Para muchas personas en el mundo entero, pero en particular para las sociedades occidentales (y cristianas) la imagen de la mujer afgana es la de esa niña de ojos grandes, de un verde casi transparente, que mira de frente desde la portada de la National Geographic.

Mucho menos conocido es que se llama Sharbat Gula, que en ese momento tenía 10 años y que en 1985, sin quererlo ni saberlo, se hizo famosa al ser captada por el fotógrafo estadounidense Steve McCurry. Ese retrato se convirtió en una de las imágenes más emblemáticas de las miles de afganas que huyeron de la guerra tras la invasión soviética.

Por casualidad, la niña de una de las portadas más famosas de la revista National Geographic fue encontrada y nuevamente fotografiada, esta vez en Pakistán, expulsada junto a sus hijas por no contar con la documentación en regla. Tenía 27 años y los mismos ojos verdes; estaba enferma y volvía a su país con mucha tristeza y algo de esperanza.

Sharbat no fue la primera ni tampoco la última mujer desplazada. Escasa información y mucho título sensacionalista anunciaron ayer al mundo la toma de Kabul a manos del ejército Talibán, tras dos meses en los que las milicias afganas fueron recuperando todas las ciudades del país. Días antes, las fuerzas militares estadounidenses y de otros países de la OTAN habían abandonado precipitadamente el país, tras 20 años de ocupación, como lo hizo también este domingo el presidente de la República Islámica de Afganistán, Ashraf Ghani, admitiendo que “los talibanes ganaron”.

La imposición generalizada del burka, la figura indispensable del protector masculino, los abusos a las niñas obligándolas a casarse, la lapidación por adulterio, la imposibilidad de estudiar, las amputaciones por delitos menores, los crímenes políticos, resuenan en la memoria popular y están provocando un nuevo y gigantesco éxodo de la población civil.

Sin embargo, no está claro qué pesa más: el prácticamente imposible acceso a la salud en medio de la pandemia, la emergencia alimentaria, el abandono de las fuerzas occidentales que prometieron la reconstrucción democrática y que tras veinte años de ocupación fracasaron, el miedo ante la violencia y la ortodoxia fundamentalista del Talibán, o posiblemente una combinación de todas estas variables. Lo cierto es que una vez más Occidente se echa las manos a la cabeza por la crisis humanitaria que estos hechos han provocado y porque como siempre la primera y última víctima de la guerra es la población civil. Las cifras más prudentes dan cuenta de un millón de personas desplazadas, entre las que el 70% son mujeres, niños, niñas y adolescentes.

Tanto para las mujeres y la juventud más acomodada que se familiarizó con internet, celulares y educación superior durante la ocupación extranjera, como para las millones de pobres y desplazadas que continuaron existiendo durante la ocupación, el recuerdo o el relato de las violaciones a los derechos humanos durante el gobierno talibán han provocado un nuevo éxodo.

Si bien nunca se encontraron pruebas de que Afganistán fuera el asentamiento de los terroristas que atacaron las torres gemelas el 11 de septiembre de 2001, la guerra continuó y las negociaciones para una salida ordenada de las fuerzas de ocupación extranjera se extendieron por años. Tanto Donald Trump como Joe Biden habían anunciado un retiro programado y negociado de sus tropas, pero la imagen de los vuelos que se emitieron por televisión lejos estuvo de confirmar ese propósito y más de un analista de política internacional se tentó con la comparación de la caída de Saigón y posterior huida del ejército más poderoso del mundo, derrotado.

A todos les preocupan las mujeres

Si a la población argentina le sorprendió que recientemente y tras 45 años se produjera la primera condena a un militar genocida que abusó y violó a las secuestradas de la última dictadura, al mundo no le ha ido mucho mejor. Muchos años después de la catastrófica Segunda Guerra mundial que dio origen a la Organización de las Naciones Unidas, concretamente en el año 2000 -meses antes de la ocupación de la República Islámica de Afganistán- el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó la Resolución 1325, el primer instrumento jurídico internacional que exige a las partes en conflicto que los derechos de las mujeres sean respetados. La resolución reconoce el impacto diferenciado y desproporcionado que los conflictos armados y situaciones de inseguridad tienen sobre las mujeres, subrayando la importancia de su contribución en los procesos de resolución y prevención de conflictos, así como en la consecución de la paz y el desarrollo sostenible en contextos democráticos.

Si es cierto que la primera víctima de la guerra es la verdad, la historia antigua y reciente demuestra que es también la población civil, y en particular las mujeres, el primer botín de guerra. Abusadas, secuestradas como esclavas sexuales o sirvientas para todo uso, siempre las mujeres expuestas a toda clase de violencias. Ahora, en una iniciativa impulsada especialmente por europeas, se pide a la dirigencia política internacional que garantice corredores humanitarios para la salida de la población civil y se exige el respeto a los derechos humanos de las mujeres, amenazadas por el regreso de la ultra ortodoxia talibán. Con la velocidad de los mensajes en la era digital, muchas argentinas firmaban anoche esta petición que ya alcanza nivel mundial.

Sin embargo Melina Sánchez, una investigadora feminista musulmana que trabaja en el Programa de estudios sobre Medio Oriente del CEA (Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba) declaró ante Cba24n.com.ar que en momentos como estos importa tanto la preocupación por los derechos humanos como la prudencia. “No podemos olvidar la demonización de lo otro, tan diferente como desconocido, que impone la mirada colonial -dice Melina- sobre todo tras los atentados del 11S que provocaron el constructo simbólico de ese otro enemigo”.

Aunque para muchos resulte un oxímoron que Melina Sánchez Blanco sea feminista y musulmana, ella insiste en la importancia de no confundir religión, cultura y política. “Varios países de la región, no sólo Afganistán, practican la ijtihād, una manera contextualizada, situada, de entender el mensaje coránico”, afirma Melina y agrega que “la situación actual de la mujer musulmana, tanto por el contexto internacional como por la propia lucha de los movimientos locales, no es la misma de hace 20 años”.

En sus palabras se advierte cierto exceso de optimismo, pero esta mujer musulmana de Córdoba, que vive su doble condición de militante feminista e investigadora, insiste en que “no se trata de una expresión de deseos sino de una necesaria prudencia”. Reconoce que, como en toda guerra, el regreso talibán al gobierno será feroz con los que considere colaboradores directos de la ocupación extranjera, pero que “no necesariamente insistirán con sus posturas ultra ortodoxas en términos de religión y costumbres, porque existe una necesidad de reapertura de la ruta comercial para el desarrollo económico afgano y apoyo internacional de varios países como China, la Federación Rusa, Paquistán e Irán, entre otros. Las mujeres no pueden estar ausentes de este proceso de paz y desarrollo; y el pueblo afgano ha resistido a lo largo de toda su historia las invasiones extranjeras. Ha llegado otro tiempo, recomiendo extrema prudencia en el análisis”, concluye.

Como dice Pierre Bourdieu la religión y su respectiva violencia simbólica es indispensable para la dominación masculina, pero no es homologable ni a la clase ni a la etnia. Es decir, la religión no es per se un parámetro de desigualdad social como ocurre con la clase social y la pertenencia étnica. Quizás por eso hay unanimidad en que la salida es una democracia incluyente, en la que se sientan no sólo representados sino protagonistas los hombres y las mujeres de este sufrido país, en toda su diversidad.