Qué lujo, Celia Cruz
Un papel guardado durante años, en realidad es sólo eso. Pero qué recuerdo: es una postal de Celia Cruz. Una de varias que el autor de esta nota recibió, procedente de distintos lugares del mundo, durante algunos años, de parte de una de las más grandes artistas que tuvo el mundo hispanoparlante. Enorme la cubana, mucho más allá de cuestiones ideológicas que a fin de cuentas son pequeñas al lado de su estatura artística
Creo que ya es tiempo de mostrar algunas reliquias que he guardado entre mis cosas más queridas. Entre ellas, están las postales de Celia. Después de que la conocí personalmente, ella y su compañero Pedro Knight, que había sido trompetista –y por lo tanto músico suyo- en la Sonora Matancera en Cuba, tuvieron contacto conmigo durante muchos años. Por eso periódicamente recibí postales con saludos de la pareja desde donde estuviera: Europa, Estados Unidos, el Lejano Oriente. Qué lujo, pienso hoy. Qué alto lujo.
Y recuerdo (lo cuento en mi libro autobiográfico Recuentos) que una tarde de hace ya muchos años, posiblemente en la primavera austral del 88, iba caminando por la calle Florida, cerca de la avenida Córdoba, cuando un saludo me sorprendió.
Me di vuelta y era Pedro Knight, señor mayor, negro, con pelo canoso, sin barba pero con importantes patillas blancas. Muy elegante y muy simpático.
-¡Pedro, qué sorpresa! ¿Qué hacés por acá? ¿Y Celia?
-Ahí va, me dijo y señaló unos 20 metros adelante.
Ahí estaban su compañera Celia y la amiga del alma de Celia, Amelita, las dos señoras tomadas del brazo, paseando muy tranquilamente por la peatonal porteña.
Después entramos los cuatro al shopping de las Galerías Pacífico.
Ellas, Celia Cruz y Amelita Vargas, miraban vidrieras y comentaban, criticonas, que tal cosa no era de buena calidad o que tal otra era demasiado cara o de mal gusto. No eran famosas aquí, la gente no las molestaba.
Si esto mismo pasara en otros países de Latinoamérica, pensaba, a Celia no la dejan tranquila ni un segundo.
Ella solía bajar periódicamente a Buenos Aires para descansar de su vida de superestrella y para visitar a su querida Amelita Vargas, compatriota suya y compañera de generación: las dos mujeres habían nacido en 1925, por lo que andaban, en ese momento, por los 60 y algo. Amelita dejó Cuba y se radicó en la Argentina en los 40, y Celia se fue de la isla, por convicciones ideológicas, después del triunfo de la Revolución, primero a México y luego a los Estados Unidos. Celia murió en 2003 a los 77 años; Amelita en 2019, a los 94.
Muy poco después de aquel encuentro casual en el centro porteño, Celia llegó por fin a la popularidad aquí, en el sur del mundo, a través de una canción que había grabado con un entusiasta grupo argentino de ska que empezaba a coquetear con ritmos latinos, Los Fabulosos Cadillacs.
Conocí de cerca cómo sucedió aquello.
En la segunda mitad de los 80, el productor uruguayo Bernardo Bergeret estaba asociado en la conducción de la productora local Abraxas, y desde ese puesto había concretado varios hechos musicales muy visibles.
De la restallante aparición popular y de ventas del cuarteto pop femenino Viuda e Hijas de Roque Enroll, a la inolvidable primera aparición de Ivan Lins en Buenos Aires, presentado en el Luna Park nada menos que por Luis Alberto Spinetta, León Gieco y Pedro Aznar.
Bergeret tenía ya una extensa trayectoria como locutor, productor y realizador, en las dos orillas del Río de La Plata, y una buena agenda de contactos y amigos. En ella figuraba Jerry Masucci, el abogado norteamericano que había hecho en Nueva York un imperio de la música bailable latina con su sello Fania, en el que publicaban sus discos, entre otros, Rubén Blades, Willie Colon, Johnny Pacheco, Héctor Lavoe, Roberto Roena, Ray Barreto, Larry Harlow y Celia Cruz.
Un día Bergeret tuvo la idea de que ese grupo de jovencitos que estaba en Abraxas, los Cadillacs, hicieran un tema con Celia, y convenció a Masucci.
Éste, por cercanía afectiva y por su notable olfato para los buenos negocios, lo hizo con Celia.
Los Cadillacs sabían que Celia era un monumento viviente, pero creo que no alcanzaron en ese momento a dimensionar cuánta importancia tendría ese cruce en su carrera. Tanto que tuvieron que pasar varios meses de que se publicara el disco con ese tema, para que Celia pudiera escucharlo. Y pudo hacerlo, según me contó en un momento, porque compró un ejemplar en una disquería de Europa.
Celia Cruz terminó los 80 y atravesó los 90 siendo una figura bastante popular en el sur americano, pero nunca, la verdad, en la misma medida que en el norte de Latinoamérica y en el mundo hispano de los Estados Unidos, donde era una mega estrella.
La vi personalmente varias veces en los 90 y hablé otras tantas, entre Miami y Buenos Aires. Casi siempre por motivos profesionales.
-Usted siempre me habla de política, se quejó alguna vez y tenía razón. Discutíamos mucho por eso. Ella, cubana autoexiliada por razones ideológicas en los Estados Unidos, no se movía de sus pensamientos y yo tampoco, la verdad. Pero nos encantaba hablar de música. Ella sabía muchísimo de todo eso, y también de negocios. Solía contar de contrataciones formidables, de inversiones, de la macroeconomía de los artistas.
Y cómo cantaba, uf, qué grande.