Un pueblo, un grupo de amigos y 112 balas policiales
Lo que parece estar operando en esas interacciones entre policías y chicos de un barrio o pueblo son aquellas provocaciones que calan en masculinidades hegemónicas construidas, dice la antropología Malena Previtali.
El 8 de mayo se estrenó el documental “Un pueblo sin Joaquín” en el Museo de Antropologías de la UNC. Dicho audiovisual fue dirigido por Daro Almagro y es producto del trabajo colectivo entre la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, los SRT y el Núcleo de Antropología de la violencia, muerte y política del Museo de Antropologías. El documental muestra cómo era la vida en Paso Viejo para un joven como Joaquín Paredes, y cómo es para sus familiares y amigos continuar la vida con la marca que dejó su asesinato en manos de la policía.
En algunas notas periodísticas que nos hacían distintos medios en días previos al estreno del documental nos preguntaban por qué habíamos elegido retratar el caso de Joaquín Paredes por sobre otros casos. Ante esta pregunta solíamos responder con dos cuestiones que resultan claves para marcar algunas particularidades de lo que pasó con Joaquín. La lejanía del pueblo Paso Viejo respecto a la ciudad de Córdoba parecía dejar allá lejos la preocupación social sobre el caso de Joaquín y por tanto el reclamo de justicia podía perderse en la soledad de algunos pocos familiares que sostuvieran el pedido de justicia. Por otro lado, había algo del exceso que medió en este asesinato que nos hacía querer tomar el caso y empezar a hablar de él, como buscando una explicación —que aún no sabemos si existe— no sólo en lo sucedido sino en el modo: fueron 112 balas policiales.
Cada vez que pensábamos en las 112 balas policiales que atravesaron esa noche el pueblo nos preguntábamos ¿por qué esa balacera? ¿por qué en Paso Viejo? ¿por qué esos cinco policías hicieron lo que hicieron? Tal vez no tenga sentido buscar una explicación en un acto que claramente aparece a primera vista como sin sentido, como carente de lógica y posible comprensión. Era inevitable percibir un contraste entre el pueblo tranquilo y apacible con que se presenta Paso Viejo, con los relatos sobre lo sucedido el 25 de octubre de 2020 cuando cinco policías abordan a un grupo de jóvenes que se encontraban reunidos a una cuadra de la plaza central del pueblo y les disparan cientos de balas, una de las cuales mata a Joaquín, y otras dejaron a dos amigos heridos.
No sólo nosotros, sino también familiares de Joaquín y vecinos de Paso Viejo nos seguimos preguntando qué pudo haber llevado a estos policías a hacer lo que hicieron. En esta inquietud irresuelta está la convicción de que sólo ahondando en la trama socio-cultural, subjetiva y política que está detrás de semejante acto es que podemos comenzar a acercarnos a construir herramientas más efectivas para desarmar esas mismas tramas, para tal vez poder empezar a construir otras formas de encuentro entre fuerzas de seguridad y jóvenes. Lejos está de mis posibilidades y del alcance de esta nota arribar a dichas explicaciones. Sólo intentaré aproximar algunas reflexiones.
Paso Viejo: jóvenes y una oportunidad laboral.
Paso Viejo es una localidad de unos 1000 habitantes que se encuentra a 183 kilómetros de Córdoba capital y a 10 de Cruz del Eje. Se trata de un pueblo que en décadas pasadas supo gozar de cierta prosperidad económica gracias a la oferta laboral que ofrecía el paso del tren y el desarrollo agrícola de la zona. Pero la agudización de las sucesivas crisis socio-económicas en el país afectaron de manera más fuerte a quienes habitaban en estas regiones de la provincia, y especialmente a jóvenes que encuentran ahora cada vez menos oportunidades laborales que quienes viven en los centros urbanos. En las últimas décadas, la opción por algunos oficios disponibles (que garantizaran una mínima subsistencia) y cierta legitimación social fueron progresivamente ganando mayor interés para los jóvenes de la zona al momento de finalizar el secundario. Estudiar en la escuela de policía que se encuentra en Cruz del Eje comenzó a aparecer cada vez más como una opción viable.
Para el momento en que visitamos Paso Viejo durante el año 2022 en el marco de la producción del documental nos encontramos con que familiares de Joaquín y vecinos del pueblo remiten tener algún familiar o conocido cercano que forma parte de la policía de la Provincia de Córdoba. En el documental es posible escuchar el testimonio de un joven que ante las cámaras periodísticas cuenta que uno de esos policías es su primo. Sin ir más lejos, el abuelo de Joaquín —que se ocupó de su crianza junto con la abuela y madre de Joaquín— es policía retirado. Otras de las oportunidades que se presentan para la inserción laboral de los jóvenes del lugar es la cosecha de papas y cebollas. Opción que desarrollan en condiciones de fuerte precarización laboral. Fue ante esa trama de relaciones que nos encontramos en Paso Viejo preguntándonos cómo era posible que cinco policías, que muy probablemente conocían al grupo de jóvenes que estaban con Joaquín aquella noche, dispararan a quemarropa del modo en que lo hicieron.
En busca de una explicación “inexistente”
Estudios clásicos como contemporáneos en las ciencias sociales se verían completamente desconcertados ante esta sucesión de hechos. Llegarían a aventurar que este escenario muestra un resquebrajamiento inusitado de los códigos sociales, de parentesco y reciprocidad más básicos que tradicionalmente suelen regular los vínculos sociales. Sin embargo, aunque las violencias no son nuevas en la regulación de relaciones sociales entre grupos, se suele sostener que siempre es posible encontrar pautas de relación, normativas implícitas acatadas por todos que llevan a que las violencias se ejerzan generalmente hacia grupos claramente distantes (en espacio, clase, edad, parentesco) pero nunca hacia quienes presentan algún tipo de cercanía social, familiar, de residencia. Esos postulados han sido revisados y complejizados a la luz de las configuraciones de las sociedades y comunidades actuales. En estas nuevas complejidades igual buscamos comprender qué puede regular allí el conflicto, o qué lo desencadena.
