No pensé en que debería duelar a un animal, hasta que, hace un mes, se perdió nuestra gata. La buscamos durante días, pegamos carteles, inundamos las redes, pero nada. Por fin una mujer rompió el pacto de silencio: el cuerpo de Pewey había amanecido interrumpiendo el tránsito de la calle el mismo día que se perdió y los habitantes de la cuadra (me cuesta hoy llamarlos vecinos) decidieron meterla en una bolsa y tirarla a la basura. Tenía collar, estaban nuestros datos. Pero un animal es una cosa, habrán pensado, y decidieron desecharlo sin dar aviso. Cuando por fin confirmamos su muerte, luego de días de buscarla en vano, lloré como no esperaba llorar, abracé a mi compañera y a mis hijos y dije cosas que, en otro contexto, me habrían parecido un poco por encima del hippismo: “Era una más de la tribu”. Decir “familia” me parecía mucho.

¿Lloré a Pewey como se llora a un hijo, a un amigo, a un hermano? No. La lloré como se llora a una gata que —aunque en un lugar diferente en el catálogo de especies— ocupaba un lugar en mi red de afectos. Y no necesité dotarla de cualidades humanas para eso. Era gata y se comportaba como tal, por eso nos queríamos.

No esperaba escribir esta nota en primera persona pero  estoy duelando. Y cuando escuché la expresión familia multiespecie quise saber de qué se trataba; si la mía era una o no, si había perdido un pariente o una mascota. Me reservo las respuestas personales, pero confirmé que la expresión nos hace picar justo en la idea que tenemos de “familia” y en la manera en la pensamos y vivimos la relación con los animales.

“Las familias multiespecie son una expresión más del cambio que también se muestra en lo legal cuando se reconoce a los animales como sujetos de derecho. Está claro que no hay una sola manera de cuidar y querer a los animales con los que convivimos”, explica Marisa Morales, psicóloga y docente de la UNC a cargo de la materia Fundamentos y modalidades de la violencia interespecie, de la carrera de psicología. 

El concepto cobró notoriedad pública en 2021 durante un juicio oral contra un policía de Chubut por el asesinato de la perra Tita, ocurrido en marzo de 2019. Cuando el juez le preguntó a la cuidadora de Tita, cómo estaba compuesta su familia, ella dijo que la suya es una familia multiespecie, que incluye a su pareja, sus hijos, sus dos perras y su gato. El sargento Elías Saavedra fue condenado a un año de prisión por abuso de autoridad por el asesinato de la perra. El fallo consideró a Tita como “sujeto de derecho” y “persona no humana”, y se aceptó el principio de que el animal es “un ser sintiente y parte integrante de una familia multiespecie”.

Cuando se habla de “familia multiespecie” se suele creer que se trata de familias que reemplazan a los hijos por perros, gatos, canarios, chanchos o cualquier otro ser vivo de otra especie. Pero no. “Las familias tenemos una serie de organización a partir de reglas donde los adultos asumen ciertas funciones y los miembros no adultos asumen otras. La incorporación de un animal de compañía dentro de un grupo familiar, algunas veces, sigue exactamente esos mismos patrones: no hay vínculo de consanguinidad, no comparten la especie, pero las funciones y las reglas siguen estando”, dice Marisa.

En la Unión Europea se estimó que el 26% de los hogares tienen al menos un animal, en Estados Unidos el 57%, y en Argentina, hay animales en el 80% de los hogares. Los datos los aporta Marcos Díaz Videla, doctor en psicología dedicado a la antrozoología, el estudio del vínculo entre humanos y otros animales. Díaz Videla sostiene que también la intensidad relacional ha crecido: “En países de cultura occidental, alrededor del 90% de las personas consideran a sus perros y gatos como parte de la familia y con frecuencia se refieren a ellos como bebés o hijos, y a sí mismos como padres”.

Para él, no es lo mismo hablar de familias que tienen animales que familias multiespecie. En las familias multiespecie la cosa va más allá del lenguaje. “La incorporación de animales implica una transformación familiar. O sea, integrar a ese animal conduce a un proceso en el cual la familia tiene que reestructurarse, cambiando reglas, rutinas y rituales. Claro que el animal es socializado y educado para cumplir ciertas normas previas, pero también, la familia debe hacer cambios para poder incluirlo, y estos cambios se hacen en interacción con el animal — explica—. De modo que el animal no acata pasivamente la organización preexistente, sino que la negocia activamente. Reconociendo las expresiones e intereses que los animales manifiestan, las familias modifican, por ejemplo, espacios en el hogar, el destino de vacaciones, los horarios, las salidas, etc”.

