Terminada la dictadura empiezo, desde cero, a construir la biblioteca, porque todo lo anterior (no solo los libros) se ha perdido. Los libros de política que había dejado en aquella cómoda, en el pueblo, fueron quemados por mis padres ese año de 1976 por miedo, a causa de unas razias en el pueblo, y el resto de los libros, prestado, regalado o perdido en el apuro del viaje, o en los traslados y en la falta de un lugar digno donde vivir.

Tuvimos que hacer un fueguito…, más o menos eso decía una posdata de mi padre en una carta. No conservo esa carta, esas cartas, las quemé, las rompí, las perdí; me llegaban junto con algún regalo (unos dulces) de manos de un camionero que transportaba ataúdes desde la fábrica de nuestro pueblo hacia diversas funerarias de la Patagonia. Espero no te ofendas…, decía también un poco en clave esa posdata. Al resto de los libros (narrativa, poesía, ensayos literarios) los he dejado antes de irme, aquí y allá, imposible recuperarlos, a veces también imposibles de recuperar los amigos, los conocidos, los vecinos. Cuando las cosas empiezan a aflojar, compro (¡después de años!), otra vez un libro; aunque es de edición reciente lo encuentro en una mesa de saldos, en una vereda, tiene tapas amarillas, fue escrito por quien había sido mi profesor de Hispanoamericana. En él hay un análisis muy detallado de Los heraldos negros que me recuerda los tiempos de estudiante.

Leí por primera vez Los Heraldos Negros (el poema, el libro, otros libros de César Vallejo…) a los diecisiete años, en las clases de Literatura Hispanoamericana que daba el profesor Verdugo, en la Universidad Nacional de Córdoba. En aquellos mismos años, en uno de los pabellones de la Facultad había una puerta con un cartel que decía Aula Vallejo, puerta por donde entraba y salía un hombre a quien nadie le daba importancia. Muchos años más tarde, supe que ese hombre era el poeta español Juan Larrea, quien se exilió y murió en Córdoba, uno de los mayores y mejores interlocutores de Vallejo, quizás la persona que más sabía de su vida y de su obra.

 Aprendí de memoria este poema a mis diecisiete, lo aprendí cuando no había tenido todavía en la vida esos golpes tan fuertes de los que él habla. Y entonces leía acerca del hermano muerto, de ese joven hermano con su vida trunca, sin imaginar que la hermandad perdida me atravesaría a mí también. Mucho después volverían cientos de veces esas imágenes suyas, esas palabras, cuando me llegaron, en la cuota parte de dolor que a cada ser humano le cabe, las ausencias, los fracasos y las muertes.  A cien años de su publicación, lo releo y vuelve a sorprenderme su energía, las palabras oscuras, las zanjas de su caída, los charcos de la culpa, los inolvidables versos de la estrofa cuarta. A cien años de su publicación, los hombres y mujeres de toda índole volvemos, como ayer, más que ayer, los ojos azorados, estos ojos que no acaban de comprender lo que nos sucede, eso que, por ser nosotros causantes tanto como receptores, nos desconcierta como cuando alguien que no pensábamos ya ver nos toca por la espalda.  Como sucede en los grandes escritores de todos los tiempos, Vallejo convierte algo personal, la culpa cristiana frente al dolor y la muerte que él le ha causado a quien lo amó y la también cristiana culpa de sobrevivir a quien ya no está, en culpa y dolor universal.

UNA BIBLIOTECA DEMOCRATICA - LO PERDIDO - TERE ANDRUETTO

Bajo el imperativo de compromiso social de los años setenta, cuando era estudiante universitaria, yo pensaba que era menos egoísta salir al campo a alfabetizar que quedarme a leer, contar y escuchar historias, pero lo cierto es que de eso he vivido. Si leer (a ancianos en un geriátrico, a jóvenes encarcelados, a mujeres en barrios, a estudiantes secundarios, a maestros y profesores) fue mi ganapán, escribir fue un vicio, y escuchar y contar, el modo natural de vincularme a lo largo de la vida.

