El tamaño no es malo
“Megaminería”, “capital concentrado”, “megacorporaciones”… La gran escala tiene mala prensa. Para algunos, es la responsable de problemas que van desde la inflación al impacto ambiental. Sin embargo, el crecimiento de las unidades productivas, análogo al de las ciudades, se explica porque ofrece una serie de ventajas económicas: permite hacer más con menos. En esta nota, Eduardo Crespo propone revisar el rechazo a las grandes escalas como camino para repensar el desarrollo.
En Argentina algunos padecen una fobia ideológica hacia las escalas. Tal vez no se trate de un excepcionalismo nacional, pero ciertamente es una actitud muy afianzada en ciertos sectores, que deriva en problemas de diagnóstico con pésimas consecuencias para la implementación de políticas públicas. La gran escala genera mala prensa. Los “oligopolios” serían responsables de la inflación. La contaminación por la extracción de minerales no debería atribuirse a la minería sino a la “megaminería”. Las pymes, en cambio, serían siempre preferibles al “capital concentrado”. Lo pequeño es hermoso y lo grande, espantoso.
El rechazo por la escala refleja una visión del mundo afín a ciertos sectores de clase media de raigambre liberal-progresista. Complementa, con matices de crítica social, la ideología de la meritocracia individual y el emprendedorismo del self-made man que se hizo desde abajo y a quien “nadie le regaló nada”. Aunque escuelas de negocios, libros de administración y pastores de la prosperidad se esfuercen por ofrecernos biografías azucaradas de empresarios audaces e innovadores siempre dispuestos a romper paradigmas, lo concreto es que la gran corporación es la negación práctica de la utopía liberal donde “todos podemos ser propietarios” (¿de medios de producción?) y convertirnos en patrones de nosotros mismos en base al esfuerzo y la creatividad personales.
No es un fenómeno nuevo. Las narrativas “pequeño-burguesas” de la libertad y la autonomía individuales siempre hacen abstracción de la escala como imperativo de la competencia capitalista. Cuando las escalas son relevantes no hay lugar para todos los aspirantes, por sacrificados y talentosos que muchos puedan ser. No estamos hablando de productores individuales e independientes que se encuentran en el mercado. Se trata del capitalismo moderno. Cualquier otra organización social que busque reemplazarlo, como ocurrió con las revoluciones socialistas del siglo XX, también se verá obligada a lidiar con grandes organizaciones y producción en masa.
El tamaño sí importa
¿Por qué algunas actividades escalan? El motivo es que con frecuencia escalar otorga ventajas competitivas. Ni siquiera es una característica exclusiva de los humanos. Es un fenómeno recurrente en la naturaleza, especialmente allí donde “el tamaño importa” y el todo es mayor que la suma de las partes. En determinados contextos ecológicos, de hecho, el tamaño es un rasgo adaptativo. La llamada “Regla de Bergmann”, por ejemplo, establece que para especies de animales de una misma rama o clado, es decir, aquellas que descienden de antecesores comunes, las que habitan en climas fríos tienden a adquirir tamaños mayores que sus parientes de zonas cálidas. Sucede que, cuanto mayor es la masa corporal de un organismo, la relación entre ésta y su superficie expuesta al ambiente crece más que proporcionalmente, lo que facilita la retención de calor. En zonas calientes, en cambio, la preservación de temperatura no ofrece ventajas selectivas. Al contrario: el mayor tamaño, al exigir más alimentos, puede transformarse en una desventaja. Así, los organismos de una misma rama tienden a reducirse cuanto se aproximan al ecuador (1). Algunos estudios incluso indican que esta regla también se cumple en seres humanos: los grupos que habitaron zonas nórdicas durante períodos prolongados contarían con masas corporales mayores que aquellos habituados a los trópicos (2).
En organizaciones sociales, las escalas suelen crecer con el tamaño de la población y la yuxtaposición territorial. La presión demográfica en contextos ecológicos muy específicos, como valles fértiles rodeados de desiertos, condiciones que Robert Carneiro denomina “circunscripción” (3), facilitó el surgimiento de las primeras formas de centralización política, los primeros Estados. Esto catalizó el conjunto de prácticas, técnicas y modos de organización que se acostumbra denominar “sociedades Complejas”. La escritura, por ejemplo, nació como una forma de registrar información en grandes escalas, magnitudes que inevitablemente superaban la capacidad de cómputo de la memoria individual, como la contabilidad de impuestos, deudas y transacciones mercantiles entre desconocidos.
