Él dormía
El 20 de diciembre de 2001 consumía sus primeras horas. La noche de verano no tenía encanto ni luna. Sí el designio de la tragedia. El hombre encargado de destrozar la economía de Argentina había renunciado después de cumplir con su tarea: los bancos estaban a salvo. Mientras, el otro hombre, el que había sido elegido para gobernar, dormía. El país se incendiaba y él dormía en la quinta presidencial. Él dormía: la imagen perfecta de aquellos dos años de mandato.
Y mientras De la Rúa dormía, a la 1 y media de la mañana del 20 de diciembre, sin entender hacia dónde iba su gobierno, el militar responsable de la custodia de la quinta presidencial se acercó al único hombre del gobierno que estaba despierto a esa hora. El país se incendiaba y todos dormían. Menos él, el encargado del turismo y del deporte. Mal, pero se encargaba. Y a ese hombre, llamado Hernán Lombardi, el militar le anunció:
- Corre peligro la vida del presidente.
Lombardi, que 15 años después volvería a ocupar cargos públicos, creyó que era una exageración, una puesta en escena para despabilar esa noche tortuosa. El militar no insistió: se limitó a mostrarle las cámaras del circuito cerrado que cubría toda la superficie de la residencia de Olivos. Las cámaras mostraban que los policías asignados a la custodia iban abandonando sus puestos. Uno a uno, a los largo de todo el gran murallón que separa al predio de la realidad, los hombres armados iban ausentándose y en su lugar aparecían, colgados del paredón, una pierna afuera, la otra adentro, decenas, cientos, miles (sí, miles) de personas que parecían esperar una orden para invadir la Quinta de Olivos.
No era una película. No era una intervención artística. Era la amenaza más cruenta y real que se le pudiera hacer a un presidente en ejercicio.
La seguridad del país, la vida del presidente estaba a cargo de un militar de turno y del hombre de coordinar el turismo nacional. De la Rúa seguía durmiendo su siesta eterna y los hombres a cargo de su destino tomaron una decisión muy acorde con aquel gobierno. Sin armas y casi en soledad, distribuyeron alto parlantes entre una decena de colaboradores y estas 10 personas caminaron los miles de metros cuadrados bordeando el gran paredón desde donde innumerable cantidad de personas -alguien estimó 3 mil- esperaban agazapados la orden de ingresar.
- Señores, la protesta legítima no es aquí.
- Señores, si ingresan ponen en riesgo sus vidas.
- Señores, hay Estado de sitio.
- Señores, protesten en otro lado.
Horas interminables en que una decena de personas buscaban convencer a los rebeldes para que se fueran del lugar y los rebeldes, todos enfundados en ropas oscuras y a resguardo de cualquier luz, insinuaban apurar un final que era inminente. La organización que demostraban los intrusos dejaba en evidencia que no se trataba de turbas enardecidas y mucho menos ciudadanos descontentos.
Se hicieron las 5 de la mañana. Los mensajes desde los altavoces no descansaban. Los trepados al muro no bajaban. Hasta que el sol empezó a asomar y ya no contaron con la complicidad de la noche. Después de tres horas de riego mortal, de a uno, coordinadamente y en sincronía, los hombres misteriosos trepados al gran muro fueron bajando y perdiéndose en la madrugada de Buenos Aires.
Nadie sabrá jamás si las palabras de Lombardi los convencieron de no cumplir su plan. Lo que sí sabremos es que ni aun con 10 alto parlantes sonándole en los oídos y con un riesgo de muerte inminente, De la Rúa se despertó de su siesta eterna.