   Hace muchos años, unos quince o veinte años atrás, me llamó por teléfono una profesora del Instituto Parroquial Nuestra Señora de Loreto, de barrio Los Naranjos, en Córdoba. Habían leído en clase La Mujer en Cuestión donde hay una referencia a ese barrio y querían que fuera a la escuela para contarles por qué razón había puesto eso en mi novela. La referencia al barrio en la novela era completamente aleatoria, en un tiempo (apenas recuperada la democracia) yo había coordinado algunos talleres con mujeres en Los Naranjos y se me vino a la memoria mientras escribía, pero el encuentro con los alumnos de los dos últimos cursos de secundario y con las profesoras de historia y de literatura del Parroquial, quedó en mi memoria, más que otros muchos encuentros en otros muchos colegios que visité, sobre todo porque en el transcurso de lectura de la novela y de las discusiones que en torno a ella surgieron, los alumnos hicieron una revisión de la historia de la escuela y en esa revisión descubrieron que en el Nuestra Señora de Loreto había un preceptor desaparecido y que el cura párroco de la iglesia vecina había sido desplazado durante la dictadura por indicación del obispado. Ha pasado mucho tiempo de esto, pero no olvido a la profesora, a los alumnos y la situación que a menudo he citado después como algo que la ficción puede a veces hacer para volver atrás, aunque la vida nos empuje/ como un aullido interminable.

Acabo de ver y de escuchar el testimonio de Julia Soulier (Juicio Diedrichs-Herrera) y descubro que es esa la escuela de la que ella habla y que aquel preceptor desaparecido que referían los alumnos no es otro que uno de sus hermanos. Un hombre solo, una mujer/Así, tomados de uno en uno/Son como polvo, no son nada/No son nada, pero una mujer está dando testimonio. Nació en 1960. Tiene 60 años. En el camino vio desaparecer a sus hermanos, a su cuñada, a su novio de adolescencia.  Relata hechos que sucedieron cuando tenía 15, los recuerda con claridad y precisión diamantina. Un puntapié con el borceguí en el riñón derecho que la deja orinando sangre/ la frase Voy por tu hermano, vuelvo por vos/ Un padre que ruega a los hijos que se vayan del país/ Una enfermedad que se cura sola porque si va a un hospital corre riesgo de quedar detenida/ Un hijo que, por protegerlo, le pide al padre que pase lo que pase nunca vaya a su casa/ Una escuela parroquial, un informante de los servicios convertido en director, un desaparecido, un cura párroco suspendido por el Consejo de Educación Católica/ un obispo que da órdenes para que los colegios parroquiales pasen un listado de alumnos y profesores/ un paquete con su sobrino de meses secuestrado, llevado a un centro clandestino, con rigidez total en el cuerpo, chorreando orín, con la piel lastimada, con llagas que sangran y los pies morados y entre los pliegues de una colcha, la carta que la madre escribió bajo amenaza pidiendo que lo cuiden porque se va de largo viaje. Y la mayor de las torturas, represores pidiendo dinero al padre (entregaba cheques con la esperanza de que le dijeran donde estaban sus hijos. Le dijeron que en un lugar donde ser reformados. Mi padre vació la cuenta bancaria, cuatro terrenos en la zona de Icho Cruz, cuatro departamentos que había canjeado por mano de obra en los edificios donde había trabajado) para devolverle a ese padre los hijos seguramente ya asesinados.

¿Qué se puede agregar a un testimonio de esta naturaleza? Julia dice que una vecina de la casa donde vivía su hermano, le contó a su madre que una noche (la noche del 15 de agosto de 1976) sintió ruido de coches y vio que bajaban hombres como un tropel y que golpeaban muy fuerte la puerta de la casa de su hermano, y que entonces apagó la luz y se puso a espiar por la ventana.  Eran dos o tres los autos de la policía, cuando Juan Carlos abrió la puerta, se hizo silencio y pasada una media hora, vio cómo los sacaban a él y a su mujer encapuchados, vestidos, pese al frío descalzos. Dice que dice la vecina que Adriana llevaba en brazos a su bebe, que los subieron a uno de los autos y se los llevaron, pero que pudo ver que quedaba gente en la casa. Que por eso al día siguiente hizo guardia por si llegaba un hermano del dueño de casa, a quien también conocía. Entre las diez y media y las once de la mañana vio llegar una camioneta verde de la que bajó un hombre mayor que golpeó la puerta de entrada a la vivienda y cuando abrieron, vio como lo agarraban del cuello, de la ropa, y lo metían en la casa.  Que escuchó ruidos y después silencio, y después vio como sacaban a aquel hombre con las manos atadas. Que ese mediodía, a eso de la una, llegó el hermano, y otra vez todo volvió a suceder del mismo modo, el muchacho golpeó la puerta, le abrieron, lo metieron en la casa y al poco rato lo sacaron maniatado. Por ellas sabemos cómo se llevaron a Juan Carlos Soulier Guillen, Adriana María Díaz Ríos, Luis Roberto Soulier Guillen, Luis Freddi Soulier y Sebastián Soulier. 

