Gladiador Blanco: los Nores Martínez y las diez razas cruzadas para crear el dogo argentino
Esta es la historia de un animal, el origen de una raza de perros. Sus padres fueron dos hermanos Nores Martínez que mezclaron 10 razas para hacerlo. El dogo habla de Córdoba: sus años de riñas de gallos, peleas de perros y la caza en los montes como paseo de domingo.
Cuando Alexis y Max caminan por el centro de Córdoba, la gente se hace un lado. Se sienten amenazados. Max camina torpe. Resalta por su color blanco y su contextura. Tiene seis meses y pesa como un chico de siete años: 25 kilos.
Alexis, su dueño, dice que la Policía ya lo paró tres veces. “Te lo voy a tener que confiscar si no tenés los papeles”, le dijo un uniformado que parecía más fascinado que preocupado por el animal. Cuando Max pese 35 kilos, va a tener que salir a la calle con bozal. Ahora es la única compañía para Alexis en su departamento de un ambiente. Su cucha es una enorme manta polar extendida junto a la cama, frente de la mesita de luz.
El espacio le quedará chico. Max va a seguir creciendo pero Alexis no ve un problema en eso. Es una compañía segura.
Parientes lejanos de los lobos, los perros mantienen una relación con las personas que supera los 15 mil años. En el mundo existen más de 400 razas y en Córdoba, noventa y cinco años atrás, se inventaba una: el dogo argentino.
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El cordobés Antonio Nores Martínez estudiaba medicina cuando empezó a imaginar una nueva raza canina que veinte años después, en 1947, llegaría a concretar. De su papá, Antonio Sixto, había heredado dos cosas: el nombre y la pasión por la cinogenética, la rama de la genética que estudia las razas. De chico, solía llevarlo a cazar por el monte, junto a su hermano.
Antonio quería un perro de caza ideal. Para lograrlo, cruzó genéticas diferentes con la función requerida de cada uno.
El dogo es una derivación del “perro de pelea cordobés” un ejemplar producto de una mezcla de razas, pensado para tolerar el dolor y pelear hasta la muerte. Aquel objetivo se cumplió hasta el punto que se extinguió. En él, Antonio encontró la base para su perro. Con sangre criolla, española, inglesa, francesa y alemana nació el dogo argentino. Su propio perro de raza perfecta.
Perfecta para cazar.
Una familia con historia
Nores Martínez es un apellido con estirpe. El padre de Antonio fue senador en 1907 y el ideólogo de formar un Partido Católico en Córdoba donde el clericalismo ya comenzaba a tener una fuerza en la vida pública de la ciudad.
Años después, siendo un médico reconocido fue elegido rector de la Universidad Nacional en un momento de rebelión. La reforma estudiantil de 1918 lo encontró como el referente del sector antirreformista respaldado por el Obispado y el Comité Pro Defensa Universitaria (CPDU), un grupo numeroso de estudiantes católicos que rechazaban la postura anticlerical y la profunda combatividad de la Federación Universitaria de Córdoba (FUC), el gremio estudiantil que luchaba por la reforma.
En este conflicto, el rector Antonio Sixto Nores contaba con propaganda propia. En 1858 había creado un diario con el apoyo del Arzobispado, lo llamó Los Principios y se lo conoció como “el diario de los curas”. El medio de prensa actuó como la voz oficial del discurso católico en la ciudad durante los episodios universitarios.
Su hermano Rogelio gobernó Córdoba durante la intervención federal del presidente radical José María Guido. Tiempo después también fue rector de la Universidad Nacional y presidente de la Asociación Cristiana de Dirigentes de Empresas por ser director del diario Los Principios. Una calle de la ciudad lleva su nombre.