Cuatro de los cinco policías implicados en el caso que dió muerte a Joaquín tienen entre 24 y 28 años. Son jóvenes, unos años más grandes que Joaquín y sus amigos, pero son jóvenes.
En las visitas que realizamos a Paso Viajo escuchamos distintas versiones sobre qué pudo haber desencadenado semejante situación. Una de ellas señalaba que esa bala que dió muerte a Joaquín “no era para él”, era para otro joven con quien alguno de los policías “tenía problemas por una chica”. Y ahí nuevamente la pregunta, el asombro: ¿Qué tipo de problemas de celos pueden llevar a disparar 112 balas contra un grupo de jóvenes? Cuán herido tiene que estar el orgullo de un joven policía erigido en una sociedad machista y patriarcal para que ante esa situación no medie ningún tipo de mesura.
Durante los trabajos de campo que realizaba con jóvenes de una villa de Córdoba en los bailes de cuarteto y otros espacios de sociabilidad, no podía dejar de detener mi atención en un fenómeno que me parece tiene cierta conexión con esta versión que nos llegó en aquellas visitas a Paso Viejo. En el baile de cuarteto los distintos grupos de jóvenes se agrupaban por barrios, por grupos de amigos, primos y novios, se distinguían porque permanecían siempre juntos, algunos con banderas, otros sin. También estaba la policía. Había policías que individualmente controlaban el transcurrir del baile, pero estaban también quienes lo hacían en grupos, de tres o más policías, también jóvenes, como los chicos de los barrios. Y también parecían estar disfrutando de la banda de cuarteto, de tomar tragos, de coquetear con chicas. También se enojaban, como los demás grupos de jóvenes, cuando alguno lo miraba mal, y entonces lo “marcaban” con el puntero láser para mostrarle que “lo habían fichado”. Si el señalado no se mostraba doblegado la provocación podía comenzar a escalar y, a diferencia de la pelea frecuente entre grupos dentro del salón, ésta podía terminar con cuatro policías armados sacando violentamente a un joven de la pista, arrastrándolo y echándolo del recinto. Si tenía suerte era simplemente sacado afuera de las puertas. En los peores casos podía seguir recibiendo la bronca de aquel joven policía que se sintió “provocado” a través de una paliza grupal.
Con esto lo que quiero mostrar es que muchas veces lo que parece estar operando en esas interacciones entre policías y chicos de un barrio o pueblo, todos jóvenes, son también aquellas provocaciones, interpelaciones que calan en masculinidades hegemónicas construidas a través de la demostración y amenaza del uso de la violencia física como resguardo de un orgullo inquebrantable. En esos casos sólo cabe una opción para restaurar la dignidad cuestionada y herida: el uso de la violencia física hacia el otro. Unos portan el estigma del barrio del que provienen, la ropa que usan y/o el color de su piel. Los otros portan el uso “legítimo” de las armas.
La transformación necesaria…
Los enfrentamientos entre grupos de jóvenes vienen pasando desde tiempos inmemoriales. La rivalidad con la policía también. Lo que cada vez más va confluyendo en interacciones con finales desastrosos y letales como éstos es que nos encontramos con jóvenes que ingresan a instituciones de formación policial donde pareciera que nada de estas lógicas de interacción son puestas en duda, ni cuestionadas. Todo lo contrario, pareciera que las mismas comienzan a combinarse de manera letal con un conjunto de representaciones disponibles socialmente que colocan a los jóvenes varones de barrios o pueblos de nuestra provincia como sujetos de menor valor, personas que sobran, que provocan “inseguridad” si delinquen y tremor si están reunidos en una esquina.
Cuando los jóvenes ingresan a la escuela de policías ingresan a una institución que no está pudiendo, ni queriendo, ni siquiera intentando crear espacios de formación en donde puedan replantearse las concepciones socialmente construidas respecto a los distintos grupos sociales con que se encontrarán en el ejercicio policial, donde puedan poner bajo la lupa las lógicas bajo las cuales conciben como posible el uso de la fuerza ante eventos que podrían ser dirimidos de otro modo, donde puedan desarmar el vínculo tan peligroso entre masculinidades hegemónicas patriarcales y machistas con la apelación al uso de la violencia física (y con el uso de armas en ejercicio de funciones) como modo predominante resolución de “conflictos”.
Estas reflexiones no me llevan a afirmar que la institución policial inexorablemente los hace a todos potenciales ejecutores de gatillo fácil, pero sí debemos empezar a reconocer que ésta constituye un ámbito que puede canalizar, potenciar o forjar (según cada caso) subjetividades policiales que, ante ciertas situaciones, pongan a jugar una representación social sobre jóvenes de sectores populares que no pondere suficientemente el valor que la vida de todo joven tiene.
Seguiremos cuestionando lo perentorio de un cambio institucional, que forme agentes capaces de prevenir verdaderamente, de usar la fuerza mesuradamente y en situaciones extremas contempladas por la ley, una policía capaz de comenzar a hacer una autocrítica sobre las reproducción de estigmas y prejuicios que realiza en sus prácticas formativas y en el ejercicio de funciones. Desarmar esas tramas implica una apuesta a cambios más profundos, culturales, de largo alcance, que trascienden el reclamo justo de la condena.