Cuando la Unión Soviética finalmente logró derrotar al ejército nazi y ponerle fin a la 2da Guerra, Herman Göring no tuvo tiempo de hacer lo que hicieron buena parte de sus compañeros de armas: suicidarse cobardemente. Entre los que prefirieron matarse antes de ser prisioneros se contabilizan 53 generales del Ejército, 14 de la Fuerza Aérea y 11 de la Marina, más el ministro de Educación, el ministro de Justicia, el mariscal de campo y el zorro del desierto Erwin Romell. Todos ellos se quitaron la vida al igual que el mal mayor,  Adolf Hitler (salvo que haya venido a Bariloche). Uno de los capturados con vida fue el ya nombrado Herman Göring, que llegó a ser juzgado por el tribunal de Nüremberg y condenado a morir en la horca. Göring, comandante de la Fuerza Aérea nazi, destinado a ser humillado en la horca.

Los juicios de Núremberg empezaron el 20 de noviembre de 1945 y finalizaron el 1 de octubre de 1946. Foto: Getty.

El jerarca nazi, que creía tener dignidad, pidió no terminar su vida colgado de una cuerda. Quería evitar morir como un criminal común. Pretendía ser fusilado por un ejército mientras él los miraba de frente. Pero no le concedieron su último deseo. Entonces Göring acudió a su secreto mejor guardado: en un frasco de pomada para el pelo tenía escondida una ampolla de cianuro. Dispuesto a morderla hasta sentir el dulzor amargo del veneno, escribió una carta en la que decía:
_ Muero por mi propia mano como el gran Aníbal.

Göring en prisión. Foto: Getty.

El suicidio de Göring fue tomado, por los responsables de su custodia como un fracaso estrepitoso. Como si fuera poco, el criminal nazi tenía cianuro en su poder. Inadmisible. Había que desaparecer todo vestigio que recordara el modo en que Göring había puesto final a sus días. Le quitaron los fragmentos de vidrio de su cara, lo dejaron sin sus ropas y su cuerpo fue enviado a un crematorio en un pueblo olvidado de Münich, en donde se habían incinerados miles de víctimas del nazismo.

Göring en un desfile militar en Alemania. Foto: Getty

Así, las cenizas del genocida se mezclarían con las de sus víctimas: presos políticos, discapacitados, pacientes psiquiátricos y rehenes de los campos de concentración. Göring quedó en medio de todos ellos y sus cenizas fueron tiradas a un río pestilente y oculto. Nadie debía saber el destino final: no faltarían los adeptos al nazismo que irían a rendirle culto.

Pero borrar la historia, la peor historia, no es tan simple. En junio de 2016, un argentino que se ocultaba detrás de una gorra de color negro compró, en subasta, los últimos objetos de Göring, rescatados en aquellos días de 1946. Un gorro de piel, un reloj, un calzoncillo enmohecido. Todo de Herman Göring. El comprador, nacido y criado en Argentina, sentado en la segunda fila de la subasta, sumó a sus compras la última chaqueta militar de Hitler. Gastó más de 600 mil euros. Y entre los objetos que adquirió para exhibir, según dijo, en un museo, también se cuenta el más preciado para los desquiciados nazis: el recipiente de bronce que había ocultado la pastilla de cianuro que Göring trituró entre sus dientes el 15 de octubre de 1946.