¿Qué archivo queda para el desaparecido? 
Adolfo Vera Peñaloza, Arte y desaparición

La oscuridad no es ciega, revela lo que el día esconde
Gabriel Orge, “Latir y revelar”

La oscuridad no es sencillamente la ausencia de luz y por ende de visión. Según una metáfora neurológica utilizada por Giorgio Agamben, la oscuridad pone en actividad una serie de células de la retina que la luz apaga; las off cels. “Ver la oscuridad”, “percibir la oscuridad” no es entonces un fenómeno privativo, sino una actividad de la retina. Así Agamben afirma que “puede llamarse contemporáneo sólo aquel que no se deja cegar por las luces del siglo y es capaz de distinguir en ellas la parte de la sombra, su íntima oscuridad”. Es decir, cierta oscuridad es necesaria para la aparición del anacronismo; de eso que subyace bajo un manto de luz.

La oscuridad ha tenido en las distintas representaciones artísticas sobre los desaparecidos, una centralidad determinante. “El siluetazo”, la intervención de distintos artistas asociados a las Madres de Plaza de Mayo, implicaba una silueta negra que se ubicaba en diversos lugares. Un agujero en el espacio público. En Chile, Aldredo Jaar montó en el Museo de la memoria “La geometría de la conciencia”, un pieza herméticamente cerrada, completamente oscura, en la cual, de a poco comienzan a aparecer siluetas. En Córdoba, desde 2014, Gabriel Orge monta su “Apareciendo”, la proyección de múltiples rostros de desaparecidos en distintos edificios públicos, en distintos paisajes. Es necesario el advenimiento de la noche en distintos puntos de la ciudad, de las sierras, de otras ciudades más distantes para que esos rostros vayan surgiendo en un muro, en un árbol, en un edificio, etc.

Esa espectralidad que aparece en el contraste de luz y oscuridad, ya nos es asequible desde la tapa del libro “Latir. Revelar” de Gabriel Orge recientemente editado por Lote 11. Sobre la luz que es proyectada sobre un muro y que aparece a cuatro condenados a muerte, la silueta del autor se incorpora a la escena como una sombra. Una forma de hacer aparecer, también, el objeto mirada en la foto. El libro es un testimonio de como esa mirada se construye, deviene, y comienza a funcionar para traer el anacronismo: ese tipo de imágenes que no cesan de llegar, que se esconden bajo un manto de luz, y que necesitan de ese espacio intersticial, ese “entre” luz y oscuridad, para cobrar cuerpo.

“Lo que se revela, se rebela”, dice Orge, y de esta forma abre a la contingencia aquello que pueda suceder con lo que aparece. La principal rebeldía es la del desaparecido: aquel que siendo borrado de cualquier archivo, de cualquier inscripción, sin embargo, no deja de insistir en su retorno. Del otro lado de la cordillera, Adolfo Vera Peñaloza, en su libro “Arte y desaparición”, se pregunta, “¿qué archivo queda para el desaparecido?”. El archivo, así, está desquiciado, aunque quizás “El arte, dice Peñaloza, [tenga] la capacidad de acoger esos afectos no-ligados (sin cuerpo, sin rito, sin superficie de inscripción) que erran como espectros”.

Sin cuerpo y sin rito. Las apariciones de Orge hacen del espacio público una piel, y del conjunto de aquellos que participan en las apariciones un cuerpo social (que es, dice el psicoanalista Álvaro Estela en la última revista Contingencia, “el sostén libidinal de lo cotidiano”). Un rito sin mito, que aun así religa las piezas sueltas de un tejido social que se congrega alrededor de ese agujero.

El libro de Orge —cuidadosamente editado por Carla Ciarapica, editora de Lote 11— redobla el gesto haciendo del nudo entre escritura, fotografía y distintos enlaces a registros subidos a Youtube, el inventario de su invención (como dice Lacan). “¿Puede la fotografía suspender el tiempo?”, se pregunta. Y en algunas frases nos hace el pase histórico de la fotografía como detención del tiempo, a la fotografía como captación del movimiento. El libro-artefacto, entonces, nos reenvía a un registro audiovisual en el que Orge hace aparecer a cuatro caciques de pueblos originarios en fotografías de fines del siglo XIX. Los rostros aparecen en los árboles, y la brisa que acompaña el momento hace que de repente cobren vida: “El viento anima los rostros y una mueca se transforma en un gesto”. Este nuevo anudamiento entre cuerpo, imagen y territorio destruye nuestras ideas preconcebidas de lo que cada una de esas categorías representa. Un nuevo nudo afectivo las recorre a partir de ahora; hay entonces un nuevo cuerpo que toma como lienzo y como piel distintos lugares de la ciudad. La ciudad-cuerpo emerge espectralmente con cada aparición.

La escritura de Orge va tramando su silueta a través del relato de varias de las apariciones que va proyectando. Con las marcas que dejó “el golpe” en su vida y con otros recuerdos que le permiten armar su dispositivo. “Seguimos caminando y el recuerdo de mi abuelo Ángel, panadero y artesano del cuero, me devuelve su imagen entrelazando tientos que cuelgan de las argollas de un bozal (…) Imagino una estructura de hilos como lluvia, que caen desde lo alto hasta rozar el suelo. Boceto la instalación a escala de una maqueta. Sobre los hilos van apareciendo los retratos de diecisiete jóvenes”.

Las apariciones de Gabriel van viajando en el tiempo y en el espacio. Habitan el lugar sin lugar del anacronismo que irrumpe en el espacio público de diversas ciudades; ya no solo de Argentina, sino de Paraguay, Uruguay, Chile. No solo aparece los rostros de desaparecidos de la última dictadura, sino víctimas de un terrorismo de estado que podemos ubicar en distintos tiempos y al mismo tiempo en uno: el presente, lo contemporáneo. Además de funcionar como un dispositivo, como un archivo, el libro de Orge nos devuelve al horror, sin caer en un esteticismo que lave huellas de los fusilados, quemados, ahogados, y un lastimoso etc. Su función es la de hacernos llegar ese “futuro antiguo” que la imagen no cesa de testimoniar, no para que el archivo funcione como olvido, sino como proyecto constante de nuestro propio cuerpo social.    

Latir y Revelar. Fotografía, Arte y Memoria de Gabriel Orge