Carlos Hairabedian: el único juez preso en la dictadura
El 27 de marzo de 1976, después de pasar tres días oculto en las sierras, Hairabedian se presentó en un destacamento policial. Su nombre había sido difundido en una lista negra distribuida por la intervención militar. Se convirtió en el único integrante del Poder Judicial preso político de la última dictadura
El 24 de marzo de 1976, el juez Carlos Hairabedián, sabiendo, por intermedio de su pareja Viviana Blanzari, de la presencia de su nombre en una lista negra, abandona la ciudad de Córdoba. Durante tres días se mantiene oculto en una pequeña casa, de su pertenencia, en Las Vertientes de La Granja, al Norte de las Sierras Chicas. “Me la había comprado hacía poco tiempo, me parecía un lugar bucólico, muy solitario. Era una casita de un solo dormitorio. Me aislé ahí el mismo 24 cuando me entero del golpe y de que estaba en esa lista”.
Así, en soledad y alejado de todo, estuvo durante tres días. Hasta que el 27 de marzo se presentó en una guardia policial que existía en donde hoy está el Hipermercado Libertad de Rodríguez del Busto. En el acto y ante su presentación, los policías revisaron la lista distribuida por la intervención militar. El apellido Hairabedián era uno de los buscados y así el juez quedó detenido de inmediato. Se convirtió, de este modo, en el único integrante del Poder Judicial, a nivel nacional, preso político de la última dictadura. “Me presenté sin medir las consecuencias. En el acto me esposan y al mediodía me llevan a la jefatura, al pasaje Santa Catalina, pero a la Unidad Regional, no a Inteligencia, que estaba unos metros más adelante”. Desde entonces y durante 4 meses estará detenido sin que su nombre quede asentado en ningún registro oficial: “Estaba en un estado de limbo, de incertidumbre, de indefinición”.
—Antes de presentarte, ¿no pensaste en escaparte?
—Sabía que era inútil.
Allí, en el pasaje Santa Catalina, estuvo unas 12 horas sin que nadie le dijera una sola palabra ni le informarán sobre qué pasaría con su vida. Hasta que a las 12 de la noche se le acercó el oficial que estaba a cargo, le avisó que le tenía que vendar los ojos y atar las manos y agregó, en tono de resignación:
— Que Dios lo ayude.
“Me suben a un vehículo y me llevan a La Perla. A todo esto lo relaté en la megacausa. Cuando llego a La Perla me tiran en un pozo, solo. Estoy unas dos horas, desde la 1 hasta las 3 de la mañana. Era profundo. Pensé que era mi tumba. Todo en silencio. No había nadie con quien hablar. Me daba cuenta que mi destino estaba terminado, fue un desfile de imágenes familiares. No escuché nada de nada. Hasta que a eso de las 3 de la mañana me sacan y me llevan a la guardia de la Escuela de Aviación Militar”.
En el mismo amanecer del 28, a las 7 de la mañana y sin que medien palabras, explicaciones y mucho menos buenos modales para alguien que hasta hace algunas horas había sido juez, lo sacan de la guardia y los cadetes del regimiento empiezan a hacer disparos con ametralladoras mientras le exigen que corra. “Yo estaba vendado, pero después cuatro testigos confirmaron lo que estaba pasando. Esos cuatro personajes eran hombres fundamentales del gobierno depuesto por los militares. Al día siguiente a estos cuatro los llevan a la enfermería de la Escuela, que era donde estaba yo. Carlos Rizzo, Pablo Figueredo, el senador Erio Tejada, que alentaba mi designación como fiscal general, muy amigo de Atilio López y el presidente del Concejo Deliberante, un clásico peronista. A los 4, detenidos desde el 24, los sacaron esa mañana para que vieran lo que me hacían. Yo no corría libre, me agarraban de atrás y los cadetes disparaban al aire. Fue un simulacro de fusilamiento”, dirigido por el vice comodoro Simari,sub director de la Escuela.
