La vida secreta de las cosas: reliquias de todas las épocas en un anticuario de La Falda
Carteras de Japón, billetes de todos los países, dagas curvas, rastras con monedas doradas, vajilla. Mercedes y Alberto atesoran reliquias con historias desde hace 30 años. Secretos y virtudes de un oficio que resiste al olvido.
‘Sólo muere aquello que se olvida’, reza el cartel de la entrada al Shopping San Telmo. Frente a un parque de diversiones, a pocos metros de la Terminal de La Falda, se erige una réplica de Carlos Gardel que custodia la puerta de ingreso al anticuario.
Dos sables de punta, un baúl que refleja el paso del tiempo, cuatro paraguas de incalculable uso y vidrieras hipnotizantes rodean la esquina con más años acumulados en la ciudad. ‘Toque timbre’ invita un cartel en entrada.
Al girar el picaporte, se abre la una puerta al pasado, a lo que parece un laberinto infinito de recuerdos acumulados. Un mueble junto a otro. Cada uno con más cosas de las que se alcanzan a ver.
Al local lo atienden Mercedes y Alberto, un matrimonio que hace 25 años habita ese lugar. Tienen cinco hijos. El mayor fabrica muebles de diseño; heredó la pasión por trabajar la madera del abuelo de Mercedes. La historia se hereda y el legado sigue, como los objetos del anticuario.
Posar la mirada dos veces en un mismo sitio es un inagotable descubrimiento de lo que antes no se veía: vajilla, porcelana, muebles, joyas, lámparas, discos, instrumentos, ropa, blanquería.
— Gordo, cómo pasa el tiempo, ¿no?—, le dice Mercedes a su compañero de vida.
— Decímelo a mí —, responde él mirando a las paredes llenas que desbordan de objetos.
Se pusieron frente al negocio hace 30 años en Valle Hermoso, ciudad natal de Alberto. Después mudaron el local a La Falda. “Esa fue una decisión de vida, como dedicarnos a esto, porque sabemos que si estuviéramos en Buenos Aires, por ejemplo, venderíamos el triple y al doble", afirma él con seguridad.
El legado por la historia lo dejó el padre de Mercedes, ebanista. Profesión que aprendió del suyo. “Cumplió trece años el mismo día que bajó del barco, venían de Francia”, cuenta ella con voz nostálgica.
Durante mucho tiempo se dedicó a la renovación y restauración de muebles. Cuando la economía ajustó en el país, la gente le pagaba su trabajo con otros objetos. Así fue sumando cosas, y poco a poco el anticuario comenzó a tomar forma.
“Hay cosas tan viejas acá que hasta se pueden encontrar correas de dinosaurios”, dice Alberto entre risas.
Y tal vez no haya correas de dinosaurios pero el mundo puede sintetizarse en el local de ambos. Pulseras alemanas, fundiciones españolas, un vitral traído de Italia, platos y jarrones japoneses, también carteras estadounidenses: cada objeto tiene su historia.
Billetes del mundo
“Esperá, vamos a poner música mientras seguimos. A mí me gusta mucho el folklore”, dice mientras busca un disco entre un pilar de otros más. Del tocadiscos suenan los acordes de la zamba Luna Cautiva. La voz de Jorge Cafrune viaja entre los objetos, como cristalizados en el tiempo.
Señala unas monedas en el mostrador: “Tenemos muchísimos billetes, esperame un ratito que los voy a buscar”. Sale de atrás del local con un fajo en mano y los exhibe uno a uno, de Suiza, Brasil, Francia, Noruega, Argentina. Y otros tantos irreconocibles a simple vista para quien no sepa del tema.
Tres son los factores determinan el valor de un billete de colección: la cantidad de ejemplares que haya habido en circulación, la firma de emisión con la que salió al mercado y su estado de conservación.
“Mi hijo Marcos es el que más sabe, muchísimo más que nosotros sobre la moneda. Sabe de dónde son, cómo circularon, te puede decir cada detalle”, cuenta con una sonrisa Mercedes que guía la vista.
Baile, amor y un recuerdo
Abajo de los billetes, ella me señala una daga curvada y debajo de ella una rastra gaucha que asoma con una moneda dorada en el centro: “Eso tiene una historia muy especial vos sabes".
