Cuando Rusia soñaba con Europa
Finalizada la Guerra Fría, los rusos veían su futuro en el marco de una Europa reconciliada y dotada de mecanismos de seguridad comunes. Al extender la Alianza Atlántica hasta sus propias puertas, a pesar de los acuerdos alcanzados, los propios occidentales sentaron las bases de la reacción nacionalista impulsada por Vladimir Putin.
A veces, el estado de las relaciones entre Rusia y Europa se traduce en sensaciones desagradables, como un hormigueo en las piernas a fuerza de esperar en una antesala del Consejo de la Federación Rusa. El senador Alexei Pushkov desconfía de la prensa occidental. “Si se trata de elegir una o dos citas, sólo disponen de quince minutos”, advierte en un francés impecable. Conductor desde hace veinte años del programa político “Post Scriptum”, en el canal moscovita TV Centre, este ex presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Duma (Cámara Baja del Parlamento) dejará que lo entrevistemos durante una hora y media.
Desde la época en que escribía los discursos del último secretario general del Partido Comunista Soviético, Mijail Gorbachov, ha corrido mucha agua bajo el puente. Considera retrospectivamente que su antiguo mentor, “que sólo era especialista en cuestiones agrícolas en el seno del Partido antes de llegar al poder”, dio muestras de “ingenuidad”. Considerado uno de los más ardientes defensores de la política exterior del actual presidente ruso, Pushkov figura desde la crisis ucraniana de 2014 en la lista de personalidades que tienen el ingreso prohibido a los territorios estadounidense, canadiense y británico.
Su derrotero resume el de Rusia. Gorbachov esperaba ver a su país regresar al seno de la gran familia de naciones europeas. Se inscribía así en las corrientes occidentalistas que, desde Pedro el Grande (1682-1725), buscan acercar a Rusia a Europa, contrariamente a los eslavófilos que preconizan un camino propio (1). A fines de los años 1980, ese tropismo presuponía un alcance más general: el advenimiento de un orden internacional librado de la lógica de los bloques. Resulta difícil comprender el comportamiento actual de Rusia sin repasar el fracaso de ese sueño europeo.
El sentido de la historia
Durante su primer viaje al exterior, en el otoño de 1985 en París, Gorbachov lanzó su fórmula de “casa común europea” destinada a los dirigentes de Europa Occidental. La elección de la capital francesa no fue azarosa. Charles de Gaulle había defendido la idea de una Europa “del Atlántico a los Urales”: una Europa de las naciones, independientes de toda tutela, en la cual Rusia habría renunciado al comunismo, al que el general consideraba una fantasía pasajera. En ese entonces, Moscú no había tomado demasiado en serio su propuesta: la Unión Soviética defendía firmemente el mantenimiento de la división de Europa, comenzando por la de Alemania, la materialización de su presencia en el corazón del Viejo Continente.
El eslogan de la “casa común” apuntaba también a favorecer cierto desacoplamiento entre Washington y sus aliados europeos, para empujar a Estados Unidos a negociar. Visto desde Moscú, el fin de la carrera armamentista se tornaba urgente, debido al peso de los gastos militares en el presupuesto. La paridad estratégica, garante de la convivencia pacífica, seguía siendo un punto de equilibrio precario. En dos ocasiones, el mundo acababa de rozar el aniquilamiento: en septiembre de 1983, Stanislav Petrov, un oficial de las fuerzas de defensa antiaérea con base cerca de Moscú, desbarató una falsa alarma nuclear; más tarde, en noviembre de 1983, los soviéticos perdieron la calma frente al ejercicio “Able Archer 83” de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pensando que ocultaba un verdadero ataque. “Los científicos acababan de inventar el concepto aterrador de ‘invierno nuclear’ –recuerda Pushkov–. Yo era uno de aquellos que querían acabar con la Guerra Fría.” Durante un primer encuentro difícil en Ginebra, en noviembre de 1985, el presidente estadounidense Ronald Reagan y Gorbachov se pusieron de acuerdo en la idea de que una guerra nuclear no podía ganarse ni debía nunca ocurrir.
En octubre de 1986, en Reikiavik, Gorbachov presentó una propuesta audaz: eliminar el 50% de los arsenales nucleares en un lapso de cinco años y liquidarlos completamente en los cinco años siguientes. Reagan aceptó, pero insistió en poner en marcha su Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), un escudo espacial visto por los soviéticos como la búsqueda de una superioridad militar (2) susceptible de relanzar la carrera armamentista; y que nunca se implementaría… Para sortear el abismo de la desconfianza, Gorbachov hizo concesiones unilaterales. El Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio del 8 de diciembre de 1987 permitió así la destrucción de 1.836 misiles soviéticos, dos veces más que los eliminados por Estados Unidos.