Durante el operativo, le gritó, con la enjundia propia de los violentos, que iban a hacer justicia con él, pero, le aclaró el uniformado, “no la sucia justicia que usted administraba, sino la justicia inspirada por Dios”. Para el juez que ya había perdido no sólo su cargo sino también su libertad, “no tenían decidido ni aceptado que hubiera prisioneros en la Escuela de Aviación Militar”. Igual, el terror no pide permiso y siguieron llegando otros notables. Aquiles Gay, el rector de la UTN, a quien consideraban ‘ideólogo de la subversión’, fue uno de los nuevos compañeros privados de la libertad. “Era muy divertido”, recuerda Hairabedián del hombre que después fundará su propio museo de la ciencia. En esa misma camada también llegaron Alejandro Mosquera -que había sido interventor en Salta-, Valdez –ex presidente de la Cámara de Diputados- y el ex ministro de Desarrollo Social, Cataldo Quatrocci, suegro del abogado Ricardo Moreno. “Era un personaje insólito. Puesto por las 62 Organizaciones, donde era tesorero. Tenía anécdotas muy risueñas”.
Durante esos días de presidiario, su pareja Viviana comenzará el trajinar propio de los familiares de detenidos de aquella época que desconocían por completo el destino de sus seres queridos.
El 30 de marzo del ‘76, Blanzari, ante al juez Eugenio Pérez Moreno, presentará un recurso de Hábeas Corpus en favor de Carlos Hairabedián. “Respetuosamente dice –redacta el tipógrafo- que desde el día sábado 27 de marzo del corriente año, aproximadamente a las 19, se encuentra detenido el Dr. Carlos Hairabedián, habiéndoselo alojado primeramente en la Jefatura de Policía de esta provincia e ignorándose a la fecha su actual paradero o lugar de detención. Que en razón de tratarse de un magistrado de la justicia de Córdoba a cargo del Juzgado de Instrucción de Segunda nominación en ejercicio de sus funciones y no existiendo orden legítimo de autoridad competente que justifique su detención, constituye este hecho una clara transgresión en las normas constitucionales que garantizan la libertad individual de todo ciudadano”.
Viviana no se presentó en soledad: un grupo importante de empleados del Juzgado que conducía Hairabedián firmaron el recurso junto a ella: Horacio Wagner, Ricardo Morán, Fernando Morales, Julio Herrera Cano, Luis Bonetto, Raúl Saracho, Carlos López Peña, Carlos Avellaneda, Héctor De Allende y Gustavo Maldonado son algunos de los que rubricaron el pedido, en un acto de solidaridad y coraje.
El recurso fue girado a todos los responsables de la vida y la muerte de los habitantes de Córdoba, incluido al propio Luciano Benjamín Menéndez. Pese a los documentos evidentes en donde se exigía una respuesta en las próximas 24 horas, recién en septiembre de 1993 el Poder Judicial de Córdoba informará que, revisados los protocolos, “no obra resolución alguna”.
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A LA UP1
En la Escuela de Aviación, Carlos estará hasta el 15 de julio, día en que es trasladado a la UP1, la cárcel de barrio San Martín. La fecha de llegada al penal coincide con una trágica efeméride: ese mismo día asesinan, estaqueado, bajo torturas inhumanas y en el mismo presidio, al médico militante del PRT José René Moukarzel: la muerte le llegó por haber pedido un poco de sal. “Los presos, al verme entrar, creyeron que yo iba en calidad de juez de instrucción que estaba de turno. Y no, les tuve que decir que estaba preso como ellos. Eran todos presos políticos, muchos dirigentes gremiales. Estaba Carlos Zanini, los del Smata. A todos ellos en septiembre los llevaron al penal de Sierra Chica”.
De un lado, recuerda Hairabedián, estaban los militantes de las organizaciones armadas, parte de los que fueron asesinados en simulacros de fuga y que habían sido detenidos antes del 24. Del otro, en su pabellón, se encontraban los que la represión consideraba de izquierda pero que no habían optado por el camino de las armas, muchos de los cuales habían formado parte del gobierno constitucional de Obregón Cano. “Nosotros éramos los nuevos, los detenidos a partir del 24 de marzo. Nuestros destinos ya habían sido decididos y nosotros no lo sabíamos. Podíamos estar un par de años, darnos la opción de irnos del país, matarnos. Estábamos privados de todo: lecturas, visitas, comida, sol, ejercicios, todo. Nada que fuese propicio para considerar al preso un ser humano”.