Agustín, otro de sus hermanos, un abogado con fuerte militancia, fue nombrado embajador en Canadá durante el primer gobierno de Perón. Formó parte de la resistencia peronista en Santa Rosa en La Pampa cuando se produjo el levantamiento de militares sublevados junto con civiles en 1956 contra la Revolución Libertadora que había derrocado a Perón. Fue la única ciudad donde el levantamiento logro tomar el gobierno pero duró poco ante el fracaso en el resto del país. Lo detuvieron días más tarde y lo condenaron a tres años de prisión. En la década del ’70 formo parte del Juzgado Federal en la ciudad de La Plata.
Una sobrina de Nores, María Pilar, llevó la estirpe familiar a lo más alto de un país latinoamericano. Economista, fue primera dama de Perú en dos oportunidades. La primera en 1985; la última en 2008, cuando se separó.
Cercanos al poder político y religioso, los Nores quizás pensaban pasar a la historia por otras razones, aunque al final de cuentas su principal legado es haber creado una raza de perros.
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José Luis Nores Arrambide es sobrino del creador. Tiene nueve dogos en total; dos hembras adultas, un cachorro y seis crías recién nacidas.
“Hermoso pelaje y lindo cuero”, dice su vecino sentado en una camioneta 4x4. José Luis se acerca al vehículo, levanta y sostiene panza arriba al dogo cachorro, hablan de su morfología. Lo tocan, lo miran. Le pregunta si sabe cómo fue la cruza de sus padres. El perro se sacude y el dueño lo devuelve al suelo.
–¡Branco vení para acá! ¡vení para acá Branco! –grita José Luis–. Pasa que es medio boludón todavía, tiene 4 meses.
Vista a 100 metros, Welly es alta como un potrillo. “Tiene la estatura de un macho”, dice su dueño mientras pasa la mano por su hocico. La perra tiene el lomo ancho, la cabeza del tamaño de una pelota de vóley, una mirada honda de ojos oscuros –negros, achinados– resalta en su pelaje. Sus orejas terminan en una cicatriz áspera, señal de que fueron cortadas. Camina despacio y sus muslos se mueven al compás como la cintura de un guepardo.
La Quinta Santa Isabel es un barrio residencial de 36 hectáreas conocida como “Quinta de los Nores”. A cinco minutos del centro, si se va en auto. Visto de afuera parece sólo un bosque de eucaliptos pero adentro hay más de 40 casas con grandes terrenos. El cauce del río La Cañada atraviesa el ancho de la quinta, surcando la cuna del dogo.
–Los perros son garantía de tranquilidad en mi casa, no tengo ninguna llave salvo la del portón. –dice José Luis–. No entra nadie, la gente les tiene miedo. A unas cuadras hay tres villas miserias: La Lonja, Barrio Suárez y Costa Cañada que son terribles, ahí no podes entrar ni de día ni de noche, ni la cana entra.
Pensado originalmente para cazar, el dogo fue convertido en sistema de seguridad de la misma quinta que lo vio nacer y permite a su dueño mantenerse alejado de lo que considera peligroso y marginal.
Algo similar buscaba Agustín Nores, hermano del creador, cuando fue Juez Federal en La Plata en 1974. “Andaba con un perro y estaba histérico de los nervios, iba calzado a todos lados y listo para defenderse cuando los guerrilleros lo quisieran matar” explica José Luis.
Luego de que Perón rompiera públicamente su vínculo con Montoneros, la amistad de Agustín con el general lo mantuvo en riesgo y amenazado hasta que cayó el gobierno. En su juzgado se tramitaban causas que afectaban a grupos guerrilleros.
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El perro dogo no sólo debía tener la fuerza de un toro, tenía que adaptarse a diversos climas y zonas: desde los calurosos montes santiagueños al frío de Esquel, resistir a las espinas de las sierras cordobesas y a las estepas secas del bosque chaqueño. Debía tener la fiereza necesaria para ajusticiar al zorro colorado que devoraba terneros y también al jabalí capaz de destrozar una hectárea de maíz. Necesitaba tener garras para pelear contra un puma, agilidad para correr al pequeño pecarí e inteligencia para no alardear la caza: vigilar el campo en silencio y sólo ladrar al encontrar la presa.