La historia de Mayra y su familia multiespecie

Es el caso de Mayra Sánchez, escritora, psicóloga y vecina de barrio Jardín. En la puerta de su casa hay un cartel que dice: “Cuidado con la dueña del perro”. Cuando suena el timbre atropellan la entrada, no uno sino seis perros. Mayra llegó a tener decenas. Los perros conviven con Salem, una gata Carey (negra con manchas pardas). “Todos deberíamos tener un perro que te adore y un gato que te ignore”, dice.

La casa está totalmente adaptada para la familia: hay orificios en las paredes que hacen de puertas para que los animales puedan entrar y circular con independencia, no hay cortinas ni muebles que puedan romperse, la cochera tiene calefacción porque es la habitación de los animales, y el patio está dividido en tres: para cavar, para usar de baño y tener plantas que no pueden romperse.

Mayra no tiene hijos y tampoco les dice hijos a sus perros. Pero es desafiante en la comparación: “Si hijos es una función social en la que una pone recursos, amor, tiempo, dedicación, esfuerzo, si, son mis hijos. Y recibo de ellos amor, tiempo, funciones de cuidado de la casa”.

Como tener hijos, también implica una inversión. “Es hasta más barato que tener hijos”, bromea. “Pero la diferencia entre la gente que tiene mascota, o un perro como alarma, es que, en una familia, para que ingrese un nuevo ser, tiene que haber recursos disponibles: económicos, amorosos, temporales -dice-. A un perro que no es parte de una familia, vos le impones absolutamente todas las pautas. Cuando hay una familia, hay pautas de interacción por las cuales vos modificas tu vida y modificas la de ellos. Como en cualquier familia”.

Mayra tiene una empleada que colabora con el orden de la casa y que fue elegida según estrictas pautas de relaciones con animales. Los sistemas de limpieza se modifican en una casa con animales. “Todo tiene que poder meterse al lavarropas”, dice.

Los perros pasean una hora por día en grupos de a tres o dos, definidos por los ritmos de caminata según si son más jóvenes o más viejos. Las vacaciones, hasta hace poco, eran en lugares donde Mayra podía llegar con sus animales. Ahora alguien de confianza cuida la casa. 

En 2016 Mayra publicó “Doña Gómez, biografía no autorizada de una gata desquiciada”. La novela, editada por Raíz de Dos, está narrada por dos voces, una de ellas es la de una gata que, en breves monólogos interiores, sarcásticos, irónicos, mira al resto de los animales de su casa como si fueran sus mascotas. Doña Gomez murió hace pocos años.

Le pregunto a Mayra sobre su relación con la muerte, dado que sus familiares tienen un ciclo vital mucho más corto que el suyo. “Lo más difícil de la muerte de un animal es decidir el momento de darle la inyección letal cuando ya están mal”, dice. “Pero yo no pretendo alargar la vida a nadie. Nos despedimos y seguimos”, agrega.

25 perros y tres chanchos

De fondo se escuchan perros. Muchos perros. “Veinticinco”, aclara Natalia por teléfono, desde su casa en Valle de Paravachasca. Natalia y su pareja amoldaron su vida y su casa a los animales con los que conviven. Tuvo, hasta no hace mucho, chanchos de la raza minipig: Naruto, Flora y el hijo de ambos, Itachi. Cada uno pesaba en promedio 65 kilos. “Son una raza que demanda mucha atención y cariño. Se aburren fácil y cuando se aburren a veces comienzan a romper cosas”, dice Natalia.

Itachi llegó a dormir en la cama con ella. “Cuando pedía mimos presionaba la nariz en los talones, para que le rascaran la panza se tiraba al piso como los perros, porque había sido criado con ellos”, recuerda. Los cerdos fueron rescatados de situaciones de maltrato. Natalia los educó, alimentó y los incorporó a su gran familia. 

Itachi se crio junto a los perros.

“Argentina está muy atrasada en materia de derecho animal. Según el Código Civil de 2015, siguen siendo una cosa”, explica María Eugenia Sánchez, integrante de la Sala de derecho animal del Colegio de Abogados de Córdoba. La modificación histórica del Código Civil, cree ella, era el momento indicado, pero no ingresó en la reforma. “Hay fallos judiciales sobre casos puntuales, como el de la perra Tita o la orangutana Sandra, que los considera seres sintientes o personas no humanas. Fuera de eso, también está la mal llamada Ley Sarmiento, que les dio rango de víctima, y poco más”, explica.