Los recuerdos sobre aquellos días inhumanos se acumulan. La terrible golpiza, “muy fuerte y muy simbólica” que un día se les ocurrió practicar sobre los detenidos. “Nos pusieron a todos los presos desnudos uno encima del otro. Se cagaban, se meaban. Todos desnudos, algunos se desmayaban”. En ese pabellón y por ese único fatídico día estuvo el radical y experto laboralista Jorge Sappia. “Estuvo sólo un día y justo ese día de la golpiza. Entiendo que era cuñado de un capitán, Cativa Tolosa, y por eso sólo permaneció un día. No obstante, destaco que Sappia siempre se distinguió por su rectitud”.
Una vieja nota firmada por el prefecto Héctor Jamier da cuenta al director de la cárcel de barrio San Martín que la señora Viviana Blanzari, “actual esposa del interno especial Carlos Hairabedián, está autorizada a visitarlo el día 24 del corriente”. Ese corriente es el mes de diciembre y será la única vez que pueda, al menos, verlo. Otra visita autorizada será la de José Ignacio Caferatta Nores. El documento que lo permite está firmado por el genocida Juan Bautista Sasiañ y dice que el encuentro “será en presencia de personal militar, el día 15 a las 1000 horas”.
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En el pabellón que compartía había de todo. Ex diputados, concejales, decanos, gremialistas e incluso uno que era buchón de los militares, que estaba ahí para saber de qué hablaban. “Estaba Carlos María Montes, senador provincial del departamento Colón. Sufría porque su secretaría lo podía estar engañando. Fue preso porque había propiciado el cambio de nombre de una calle de Jesús María por el apellido Lépori, que era montonero. Estaban Jaime Pompas, Claudio Bermann –el hijo del líder reformista Gregorio-, el decano del IMAF, muchos psiquiatras”, recuerda Carlos.
En aquella celda colectiva todos sabían de todos y observaban el modo en que cada cual enfrentaba al poder de fuego de la dictadura. Claudio Bermann, recuerda Carlos, era como su madre Leonilda Barrancos (que a su vez es tía de Dora Barrancos, actual asesora presidencial y decana del feminismo), morocho y alto, “lo contrario al judío estigmatizado”. Mientras un subteniente lo interrogaba, al leer el apellido, el uniformado le dice:
— Alemán.
Y Claudio, que portaba apellido judío pero no lo era porque su madre no lo había sido, igual responde:
— Judío.
Sabiendo que eso era una provocación y que haber dicho que era alemán podía favorecer su situación, Bermann, a quien Carlos conocía desde la juventud, enfrentó con dignidad su situación. “Escuché todo el diálogo. Y lo dijo alguien que jamás se sintió judío”.
Distinta fue la situación del futuro hombre de los números de Eduardo César Angeloz, Jaime Pompas. “Tuvo un diálogo muy interesante”, recuerda Hairabedián y lo recrea:
— Yo –les dijo Pompas a sus secuestradores- creo en su mismo Dios, soy predicador religioso en la sinagoga, soy un hombre de ideas democráticas, creo en la república y en los valores del capitalismo y soy anticomunista. No entiendo porque estoy preso.
La respuesta del militar fue inmediata, clara y contundente:
— Porque usted es un judío.
“Con Pompas estuvimos presos en laUP1, conmigo fue muy atento y respetuoso, pero era insoportable, de carácter colérico. Pocos días después lo largaron”. Eso fue el 24 de septiembre, Día del Perdón. La libertad la logró a través del Congreso Mundial Judío.
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EL GORDO BUENO
Mientras se prolongaba su cautiverio en la UP1, su nombre pasó a engrosar las listas de aquellos que quedaban a disposición del PEN: en medio de la tragedia colectiva, al menos eso le garantizaba que lo mantendrían con vida. Pero el consuelo era menor al lado de las situaciones que se vivían cotidianamente.
