Hermanos, aliados en la difícil misión de salir ileso de los padres
Si mi tía está leyendo esto quiero pedirle perdón. Me equivoqué. A veces creo que hago lo correcto y no hago otra cosa que confundirme. Ella quiso ver a mi madre cuando estaba internada y yo, sosteniendo una disputa que no era mía, le dije que era tarde, que mi madre estaba inconsciente. Estuve mal y me lo recrimino. Pienso en eso, va y viene el péndulo de esa angustia, sobre todo si imagino que alguien me prohibiera ver a mi hermana en los momentos finales. Le explicaría a esa persona la cantidad de cosas que hemos vivido juntos, que de una manera u otra somos sobrevivientes y si la negativa persiste le mostraría sin decoro ni cintura lo bien que aprendí en mi niñez a tirar de los pelos y sacudir cabezas.
Con un hermano uno tiene un aliado en la difícil misión de salir lo más ileso posible de los padres. Hay un código silencioso de supervivencia que viene desde los primeros balbuceos. Es verdad que a veces son un tierno enemigo, pero dejan dulces estrategias para la próxima pelea. En un momento, un hermano es todo el mundo. Si mi madre me retaba me defendía mi hermana, y cuando la retaba a ella estaba yo interviniendo de alguna manera. Siempre me dio buenos consejos, cuando algo sacaba a mi madre de sus casillas y empezaba a correrme alrededor de la mesa, mi hermana me gritaba “no te dejes atrapar”. A veces cuando veía los nervios colapsados de mi madre, cerraba los ojos y disminuía la marcha. Un hermano te da aliento, es la primera barra brava con la que contamos.
Mi hermana jugaba con una amiga a los Ángeles de Charly. Los broches eran pistolas láseres y las naves espaciales unos viejos bancos de metal. No recuerdo la primera vez que me invitaron, lo que sí que lo hicimos por muchos años, a veces me tocaba ser Charly y eso no era muy divertido porque Charly nunca aparece, pero ella se la ingeniaba para que yo esté de alguna manera. Otras veces íbamos a explorar el barrio en bicicleta, cargábamos las mochilas con agua y galletitas y parecía que nos íbamos lejos cuando en realidad no hacíamos más de cinco o diez cuadras. De chicos dormíamos en la misma pieza. Una mitad tenía cuadros de Rocky Balboa y la otra posters de Roxette, de noche cuando la casa estaba en silencio nuestras palabras reptaban por la oscuridad para sentirnos acompañados. Un hermano te ilumina.
Cuando se fue a vivir sola sentí que me abandonaba, pero no era eso, lo que ella hacía fue lo que siempre hizo: abrir espacios para que al poco tiempo me fuera yo. Con un hermano las conversaciones ya están abiertas. Se abrieron en la época de la desnudez y los balbuceos, el dolor con ellos es algo compartido y viene desde antes que pudiéramos decir “me duele”.
Cuando llamaron de la clínica donde estaba internada mi madre para que me presentara urgente, supe que había muerto. Estaba acostada con los ojos cerrados y le besé la frente, quise pensar que la despedía. Salí de la habitación, una chica lloraba en un banco, me senté a su lado y le dije que mi madre había muerto. “La mía también y estoy esperando que venga mi hermano”, dijo. Yo esperaba lo mismo y nos dimos un abrazo, imaginé que su madre y la mía nos habían usado como última parada para ese abrazo, nos estaban protegiendo hasta que llegaran los aliados.
Para perdonar a un hermano solo hace falta una cosa. Recordar y entender que nos unió la niñez, la desnudez, la fantasía y el juego, y que es un atropello que la adultez y sus argumentos atenten contra lo más fértil que aún nos habita: lo vivido.
Si me faltara mi hermana el mundo sería más pobre y aburrido, más innecesario, seguiría, por supuesto, porque juntos aprendimos sobre ausencias y porque es necesario seguir guardando en uno, el tesoro que es el otro.