Su creador lo definió como “un gladiador blanco, con rusticidad, equilibrio, olfato, agilidad, y una decisión para el combate que lo lleve, de ser necesario, a perder su propia vida”.
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Era la tarde de un domingo cuando surgió la primera idea. Los hermanos Antonio y Agustín volvían con su padre de la quinta familiar Santa Isabel. Estaban ahí y decidieron salir en el auto –uno de esos viejos con estribos metálicos–. El animal que tenían, un perro de pelea cordobés, “se prendió furioso del estribo del auto” recuerda José Luis. El animal estaba tan enceguecido que no tuvieron forma de soltarlo. Entonces volvieron a la casa por unos mates a la espera de que se cansara.
–¿Por qué no tratan de hacer algo útil en base a este perro tan valiente pero tan inservible salvo para pelear? –les dijo su papá.
Los hermanos compartían colegio y el gusto por los perros. A los dos les encantaba pelear, practicaron boxeo en el Córdoba Sport Club y Antonio era experto en Jiu-jitsú –una variedad de lucha similar al judo.
–Lo primero que hicieron fue dibujar el perro –cuenta José Luis.
Antonio Sixto, aparte de la idea, les cedió a sus hijos un equipo de rayos X para trabajar en los experimentos. “Tenían entre 40 y 50 crías todas dispersas, entonces les sacaban radiografías a los cráneos y las comparaban con el dibujo”. Necesitaban una cabeza con ciertas características: mandíbula grande y fuerte capaz de cuartear los cueros más duros pero con plasticidad en su hocico para respirar en plena lucha, y una dentadura cuadrada para sujetar a la presa.
En 1947 y después de tanto experimento la raza empezó a definirse. Sólo quedaba mostrarlo. En el Club de Españoles en Morón, un ejemplar de los Nores Martinez, el Chino, se probó cara a cara con un toro negro criollo.
Pese a la fractura de fémur, el perro resistió y se prendió de la nariz del toro que terminó arrodillado sin resistir el dolor. Todo terminó en una fiesta para el público español. Vieron la fiereza del nuevo perro argentino, un matador como los toreros de las plazas de España con el estoque filoso pero esta vez la sangre no estaba en la mano de un hombre, sino en la boca del perro.
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Horacio Rivero vivió desde adentro el nacimiento de la raza. Su padre era amigo de Antonio.
–Lo nuestro siempre fue tener un perro para cazar, éramos pibes de 20 años y nos prendimos en esa. Una locura, nos íbamos en chata hasta Arroyito y volvíamos con los chanchos arriba del techo.
Dice y asegura que jamás le interesó hacer de los perros un negocio. Criar dogos para vender se volvió una industria que tiene su lado pirata como las películas taquilleras.
–Te venden cualquier cosa –dice Horacio mientras se pellizca la cara–, perros con labios y ojos caídos que no parecen dogos.
Horacio es abogado y ahora caza muy poco. Hace unos años escribió el libro “El dogo argentino que yo viví”. Parte del material son videos que muestran las pruebas de lucha a las que era sometido el animal.
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En los ’70, el Club del dogo Antonio Nores organizaba entrenamientos en Monte Cristo, un pueblo cercano a Córdoba.
–Esas pruebas nos ayudaban a seleccionar los mejores reproductores sin preocuparnos tanto por la estructura morfológica.
Dice Horacio. También recuerda que el predio fue cedido por la familia Bustos Fierro (otra familia tradicional ligada al Poder Judicial cordobés). Allí construyeron corrales y jaulas para los jabalíes que traían desde San Luis y La Pampa.
Un video muestra cómo la gente se agolpa para ver pelear al dogo. Se trata de una prueba contra un puma. El felino quieto, perplejo, está dentro de lo que parece una jaula de kick boxing. El dogo en dos segundos corre y ataca, queda encima del puma que con su espalda en el piso intenta sacárselo a manotazos.
El perro muerde y sacude su cabeza muy rápido, sus piernas están clavadas en el piso. Pasan unos minutos y dos hombres retiran al perro que intenta soltarse para volver a atacar. Su cara está llena de sangre. El puma, sentado sobre sus patas, respira lento y pausado. Su rostro está rajado.