Siempre queda alguien para contar el horror, dice Yvonne Pierron, la monja francesa compañera de Alice Domon y Léonie Duquet, detenidas-desaparecidas en la dictadura, que salvó su vida azarosamente. Siempre queda alguien para dar testimonio: recordar, conservar en la memoria, repasando por años los hechos para que no se disuelvan en el olvido. Recordar para llegado el momento poder nombrar, dar detalles, la hora, el color de la camioneta, la cantidad de autos de la policía. Registrar los datos, haberles dado a lo largo de los años -conociendo lo que pasó después y lo que después se supo- un sentido más cabal, la dimensión horrorosa de lo sucedido. Que la data, la inscripción de la fecha, no se pierdan, saber que cada detalle contará en el futuro. Retener con fidelidad, hora, día, mes, año, cantidad de personas llevadas. Develamiento de un día crucial, minuto a minuto, el día en que la vecina estuvo tras la ventana mirando lo que en otro tiempo hubiera sido chismorreo convertido, por convicción, en palabra y mirada indispensable para llevar a juicio.

Lectura del dolor de los demás. La memoria como ética. El trauma como condición de la memoria. Un dolor que busca cómo ser dicho. Una forma que permita decir lo indecible, lo que no tiene nombre. Avalado por la fe y el juramento de lo que se testimonia, el testimonio nos estremece. Es testamento, es ir más allá de la propia vida, sobre vivir, más allá y por encima de la propia vida. No hay testimonio sin juramento de fe y lo que distingue al testimonio de la información o de una verdad teórica es que alguien se compromete a decir para el otro, para otros, para nosotros, una verdad, dándole un sentido que se le hace presente al testigo, que es único e irremplazable. Por eso el testimonio se sostiene en el juramento y el juramento tiene carácter sagrado. Es el consentimiento, la aceptación de ingreso a un espacio sagrado de la relación con el otro, con aquel en cuyo nombre se habla, con él y con nosotros los que estamos “en la sala”, porque Julia (y cada uno de los testigos) testimonia (n) ante los ojos y los oídos de alguien. Ojos y oídos nuestros que ya no nos permitirán olvidar.

La historia interminable.

En pandemia me decido a ordenar la biblioteca. Llevo ya muchos días en la tarea, desde temprano en la mañana.

Algunos tesoros encontrados:

Un libro muy viejo (era de mi mamá) en el que descubro un Jueves Santo, el día que comencé a ordenar, una rama seca de olivo.

Un libro de cooperativismo – Los niños primero- con aquella imagen de tapa (vista por primera vez a los ocho o nueve años) que siempre me perturbó, esa mano de mujer en medio del océano, intentando salvar a un niño, imagen de la que ya he hablado, y ese mismo día, el artista Jorge Cuello (nos criamos los dos en el mismo barrio y en el mismo pueblo) me manda la foto de un afiche que hizo para el décimo aniversario del Espacio de Memoria de La Perla, dice que lo hizo pensando en lo que yo conté alguna vez sobre ese libro y me “devuelve” aquella imagen multiplicada por su talento en un llamado a la memoria del horror, a la importancia de todas las memorias.

Algunos libros catálogos: Las Vidas imaginarias de Marcel Schowb, Varia imaginación de Silvia Molloy, el Libro de los seres imaginarios, de Borges, el catálogo de juguetes de Sandra Petrignani, La vida de los árboles, de la cultura Gonde. Y entre los catálogos, un Herbarium de Rosa Luxemburgo que compramos con mi marido en una exposición, está en alemán, pero puedo ver los dibujos (puntillosos, delicados) de todas las plantas y flores que Rosa registró. Lo coloco junto a un libro de poemas de la rosarina Celia Fontan, que tiene el mismo título.