Otro ejemplo de los modos sutiles y alambicados en los que las escalas suelen influir en nuestras vidas es la lengua. ¿Por qué en territorios controlados durante milenios por estados centralizados suelen hablarse comparativamente pocos idiomas? Cuando los contactos crecen, una sola o unas pocas lenguas facilitan la comunicación y la cooperación. En cambio, allí donde la centralización política es reducida y la organización social es predominantemente tribal, como en los trópicos, la dispersión idiomática es mayor y los dialectos se multiplican (4). El récord en materia de idiomas lo tiene Papua Nueva Guinea: unas 900 lenguas. Le siguen Indonesia, la selva amazónica y África Su-bsahariana.
Las ciudades son el testimonio más abrumador de las ventajas de la gran escala. Desde el origen de la agricultura, y más aún desde la Revolución Industrial, las grandes ciudades no paran de crecer, tanto en riqueza como en población. ¿Por qué la población tiende a concentrarse en ciertos puntos del espacio? ¿Por qué no nos distribuimos en forma proporcional a la disponibilidad de recursos o la bonanza del clima? La explicación es que vivir en una gran ciudad tiene muchas ventajas. Los costos de la infraestructura se reparten entre un gran número personas y la disponibilidad y variedad de servicios tiende a crecer más que proporcionalmente, multiplicando oportunidades laborales. Las posibilidades de optar por carreras específicas y elegir entre distintas alternativas de vida también aumenta. Y como las inversiones siguen la trayectoria de la demanda agregada, todo el proceso tiende a reforzarse. El crecimiento urbano, no obstante, presenta algunas contra tendencias: el encarecimiento de bienes irreproducibles como el espacio eleva el valor de alquileres, el tránsito se congestiona y la polución aumenta, al tiempo que se desarrollan tecnologías que facilitan el trabajo a distancia. Sin embargo, hasta el momento las economías de escala de las grandes urbes vienen ganando la partida. Se estima que hasta 2050, cada semana, un millón y medio de personas se mudará a una ciudad (5).
La escala en la economía
¿Por qué en determinados mercados suelen imponerse las grandes corporaciones? La respuesta es la competencia. Las técnicas de elevada productividad suelen exigir cierta escala de producción. Una vez alcanzado dicho umbral, permiten reducir costos (y precios), lo que desplaza del mercado a competidores de menor tamaño. Obsérvese que aquí el tamaño es el resultado de la competencia, no su negación. La escala mínima en cada actividad depende de condiciones fundamentalmente técnicas. En mercados de productos muy diferenciados, como manufacturas de plásticos, maquinas-herramientas, software, vinos de alta gama o restaurantes, la escala no suele ser determinante. El crecimiento de las pymes durante las últimas décadas se explica en buena medida por las estrategias de terciarización de grandes compañías, facilitadas por el desarrollo de las comunicaciones y las tecnologías que simplifican la logística del control a distancia.
Los economistas formados en la tradición marginalista contemporánea, así como algunas interpretaciones marxistas que se remontan a Hilferding y Lenin, por lo general estudiaron una versión empobrecida de la competencia. La interpretan en los términos atribuidos a Antoine Augustin Cournot en los libros de texto, como un ejercicio de maximización que depende del número y tamaño de empresas del mercado. En ese escenario, cuanto más numerosas y pequeñas las firmas, más cerca nos encontramos del ideal de la “competencia perfecta”. Una infinidad de productores diminutos ofrecerían bienes a precios más accesibles que un puñado de grandes compañías. Pero, ¿es realmente así? ¿Imagina el lector una góndola de supermercado con decenas de miles de marcas? ¿El consumidor podría escoger mejor en esta circunstancia? La publicidad prueba lo contrario. Entre otras cosas, tiene como función consolidar la reputación de determinados productos cuando existen asimetrías de información y los consumidores cuentan con posibilidades limitadas de evaluar opciones.
No era este el modo como pensaban la competencia los antiguos economistas clásicos, Marx y los marginalistas tradicionales. Para ellos, la competencia no guardaba ninguna relación con el número ni con el tamaño de las empresas, sino con la posibilidad de entrar (o salir) de un determinado mercado (6). Esta noción, que continúa vigente en autores más recientes como Sylos Labini, Joseph Steindl y William Baumol, puede resumirse de este modo: aquel que tiene poder de mercado, por ejemplo porque dispone de una técnica más eficiente, puede colocar un precio lo suficientemente bajo (o una calidad tan alta) que impida la entrada (o fuerce la salida) de potenciales competidores. Si, por el contrario, opta por fijar precios demasiado elevados (o calidades inferiores), terminará por incentivar la entrada de competidores, al elevar la rentabilidad incluso de aquellos que disponen de técnicas menos eficientes.