Comienza contando que le pertenecía a un matrimonio que bailaba en todo el Valle de Punilla: Los Ocampo. “Ella bailaba, tenía su vestimenta, y cuando desfilaba lo hacía de costadito. Tengo fotografías de ellos, un rebenque, un cuchillo caronero que iba al costado del caballo. Y él usaba esa rastra”.
La rastra asoma bajo la daga como queriendo escapar del mostrador. Está elaborada con oro, plata, alpaca y tiene dos monedas incrustadas en el cinturón, un patacón cordobés y una de cobre proveniente de La Rioja.
Cuenta que primero falleció él, al poco tiempo su esposa. Sus hijos vendieron la guitarra, y otros objetos se los dejaron al shopping San Telmo.
Las carteras heredadas de Japón
No todo les pertenece a Alberto y Mercedes, otros objetos se los han dado otros clientes y vecinos en concesión. “Muchas veces discutimos entre los dos, Alberto me dice ‘No aceptés todo siempre’, pero es que la gente confía en uno para vender y me cuesta decir que no”, confiesa ella mientras apunta a un estante repleto de carteras y ropa.
Una tenue luz dorada se refleja en un amplio, casi enorme, espejo de pie. Que funciona como escenario ideal para que los clientes puedan viajar al pasado con alguna prenda de las que guarda el shopping San Telmo.
Primero, señala una bandolera bañada en oro, proveniente de Estados Unidos. Junto a ella una cartera española, bordada a mano. Explica que muchas de las prendas de ropa, blanquería, manteles, y servilletas, las alquilan a productoras audiovisuales.
Luego Mercedes toma un delicado sobre negro, brillante por la pedrería, y entregada a concesión por una cliente. “Ella cuidaba a una vecina, por voluntad y después de un tiempo comenzó a darle algunos objetos. La señora trabajó mucho tiempo en el consulado de Japón, de ahí tantas cosas", cuenta.
Alberto interrumpe su narración preguntando si ella recordaba dónde estaba un plato cuadrado, de Quinquela Martín, con un borde rojo. Como si no fuera necesario esforzar la memoria responde: “Fijate al lado de la estantería de la vajilla azul, al lado de la puerta, adelante. Ahí debería estar”.
Y tenía razón. Ahí estaba: “Yo me acuerdo siempre dónde están las cosas porque no hay nada repetido, todo es único”.
Legados en riesgo
“Esto es hermoso, es una lástima que la economía no nos acompañe, sino tendría trabajo mucha gente y las profesiones se mantendrían más”, lamentan ambos.
Los anticuarios demandan mucho capital. No sólo financiero, sino también de conocimiento y expertise. Me lo confirman Mercedes y Alberto al repasar a todos sus colaboradores: “Tenemos un señor que certifica la joyería, otro conocido que repara calderas, cocinas a leña y otras fundiciones. Cuándo se vayan ellos quiénes quedan, serán dos o tres personas las que saben hacer ese trabajo”.
La rentabilidad de los anticuarios en baja en comparación a otras ramas de la actividad. Ahí entra en juego la pasión de los administradores y también de los coleccionistas: “Claramente esto es un gusto, no te llenas de plata a menos que vendas todo al exterior, algo que nosotros no queremos hacer. Si te vas a San Telmo ahí sí muchos sacan todo”.
Buenos Aires llama a los turistas extranjeros. La Boca, Caminito y San Telmo son los elegidos. Día a día visitantes pasean y compran, piden y llevan. Según Alberto, muchos de los anticuarios que residen allí eligen exportar la mayoría de las piezas debido a su alta cotización en dólares en comparación a los pesos argentinos.
“Así se termina yendo todo afuera, sacan y sacan. A nosotros no nos gusta eso, lo que más feliz me pone es saber que viene alguien que se compra algo para sí mismo, para guardar, porque le gustó", confiesa Mercedes.
Mercedes y Alberto sintetizan la pasión. Una que se refleja en lo que hacen día a día. La memoria de ambos es casi tan fuerte como los recuerdos que habitan las paredes de su local. Cada objeto tiene su historia. Una que continúa a través de ellos.
Bien dicen que entrar a su local es un juego de seducción. Que el cliente no elige, que los objetos lo eligen a él. Y debe ser así. Porque al salir del shopping San Telmo deja una sola certeza: sólo muere aquello que se olvida.