En todo el mundo, una persona jurídica es un ente susceptible de adquirir derechos y contraer obligaciones. Es obvio que los animales no pueden contraer obligaciones, pero no son los únicos.

En su trabajo, María Eugenia Sánchez atiende numerosas consultas de parejas que, una vez disuelta la relación, buscan establecer acuerdos de mediación para seguir en contacto con el animal de compañía. “A veces se acuerdan mantenciones con dinero o con especies, por ejemplo, bolsas de comida”, explica.

Jugar con la comida

Pienso en los chanchos de Natalia. Pienso en los que había en mi casa de la infancia en el campo, que terminaron siendo comida. Busco el dato: en junio de 2023 el consumo de carne en Argentina alcanzó los 50,8 kilos por persona, según la Cámara de la Industria y Comercio de Carnes y Derivados de la República Argentina (Ciccra). La producción vacuna, porcina y avícola es uno de los principales pilares productivos de la economía. No soy vegano, ni busco resolver el dilema. Pero me inquieta pensar cómo interactúa el paradigma que entiende a los animales como sujetos con derechos con un sistema económico que los entiende como un bien bien de compra y venta.

Y aunque todavía me alimento de (algunos) animales, puedo imaginar una secuencia de mi vida a partir de los que me acompañaron. Cada perro, cada gato, fue diferente al anterior. Y si fueron diferentes, es porque ellos también exigieron un tipo de vínculo distinto. Antes se les decía “mascotas” ahora hay expresiones nuevas.

Itachi, de viaje en el auto.

Desde la concepción del respeto a otras especies y del derecho animal, resulta incorrecto decir “mascota” porque se asocia a su sinónimo: “talismán”, una cosa que tan solo da suerte, que se puede poseer; y deberíamos decir en su lugar “animal conviviente”, o “animal familiar” o “animal del afecto”. Tampoco se habla ya más de dueños de los animales, sino más bien de “tutores o cuidadores responsables”.

En alguna medida, permite pensar la relación con los animales más allá de los parámetros normativos de familia y de lógica de la “falta” para pensar lo discordante. Si sos esto es porque te falta lo otro. Por ejemplo, una persona sin hijos que tiene una relación especial con su animal, solemos pensar: “Es porque no tiene hijos, o pareja”. La idea de familia multiespecie propone pensar tramas de afectividad más allá de los órdenes normativos, pensando en lo que se compone a partir de nuestra relación con otras existencias”, sostiene María Eugenia Sánchez.

Aunque están, también, quienes los llaman “perrihijos” “gatihijos”. Para el especialista Marcos Díaz Videla, es una trama compleja y simple a la vez. En un artículo, sostiene que “los humanos somos criadores destacados, tenemos una predisposición innata a dar cuidados”. Dice que “el modo cuidador se activa a partir de detectar ciertos rasgos característicos de los bebés, los cuales se denominan “esquema infantil”: cabeza grande, cara redondeada, frente alta y prominente, ojos grandes, nariz y boca pequeñas. O sea que cuando percibimos estas características, nuestro cerebro interpreta inmediatamente que se trata de una cría y que necesita de cuidados” y, aunque conscientemente sepamos que no se trata de nuestra descendencia, ni siquiera de un miembro de nuestra especie, “la atracción también se activa enérgicamente dando lugar a lo que se conoce técnicamente como ‘respuesta a lo adorable’”.

Por otro lado, aporta en otro artículo, “se ha identificado al sistema de oxitocina como la base neurohormonal de vinculación madre-cría. Curiosamente, luego de interacciones positivas con nuestros animales, ambos experimentamos incrementos en los niveles de oxitocina, tal como una madre con su bebé”.

Para muchos, la relación con sus animales es el gancho con sentimientos de cuidado, de compañía y de amor. En muchos casos, es el único lazo que los une con esos sentimientos. Es de esperar, entonces, que el duelo por la pérdida de un ser vivo que acompaña nuestras vidas es igual en todos los casos y no depende de la especie si no de la intensidad del vínculo y de lo que depositemos en esa relación.

El problema de las familias son los adjetivos. Ensambladas, homoparentales, monoparentales, disfuncionales, multiespecie, etc. En términos estrictos, si pienso en las definiciones de los especialistas, la mía no es una familia multiespecie pero sí, seguramente, una familia con animales. Y ahora falta uno. Lo siente Ciruela, la perra, y lo sentimos los humanos. Como si ocupara más lugar la ausencia que el cuerpo delicado y felino de Pewey. La tristeza, escribió alguien, es la muerte de un gato.