Más allá de los detalles analíticos, es empírica y teóricamente insustentable la idea de que el tamaño de las empresas es la causa de niveles de precios superiores. En el enfoque clásico, el número de competidores es endógeno. A mayor rentabilidad, los productores tienden a aumentar. Si el mercado es chico y predominan economías de escala, por ejemplo, no habrá lugar para muchos competidores. Es por ello que encontramos más farmacias, estaciones de servicios o ferreterías en una gran ciudad que en un pequeño pueblo. La entrada o salida de productores variará en función a las eventuales barreras que los capitales deban enfrentar para entrar o salir en cada actividad. Cuanto más elevadas sean las barreras, mayor será el precio límite que podrán fijar los productores aventajados.
Argentina
Sin embargo, muchos analistas económicos argentinos se sienten más confortables con el enfoque cournotiano que valora el tamaño de las empresas. Se argumenta, por ejemplo, que el “capital concentrado” fijaría precios comparativamente elevados de forma persistente. Y al contrario de lo que predicaban los clásicos, la mayor rentabilidad derivada de esos precios no incentivaría la entrada de capitales sino que, curiosamente, promovería su salida… la “fuga” de capitales. Muchos incluso se extralimitan en términos estrictamente cournotianos. No sólo el capital concentrado estaría asociado con niveles de precios mayores. También se asociaría con tasas de variación más elevadas de los mismos, es decir con inflación. De acuerdo a esta mirada, nuestros formadores de precios nunca terminarían de fijar el nivel deseado. En otras palabras, tampoco la microeconomía de manual es compatible con la idea de que la estructura de mercado influye significativamente sobre la dinámica inflacionaria. El monopolista cournotiano fija el precio deseado y allí ajusta su comportamiento dependiendo de la reacción de la demanda. La concepción de que éste opta por subir los precios todo el tiempo en la misma dirección ni siquiera encuentra resguardo en esta tradición.
El ambientalismo radical también hace gala de su fobia por las escalas. Muchos denuncian el impacto de la “megaminería”, dando a entender que los pequeños emprendimientos mineros serían más benévolos con la ecología (7). Pero la idea no se sostiene por cuatro motivos sencillos. El primero: las actividades económicas pequeñas y numerosas son mucho más difíciles de controlar que unas pocas y conocidas empresas. El segundo: las grandes compañías operan con márgenes mayores, lo que les permite absorber costos ambientales con más holgura. El tercero: las grandes corporaciones enfrentan costos de reputación, que resultan irrelevantes para el pequeño productor anónimo. Y el cuarto: los niveles de productividad de las grandes empresas son mayores, lo que equivale a decir que utilizan menos recursos por unidad producida. El uso de la expresión “megaminería” es testimonio, por un lado, del carácter propagandístico de muchas de estas campañas. Y, por otro, es una prueba más de que en términos emocionales lo pequeño es aplaudido y lo grande es considerado un defecto.
Considerando estas cuestiones, ¿cómo se explica la preocupación argentina por las grandes escalas? El motivo es de índole política. La democracia se sustenta en la ilusión de que cada ciudadano vale un voto y que cada voto equivale al de cualquier otro. Sin embargo, exceptuando libertarios y tradiciones afines, pocos realmente imaginan, por ejemplo, que Paolo Roca o Bill Gates dispongan del mismo peso en las decisiones de los gobiernos democráticos de sus países que un ciudadano de a pie. La concentración del ingreso, y en especial de la riqueza, equivale a una concentración de poder. En todos lados preocupa esta tendencia.
Sin embargo, en Argentina esta prevención legítima se confunde con las escalas de producción, cuando no existe una relación inevitable entre ambas. En países más igualitarios, como Japón y los países nórdicos, se aprovechan economías de escalas, y grandes corporaciones controlan porciones significativas de la producción y las exportaciones. La concentración del capital no es sin embargo un impedimento para subas salariales e impuestos progresivos. ¿O acaso las pymes pagan mayores salarios y evaden menos impuestos que las grandes corporaciones? Es necesario distinguir los efectos de la desigualdad sobre la democracia de nuestras muy singulares preocupaciones con relación a las escalas de producción. Más útil que polemizar sobre tamaños sería discutir en qué medida en sectores estratégicos empresas con participación estatal pueden ser convenientes: la decisión del gobierno nacional de capitalizar IMPSA, por ejemplo, va en el camino correcto. Las experiencias de desarrollo económico tardío no se fundan en lo pequeño sino en el poder infraestructural y la capacidad de intervención del Estado.