eso que vio el marinero andaluz era una pequeña isla del archipiélago Las Bahamas, pero era la prueba que necesitaba el almirante Cristóbal Colón para confirmar su razón de que se podría llegar a Asia navegando hacia occidente. 

Y la prueba valía, aunque en realidad lo que tenía frente a sí era un pequeño punto de la antesala de un continente inmenso, tanto que casi acariciaba los dos polos, y de cuya existencia los europeos nada sabían.

Pero ésto no era lo único que no sabía el almirante genovés: con su viaje se había iniciado la gran aventura de la globalización.

El continente que luego sería llamado América era un universo repleto de prodigios naturales que cambiarían la vida cotidiana de los próximos siglos: papa, maíz, tomate, tabaco, cacao. Y, sobre todo, había oro y plata, el gran desvelo de la voracidad de aquellos tiempos.

Por eso, hace 529 años, también se puso en marcha uno de los capítulos más feroces y sangrientos de dominación territorial, física, cultural y espiritual de la historia: la conquista, y luego la colonización.

Es que más allá de las riquezas, había hombres y mujeres, millones de seres humanos desplegados en distintos pueblos y culturas que tenían su manera de relacionarse con la naturaleza, los dioses y entre sí, a través de sociedades con reglas, valores y organizaciones propias. En lo que hoy es América Latina, había una población de aproximadamente 70 millones de originarios, y 150 años más tarde quedaban sólo tres millones y medio

“Europa encontró una justificación científica y filosófica de esta empresa colonial. Un mundo tan diferente de la colosal civilización europea tenía que ser salvaje o ‘bárbaro’, como llamaron los romanos a los extranjeros. Aunque los mayas conocieran el cero o tuvieran un calendario superior al gregoriano, conocido recién en 1582. Aunque la hermosa capital azteca Tenochtitlán, fuera diez veces mayor que Londres y que Madrid”, ha escrito el ensayista argentino Raúl Dargoltz.

Pero como efecto impensado, la  colonización funcionó como un aglutinador cultural de América Latina, que encontró en el idioma castellano (o portugués, en la porción brasileña) un denominador común para el desarrollo del conocimiento, la integración regional y la cultura compartida.

“Latinoamérica fue el producto de una violación, pero así como el hijo nacido del abuso puede hablar el idioma del padre sin estar obligado a ensalzar al propio ofensor, así nosotros, hijos de América latina, hablamos el idioma de España y Portugal y defenderemos la cultura heredada y mezclada, sin tener por ello la obligación de hacer la apología de la Conquista que, como toda conquista, es siempre un acto repudiable y odioso”, ha sostenido Roberto Ferrero, historiador.

También advierte Ferrero sobre una mirada exclusivamente indigenista, y pone el acento en la condición latinoamericana del mundo nuevo. Como ya lo dijo perspicazmente Bolívar en su célebre discurso de Bacaramanga: ‘No somos indios ni somos europeos’. Somos latinoamericanos, y como tales, tanto la corriente hispanista como la indigenista, con sus verdades parciales, nos son esencialmente ajenas”. 

En 1917, el decreto del presidente Hipólito Yrigoyen consagrando al 12 de octubre como Día de la Raza, argumentaba: “La España descubridora y conquistadora volcó sobre el continente enigmático el magnífico valor de sus guerreros, el ardor de sus exploradores, la fe de sus sacerdotes, el preceptismo de sus sabios, la labor de sus menestrales, y derramó sus virtudes sobre la inmensa heredad que integra la nación americana”. Entonces, las olas inmigratorias marcaban otro contexto.

Casi un siglo después, en 2010, cuando la conciencia de lo padecido por los pueblos originarios más la persistencia de situaciones de discriminación sobre éstos, un decreto de presidenta Cristina Fernández de Kirchner transformó al 12 de octubre pasó a ser “Día de la Diversidad Cultural Americana”.

Universo americano

En esta parte del mundo, la idea de afirmación racial es de lo más confundido. Si algo nos distingue a los americanos, y especialmente a los argentinos, es la mixtura. En consecuencia, debería ir de suyo la superación del estigma de la identificación por raza, que tantas desventuras ha causado y causa en el mundo.

América es el proyecto de la fecundidad de la mixtura: al cabo de la colonización y de la inmigración, sumada a la esclavitud que diseminó en inmensas proporciones también la raíz africana, este continente lleva en sus entrañas un variopinto racial que, si alguna vez termina de asomar como un esplendor, será una luz para la humanidad. 

El universo americano tiene para proponer algo diferente. “Entre tantas cosas que están en juego, si uno las mira de una manera muy global, muy genérica, el mundo está confrontado con el problema de tener que encontrar una solución de compatibilizar la tecnología con el humanismo. Los anglosajones son excelentes en tecnología, pero no saben para qué. Los latinoamericanos, si elevamos nuestra capacidad tecnológica, tendremos una capacidad decisiva de ser una presencia humanista de la que el mundo necesita desesperadamente para que la vida tenga sentido”, nos decía hace unos años el brasileño Helio Jaguaribe, uno de pensadores más importantes de América.

Por eso, siempre sostenemos que la razón de la sangre americana no se aferra al ayer sino, sobre todo, al futuro. 

América no era un mundo nuevo cuando llegaron los españoles, pero acaso lo es ahora, a las puertas del mañana, moldeada por la fecundidad de la mixtura. Es la gran ofrenda que puede proponer esta tierra, una vez que sus propios pueblos consigan logren, por fin, realizarse.


Este artículo se publicó originalmente en el sitio Redacción Mayo