En octubre de 1976 la monotonía de la penitenciaría se interrumpirá con una breve salida para nada turística. Sin aviso ni explicación lo llevan a Campo de la Rivera, uno de los centros de tortura y asesinato. El fin era interrogarlo a costa de lo que sea: un juez de la provincia, antes abogado de irregulares, sabe más de lo que aparenta. Pero el hombre que lo recibe y que tiene la tarea de sacarle información bajo presión le da una bienvenida de lo más insólita:
— ¡Garó! Soy admirador de sus relatos, siempre lo escuchaba con mi padre.
Garó, su viejo pseudónimo como periodista deportivo, volvía a tomar relevancia en una situación de angustia y temor. Además de la confesión, el torturador se presentó ante el preso: “Yo soy el ‘gordo bueno’. Hay otro al que le dicen el ‘gordo malo’, pero los dos tenemos algunas travesuras”, bromeaba el hombre que de niño había sido fiel escucha de los relatos extrovertidos e hilarantes de Hairabedián. Pese a que el preso estaba vendado, llegó a ver a uno de los que mandaban en el centro de exterminio. Vuelto al presente, interrumpe el relato, piensa con los ojos cerrados para hacer maquinar con mayor esfuerzo su propia memoria, dice en un tono casi imperceptible ‘hijo de remil puta’, y recuerda su actuación en democracia como marca para recordar su nombre:
— El que estuvo en el levantamiento carapintada.
— El ‘Nabo’ Barreiro.
—El ‘Nabo’ Barreiro. Cuando declaré en el juicio, me preguntaron a quién conocía, y lo ubiqué.
Volvemos a Campo de la Rivera. Allí el ‘gordo bueno’, lejos de amilanarlo, le hablaba en confianza y le señaló al jefe en cuestión, Barreiro:
—Si lo matan, si sigue preso o si lo liberan no lo decido yo sino los jefes. Y ellos te odian.
Mientras sindicaba al otro como el terror mayor, el ‘gordo bueno’ decía de sí mismo que era un simple interrogador. “Era un civil –recuerda Hairabedián-, todos los que hicieron las tareas de desmontaje, con una gran preparación, eran civiles. Me decía ‘mi admirado Carlos Garó, un relator único, los escuchábamos siempre con mi papá, nos reíamos mucho. Mi papá lo admiraba tanto’. Me invitó cerveza y masas, que no le acepté. Me sacó la venda. Era Ludueña de apellido”.
Ludueña, el ‘gordo bueno’, tenía sentado en su banquillo de tortura a Hairabedián porque buscaba datos precisas de una joven ex pareja de Carlos, la modelo devenida en montonera Nené Ceballos. Que él sabía, le decía Ludueña, que Carlos había sido el novio de Nené y que le habían pedido que le pregunte al ex juez dónde estaba ella.
— Pero yo sé que usted –le dijo el ‘gordo bueno’-, no tiene nada más que ver con Nené. El que dijo eso no sabe que cambió el gobierno.
Se refería, claro, a un preso detenido antes del 24 de marzo no enterado de lo que pasaba en el exterior y mucho menos que Hairabedián había dejado su sitial de privilegio como magistrado para convertirse en un reo maltratado y al borde de la muerte. “Creo yo que debe haber sido De Breuil, que después mataron con Vaca Narvaja. Debe haber dicho ‘preguntale al juez Hairabedián’, ni sabía que yo estaba preso”.
En Campo de la Rivera, además de Ludueña, hubo otros personajes, pero presos que sufrían el escarmiento. “Uno que recuerdo, con quien tenía un gran cariño, era Rufa, un extraordinario jugador de básquet de origen santiagueño. A la noche me hablaba, me decía Garó con un hilo de voz”, recuerda Carlos. A Rufa lo tenían de rehén por un hijo prófugo, como varios otros padres que estaban en la misma situación.
Esta parte de la historia con Ludueña termina acá. Pero tendrá continuidad un tiempo después, cuando Hairabedián vuelva al penal de barrio San Martín. Y más aún, cuando haya logrado la libertad.
Fragmento del libro Buscado, una vida al límite, de Juan Cruz Taborda Varela. Se puede conseguir en El Espejo Libros