Por el medio de la selva, abriéndose paso en la espesura −harapientas, famélicas. Desgreñadas, casi arrastrándose− avanza un pequeño grupo de mujeres.

Al verlas, uno de los hombres del lugar corre hacia el poblado. Traspirado y jadeante se planta ante Domingo Martínez de Irala, gobernador del Paraguay, y le dispara la noticia.

Hace rato que las dieron por muertas, pero solo escuchar al mensajero, el gobernador sabe que son ellas. Se pone sus mejores galas y sale a recibirlas.

La reconoce enseguida. Unos pasos adelante del grupo, con la frente alta, el cuerpo firme y los brazos cruzados sobre la cintura, majestuosa y severa, marcha Mencía Calderón, la única Adelantada del Río de la Plata que después de caminar más de 1.000 kilómetros al frente de un contingente en el que se destacan las mujeres (la primera expedición de mujeres españolas a América), ha llegado hasta ahí. Huyendo de la prisión donde fueron retenides durante años por el gobernador de Brasil cuando desembarcaron en este continente.

Al tiempo de tocar tierra, en una precaria choza de la isla de Mbiazá, la hija mayor de Mencía, María (casada con Hernando de Trejo, uno de los integrantes de la expedición) había tenido un hijo: Hernando, años más tarde obispo de Tucumán. Y fundador de la Universidad Nacional de Córdoba.

Algo de alegría en medio de tanta tragedia.

No es el único nieto famoso de Mencía. Un hermano del obispo, Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, hijo de un nuevo matrimonio de María al quedar viuda, fue el primer gobernador criollo de estas tierras.

Mencía Calderón terminó sus días en Asunción. Nunca llegó hasta el Suquía. Pero permítanme incluirla en esta saga de Mujeres de Córdoba porque sin su intrepidez (recuperada por creaciones literarias en las que se sostienen estas líneas) otra hubiera sido la historia −si es que hubiera sido− de nuestra Universidad Nacional.

Con un grupo de medio centenar de mujeres de ‘buenas familias’ castellanas (ella misma pertenecía a la nobleza), muchas casamenteras, Mencía Calderón se había preparado para acompañar a su marido Juan de Sanabria rumbo a América como tercer adelantado del Río de la Plata. Pero el hombre murió antes de embarcar.

El presidente del Consejo de Indias nombró heredero de los títulos de adelantado a Diego, hijo de un matrimonio anterior de Sanabria, aunque Mencía se hizo cargo de cumplir con los compromisos del esposo muerto. Diego era muy joven y no parecía apurado en ponerse al frente de la expedición.

La Iglesia presionaba a la corona para que impusiera orden en el ‘Nuevo Mundo’. Los conquistadores asentados en Asunción habían convertido el lugar en un ‘paraíso de Mahoma’: algunos tenían para su uso unas veinte, treinta y hasta cincuenta mujeres originarias. Como harenes. Los curas estaban espantados. Querían poner freno al mestizaje.

Pero también preocupaba a la corona la competencia de los portugueses que al menor descuido violaban los límites acordados en el Tratado de Tordesillas y avanzaban sobre las tierras ocupadas por los españoles.

Al frente de 247 hombres y 53 mujeres, el 10 de abril de 1550 Mencía zarpó del puerto de Sanlúcar de Barrameda. Tenía 33 años. Iba con sus hijas. María, de 14 años. Mencíita, de 12, y la Pequeña de 6. Diego, 16, se les uniría más adelante.

Las desgracias comenzaron enseguida. Un huracán los sorprendió a la altura de África y cuando pudieron continuar viaje un barco de corsarios franceses les salió al cruce: dicen las crónicas de la época que respetaron a las mujeres (hmmm) pero arrasaron con todos los víveres.

Sin agua para tomar ni comida, pronto la Pequeña Sanabria y su amigo Angelillo, el grumete, murieron de hambre: envueltos en paños, sus cuerpos fueron arrojados al mar.

A pesar de tantas penurias, en diciembre de 1550 Mencía llegó a la isla de Santa Catalina (Florianópolis), y fundaron San Francisco (hoy Sao Francisco do Sul). Les sobrevivientes estaban tan maltreches que aceptaron la hospitalidad del gobernador de Brasil, Thomas de Souza, aunque poco tardaron en darse cuenta de que en realidad, eran prisioneres. Contra la opinión de algunos varones de la expedición, Mencía rechazó las supuestas gentilezas del portugués y se recluyó en un extremo de la isla hasta que lograron pedir ayuda a España y recuperaron la libertad.

En esas circunstancias nació el futuro fundador de la Universidad Nacional de Córdoba en tanto que Diego Sanabria, el hijastro de Mencía, logró llegar al continente pero murió al enfrentarse con habitantes originarios.

Libre de los portugueses, Mencía inició la marcha hacia Asunción. Cinco meses interminables soslayando enfermedades, ataques de los lugareños, amotinamientos, insectos y víboras venenosas. Del contingente que cinco años antes había partido de Europa, al final del viaje solo quedaban 21 mujeres y 22 varones.

Al temible gobernador Irala no le simpatizó saber que la corona mandaba un nuevo adelantado a imponerle órdenes, pero lo excitaba la avanzada de Mencía y sus mujeres.

Bienvenida seáis a esta tierra, noble señora, la recibió entonces, calzadas sus mejores botas, intentando recuperar buenos modales. Todo el pueblo acude a recibiros, le dijo, entre el griterío emocionado de la gente.

Mencía rechazaba la promiscuidad de los conquistadores. La brutalidad del gobernador. Pero… jugarretas de la vida, a pesar de tanto desdén se enamoró. Vivieron su pasión hasta que otra vez la tragedia: Irala enfermó de golpe y murió a los pocos días.

Conocí a Mencía Calderón por la escritora riocuartense Susana Dillon que hace más de veinte años la incluyó en ‘Mujeres de América’. En el mismo libro, Mencía, y Luisa Martel de los Ríos, la esposa de Jerónimo Luis de Cabrera.

Mientras lentamente Luisa Martel va saliendo del anonimato (los libros de historia ignoran a la compañera de Jerónimo Luis de Cabrera, lamentó en feisbuk Mabel Pagano, autora de ‘Malaventura’, atrapante novela que recrea su epopeya), Mencía Calderón es casi desconocida en Córdoba.

Mencía Calderón y Luisa Martel fueron parte de la conquista genocida de América, me advierte mientras escribo esto un colega estudioso de los pueblos originarios. Enorme mi desasosiego entonces, admirarlas. Por su coraje, que una historia habitada casi exclusivamente por varones silenció. Y en estos días en que ha cumplido 410 años, deseando que la Universidad Nacional de Córdoba en algún momento recuerde a la abuela de su fundador.