El triste día en que Gabo se marchó al silencio
Recuerdo que cuando me llegó la noticia de la muerte de Gabriel García Márquez, sentí que debía hacer un programa especial o por lo menos dedicarle un espacio importante. Y no esperando que fuera el mediodía: al arrancar nomás. Así fue como en ese día de otoño, le dediqué todo el comienzo del programa. Aquí está el registro completo.
Posiblemente éste sea el lugar y el momento para contar cuán importante es Gabriel García Márquez en mi vida.
Contaré, por ejemplo, que un día, para dar publicar mi libro sobre las cartas de Atahualpa Yupanqui a su compañera Nenette, que descontaba que sería histórico, tuve la inmensa fortuna de elegir una editorial entre Planeta y Sudamericana. En una me habían tratado muy bien cuando publiqué mi primer libro, el de Tanguito; en la otra me ofrecían mejores condiciones económicas y mucho respeto también. Pero elegí Sudamericana por una razón íntima que hoy confieso públicamente: siempre había soñado con que mi nombre figurara en un catálogo donde también estuviera, lógicamente mil escalones más arriba, Gabriel García Márquez.
Por eso fui tan feliz cuando Gloria, la directora de Sudamericana Argentina, luego de enterarse de esto, firmó el contrato, sonrió con evidente satisfacción y salió del protocolo comercial de ese momento para regalarme un ejemplar especial de Cien años de soledad publicado por esa empresa que incluía, entre otros detalles finísimos, un CD con la voz del propio Gabo leyendo su obra. Ay, qué maravilloso momento.
Podría contar también qué maravillosas tardes pasé en mi habitación de preadolescente, en Olavarría, leyendo lo que había escrito ese señor García Márquez sobre Macondo, un pueblito de Colombia que mucho tiempo después me enteré que no figuraba en los mapas y que solo existía en ese libro. Guillermo Vilas, el Che y los Sui Generis, que estaban en las paredes en sendos posters, podrían haber certificado que yo cerraba los ojos y veía las mariposas amarillas. Hermoso.
En ese trance supe de la peste de insomnio, del sacerdote que levitaba por el estímulo de un chocolate caliente, y de lo que eran una guerra civil, el colonialismo y una república bananera. Nadie sabe que con esas páginas pude entrar subrepticiamente hasta el interior de los dormitorios de los habitantes de Macondo, y que así puede presenciar episodios sexuales de índole obscena y hasta incestuosa.
Hasta que un día, cuando la vida me había instalado en Córdoba, me llegó la noticia de que había muerto Gabo.
Al comenzar el Disco Pi de ese día, no pude ni quise eludir la cuestión.
A eso me referí, puse cumbias y vallenatos colombianos que hablaban de él, y hasta presenté su inolvidable discurso en la Academia Sueca cuando recibió el Premio Nobel, acaso para que se supiera que acá, en el sur de América, en el centro de la Argentina, había quienes sentíamos en el alma su adiós.
Años más tarde, cuando estuve casi diez días en Bogotá, supe que existía un centro cultural con su nombre, en el barrio La Candelaria. Y sentí que no podía no ir, y fui, claro. Ahí encontré la más hermosa y completa librería que un amante de los libros hispanoparlante pueda imaginar. Y unas 20 ediciones distintas de sus obras cumbres.
También fui al Museo Nacional, donde exhiben la guayabera que vistió de aquel día del Premio Nobel.