1936. En España estalla la Guerra Civil. Un joven, que soñaba con ser arquitecto pero apenas era albañil, que soñaba con la anarquía pero que tenía que soportar el terror de Francisco Franco, queda atrapado en su casa, puro escombros, por las bombas del falangismo. Alejandro Campos Ramírez no sólo no puede salir porque las ruinas le impiden el paso. No puede salir porque esas ruinas y esas bombas del falangismo lo hieren en una pierna y esa pierna herida ya no se recuperará jamás.

En el hospital, Alejandro Campos Ramírez es uno de los tantos heridos por la guerra y el fascismo. Buena parte de quienes lo acompañan en las camas de desválidos son niños que saben que ya no podrán volver a caminar. Él, amante del fútbol y que no lo podrá jugar nunca más, siente compasión por los que están como él, tan pequeños y alejados de por vida del deporte. Y piensa: 
- Si existe el tenis de mesa, ¡también puede existir el fútbol de mesa! 

En el mismo hospital, Ramírez consiguió unas barras de acero y un carpintero vasco refugiado, Javier Altuna, le torneó los muñecos en madera. La caja de la mesa la hizo con madera de pino y la pelota con un buen corcho catalán, bien aglomerado. Eso permitía buen control de la bola, detenerla e imprimir efectos: el remolino, por caso, que en los últimos años alguien buscó prohibir en Argentina. 

En el marco de la criminal Guerra Civil española, Campos Ramírez creó el futbolín, conocido en Argentina como el metegol.

El invento no lo dio ni éxito ni fama ni dinero. Más bien, todo lo contrario. Sufrió cárcel, debió exiliarse y en México fue parte de la bohemia y de la cultura universal siempre presente en tierras aztecas. También cambió su nombre: Alejandro Campos Ramírez pasó a llamarse Alejandro Finisterre, en honor a su lugar de origen.

En 2007, poco antes de morir, le preguntaron a Finisterre, el anarquista que inventó el metegol, acerca de los nuevos juegos electrónicos y la posibilidad de que la  Play Station desplazara a su invento. Lejos de las miradas apocalípticas que condena a todo lo nuevo por su supuesta condición de destructor del presente, Finisterre respondió: 

- Yo creo en el progreso: hay un impulso humano hacia la felicidad, la paz, la justicia y el amor, ¡y ese mundo un día llegará!.
Él, Finisterre, era así: creía que jugaba, pero hacía poesía.