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En países como Reino Unido es ilegal poseer dogos sin permiso judicial. En Nueva York están prohibidos en los departamentos. En algunos estados de Alemania se paga un impuesto por tener perros de caza de este tipo. El gobierno australiano prohibió la importación de la raza.
En Argentina la caza deportiva sigue vigente. Una jornada de cacería de jabalí con perros en La Pampa se paga bien. Si la caza tiene éxito, llevarse un chancho cuesta extra. En julio, la “Asociación de cazadores con jauría a puro dogo y cuchillo” organiza la competencia anual de caza mayor de jabalí.
En Los Cisnes, un pueblo al sur de Córdoba, hay una plaza con un monumento al dogo. La estatua es un perro de cola erguida y con la vista en el horizonte.
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–La verdad que te recibo pero no quería hablar.
Jorge Funes está sentado detrás del mostrador del hotel del que es conserje. Aparte de este trabajo, cría y vende dogos para la estancia de los Nores Martínez. En 2015 fue jurado en Bulgaria del International Dog Show, la exposición de dogos más importante del mundo.
– ¿Pasó algo por lo que no queres hablar?
–No me llevo bien con la prensa. Circuló un video de una cámara oculta y pusieron un perro cualquiera atacando un búfalo en la banquina de una ruta. Dijeron que era un dogo. Estaba todo editado y quedamos pegados. A partir de eso muchos proteccionistas nos empezaron a cuestionar.
Jorge entra en YouTube y busca: Animal Planet Dog. Está orgulloso porque el canal podría haber elegido cientos de maneras para contar qué es el dogo, pero mandó un set de filmación entero a la estancia donde trabaja y ese material le sirve de marketing.
–El dogo si no ataca cuando ve un puma o un jabalí no es un dogo. Podrá ser atlético, musculoso, pero si no tiene ese instinto no sirve.
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En un discurso en la Sociedad Rural, hace casi 70 años, Antonio Nores Martínez afirmaba: “Al propulsor de una idea se le puede tolerar que se embandere en ella porque la pasión es el motor, es la fuerza propulsiva de las ideas. Las ideas que nacen sin pasión nacen muertas. Por eso la historia de la humanidad es la historia de la pasión humana, la biografía de sus grandes figuras es también la biografía de sus grandes pasiones”.
En su última tarde de cacería, Antonio fue acompañado por su amigo Esteban Gergich –armero y perito balístico– a los campos de Cañada de Luque. Según el diario Los Principios, cuando encontraron sus cuerpos, las armas de caza estaban intactas y sólo les faltaban los relojes y plata.
El día del sepelio, el diario La Voz del Interior mostraba su pesar. “Una conmoción profunda ha producido en todos los círculos de Córdoba (…) el inesperado fallecimiento del doctor Antonio Nores Martínez, víctima con don Esteban Gergich de un hecho delictivo. Es que el doctor –por sobre todas las cosas era de un magnífico y magnánimo corazón– había sabido captarse el afecto colectivo por su llaneza, su integridad, hombría que jamás desmintió en el terreno de los hechos”.
En un monumento de piedra en el lugar donde murió se lee: “Amó la cirugía y fue su artífice. Gustó del campo y fue su mártir. Amigo, selva y este silencio cristiano elevan un himno a su memoria”.
Antonio tuvo una vida corta e intensa, murió a los 47 años. En ese tiempo estudiaba para crear una raza de caballos. El reconocimiento oficial del dogo por la Federación Cinológica Argentina e Internacional llegaría unos años después.
Con la misma paciencia que los hermanos Agustín y Antonio Nores tradujeron, palabra por palabra, el libro francés de razas de 398 páginas, hoy en Alpa Corral, a 200 kilómetros al sur de Córdoba, en una enorme estancia, familiares suyos cuidan la sangre del apellido ilustre. La sangre pura del perro dogo.