El manjar de los dioses, de Jan Kott, un repaso poético por cuatro tragedias griegas, uno de los libros más bellos que he leído, regalo de una amiga y compañera de militancia en nuestro reencuentro posterior a la dictadura.

Todos los libros sobre mi admirado Augusto Cesare Ferrari y también libros de su hijo León Ferrari, incluida una carpeta de edición numerada con dibujos porno religiosos de Ferrari hijo que me regaló su hermana.

Un libro lujosísimo de Arte e Storia nel Collegio Alberoni de Piacenza, donde está el L'Ecce Homo de Antonello da Messina (que pocos han podido ver, porque los curas del Collegio nunca lo prestaron para exposiciones ni museos y el lugar donde lo tienen no está abierto al público), recuerdo de una visita privada a ese lugar; la visita y el libro regalos del director de una escuela de esa ciudad a cuyos alumnos fui a leer.

Una edición facsimilar de Orbis Sensualium Pictures, de Comenius, considerado el libro inspirador de la pedagogía moderna.

Varias colecciones, no siempre completas, de revistas (Literal, Diario de poesía, Fénix, Poetas que cantan, Paris Review, Hablar de poesía, Cuadernos Carmín, Alguien Llama, Grandes Poetas, Puro Cuento, Periolibros del FCE…)

Fotocopias de libros inhallables que alguna vez alguien me compartió y una carpeta con fotocopias de cuentos de escritores latinoamericanos poco conocidos, que me pasó Hebe Uhart en una visita a casa.

Una edición preciosa de El Manierismo, de Arnold Hauser, que me recuerda clases (mi fascinación de entonces) tomadas a los diecisiete años en la escuela de Letras, en la Universidad Nacional de Córdoba.

Un libro de lecciones elementales de francés con la tapa rota (la rompimos con mi hermana, mientras estábamos con sarampión) en el que mi madre en su pequeño pueblo, trataba de aprender sola esa lengua (su apetencia de saber y sus escasas posibilidades materiales es algo que me conmueve hasta la pepa del alma)

El Eliot de otro(s) poeta (s). Tarjados de Ezra Pound al original de La tierra baldía, que no sé dónde compré ni cómo encontré, donde se ve que mucho de lo que admiramos de Eliot es trabajo de corrección de Pound, lo que me lleva a pensar en la relación inspiración/trabajo, impulso/corrección.

Kaspar, el pupilo quiere ser tutor, de Peter Handke, la Eva Peron de Copi, Mein Kampf, farsa, de Tabori, Marta-Sade de Peter Weiss, Las lágrimas amargas de Petra von Kant, de Fassbinder, el Teatro completo de Chejov y La invención del amor, de Steppard, de la preciosa colección de Teatro de Adriana Hidalgo.

Una edición de El Quijote en papel biblia forrada en cuero con reproducciones de Doré que me regalaron los dueños de una papelería para los que trabajé en el insilio patagónico (yo hacía fotocopias en la trastienda).

Una edición de veinticinco poemas de Giovanni Pascoli que alguien que no conocía me mandó de regalo desde España con preciosa dedicatoria, solo porque leyó que mi papá nos decía de memoria I due orfani.

Una edición casera, encuadernada en tela y cuero rústico que un alumno de taller hizo para mí con poemas de Manuel Bandeira.

El diccionario filosófico de Voltaire donde encontré, hace ya muchos años, una carta de mi madre, puntapié inicial para escribir Lengua Madre.

Cuentistas y pintores argentinos (Una edición económica y ya muy maltrecha de Centro Editor de América Latina), que me dieron de premio por haber participado en La Justa Provincial del Saber a los diez años.

Antologia personale di Vittorio Gassman, regalo de una prima, en los que maravilla oír a Gassman leyendo a poetas italianos, increíble su lectura de L anguilla, de Eugenio Montale, entre otras muchas delicias.

Una caja (una biblioteca “de juguete” dentro de la biblioteca) con poemas en ediciones pequeñas, alternativas, diminutas, papelitos doblados, plaquetas, ediciones atípicas en tubitos de cartón, en tela, en cartoné, en hojas oficio…que algunos apasionados por la poesía repartían en encuentros de lectura o me enviaban (en los años ochenta y en los noventa) por correo.

Varios libros, réplicas tamaño liliput, del tamaño de una cajita de fósforos o de un paquete de cigarrillos que me regalaron o compré por una moneda en la ranura en una máquina expendedora que la Biblioteca Nacional instaló en una Feria.  

Varios libros de artista, los que hizo con mis poemas Jorge Cuello (un libro almohadón, un libro caleidoscopio, uno cajita de fósforo, otro en tapas de cuero con reproducción de fotos familiares), un ejemplar único (artesanal, no editado) de uno de mis cuentos con increíbles ilustraciones de Istvansch, y varios libros de artista comprados o recibidos de regalo…

El habla de mi tierra, un libro de gramática tan viejo como hermoso y el diccionario de bolsillo italiano/castellano con tapas de tela roja con el que mi papá aprendió mi lengua.

A casi todos los libros que tenía antes del Golpe de Estado, como ya he dicho, los quemaron, los presté y no volvieron o los dejé en casas de personas cuyo contacto perdí. Sé que entre enero de 1976 y diciembre de 1982 no compré ningún libro, entonces podría decir que la mía es una biblioteca con algunos libros heredados, más lo que compré desde el regreso de la democracia.

¡Una biblioteca democrática!

Ordenar la biblioteca se convirtió, en días de aislamiento, en razón de vida. Ordenando pude ver qué tipo de libros me interesó tener y cuántos perdí en el entusiasmo de llevarlos hacia otros. Ordenando pareciera que se lucha contra la nada. 

A propósito de eso, en La historia interminable, precioso libro del alemán Michel Ende, el héroe lucha contra La Nada. A los treinta y nueve años obtuve una beca para leer durante una temporada en la sección Ibérica e Iberoamericana de la Biblioteca Internacional de Múnich, una de las más grandes, si no la más completa, de libros para niños en el mundo. La biblioteca funciona en un castillo y yo me alojé tres meses en un departamento interno, un tiempo sola y otro con una bibliotecaria rusa. A poco de regresar a casa nos escribieron a la rusa y a mí para decirnos que habíamos sido las últimas huéspedes de ese departamento, porque Michel Ende antes de morir donó su acerbo a la biblioteca y desde 1995 se exponen ahí sus libros y originales, entre ellos el manuscrito de ese libro en el que Bastián Baltasar Bux, escondido en un desván que solo él conoce, se sumerge en la lectura de la historia de Fantasía, en peligro porque sus habitantes y lugares están empezando a desaparecer, dejando un vacío, una "nada" en su lugar.

Diciembre de 1981. Soy madre por primera vez, en condiciones económicas y sociales muy precarias. Cuatro meses más tarde, me internan de urgencia en el Hospital de Clínicas de Córdoba. Por una lesión cancerosa en el cuello del útero, se ha cortado una arteria. Cirugía. Un mes de internación, lejos de la niña recién nacida. Es un hospital público, es una sala enorme con muchas mujeres internadas, solo permiten visitas una hora diaria. Leer puede entretenerme, distraer el miedo, ahuyentar la muerte. Pido que me lleven literatura policial. Policial blanco; ocupada en esas intrigas, no pienso demasiado.  Leo a Poe y a Conan Doyle y todo lo que me consiguen de Agatha Christie y Ellery Queen.

Leer para saber. Leer para pensar. Leer para no pensar. Leer para olvidar. Leer para no olvidar. Leer para divertirme. Leer como educación sentimental. Leer como camino espiritual… La literatura ni corrompe ni edifica, sino que, al traer libremente en sí misma lo que llamamos el bien y lo que llamamos el mal, humaniza en sentido profundo, pues hace vivir, dice el brasileño Antonio Cándido, en El derecho a la literatura y cuanta que, cuando tenía doce años, en la ciudad de Pocos de Caldas, un jardinero portugués y su esposa brasileña, ambos analfabetos, le pidieron que les leyese Amor de Perdição de Camilo Castelo Branco, que ya habían oído a una profesora en la hacienda en la que trabajaban antes y que les había encantado.

La vida ha dado un vuelco. Tengo 28 años, he dejado de ser joven, hay que apurarse. En la convalecencia, en un lugar del noroeste al que me llevan con la niña, al abrigo de unas tías políticas, comienza de verdad la escritura, mi primera novela.