En 1988, bajo la presión de las dificultades internas en el bloque socialista, la “casa común europea” adquirió una consistencia estratégica. La economía soviética atravesaba una zona de turbulencias, de la que Gorbachov pensaba que sólo podía salir introduciendo una dosis adicional de propiedad privada y mercado en el sistema de planificación. En Europa del Este, las reivindicaciones democráticas reafirmaron sus convicciones: la apertura política iba en el sentido de la historia. Superada la confrontación ideológica, el objetivo ya no era cooperar de bloque a bloque, sino unirlos en una Europa ampliada sobre la base de valores comunes: libertad, derechos humanos, democracia y soberanía. Se trataba de un “retorno hacia Europa […], civilización en cuya periferia permanecimos mucho tiempo”, según las palabras, en ese entonces, del diplomático Vladimir Lukin (3).
“El sistema estaba agotado y había que desprenderse, sin ninguna duda, del comunismo”, reconoce hoy Alexandre Samarine, primer asesor de la Embajada de Rusia en París, quien recuerda que su país, miembro de la Organización Mundial del Comercio (OMC) desde 1998, es actualmente “capitalista” y “opuesto al proteccionismo”. “Todo el mundo sentía que estábamos en un callejón sin salida”, agrega un diplomático retirado que desea mantener el anonimato. “Pero –añade inmediatamente– nadie pensaba que había que hacer concesiones unilaterales”.
Marcado por la represión de la Primavera de Praga en 1968, Gorbachov consideró rápidamente obsoleta la “doctrina Brezhnev” sobre la soberanía limitada de los “países hermanos”. Alentando a los reformistas y rechazando toda intervención por la fuerza, puso en funcionamiento una mecánica que terminó escapándosele. A estas concesiones, los occidentales respondieron con promesas; la cuestión alemana ilustraba el mercado de engaños que se iniciaba.
Convergencia fugaz
Tras la caída del Muro de Berlín, Gorbachov apoyó la idea de una Alemania neutral (o que adhiriera a las dos alianzas militares, la OTAN y el Pacto de Varsovia), inserta en una estructura de seguridad paneuropea que tendría como base la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), creada en 1975 por el Acta Final de Helsinki. Punto culminante de la distensión Este-Oeste, antes del rebrote de tensiones ligado a la intervención soviética en Afganistán en 1979, esta declaración firmada por treinta y cinco Estados era producto de una negociación entre ambos bandos. Los países occidentales aprobaban el principio, defendido desde hacía años por Moscú, de la intangibilidad de las fronteras, reconociendo así la división de Alemania y las conquistas soviéticas en Europa Central y Oriental. A cambio, el campo socialista se comprometía a respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales, “incluyendo la libertad de pensamiento, conciencia, religión o creencias”. Único órgano permanente en el que sesionaban juntos Estados Unidos, Canadá, la Unión Soviética y todos los países europeos, la CSCE constituía a los ojos de Moscú el primer eslabón de un acercamiento entre las dos Europas.
Resulta difícil comprender el comportamiento actual de Rusia sin repasar el fracaso de ese sueño europeo.
En 1990, Gorbachov no era el único que defendía la opción paneuropea. Los nuevos líderes de Europa del Este, a menudo antiguos disidentes caracterizados por su compromiso pacifista, no deseaban volcarse inmediatamente al campo occidental. Preferían la creación de una región neutral y desmilitarizada. Tras su elección como presidente de Checoslovaquia, Vaclav Havel contrarió a los estadounidenses solicitando la disolución de las dos alianzas militares y la partida de todas las tropas extranjeras de Europa Central. El canciller alemán Helmut Kohl se irritó por las declaraciones del primer ministro de Alemania Oriental Lothar de Maizière, favorable a la neutralidad de Alemania. En abril de 1990, Wojciech Jaruzelski, presidente de Polonia, el primer país que abrió las elecciones a candidatos no comunistas, aceptó la propuesta de Gorbachov de reforzar provisoriamente las tropas del Pacto de Varsovia en Alemania Oriental, a fin de poner en funcionamiento una estructura de seguridad paneuropea. Propuso incluso que se sumaran fuerzas polacas. Recién en febrero de 1991, Hungría, Polonia y Checoslovaquia abandonaron esta opción creando el Grupo de Visegrado: temiendo un contragolpe conservador en Moscú, afirmaron allí su voluntad conjunta de protegerse bajo el paraguas estadounidense.
Del lado de Europa Occidental, los dirigentes compartían el propósito de sentar las bases de una nueva Gran Europa más autónoma respecto de Washington, aun cuando permanecieran favorables al mantenimiento de la OTAN. François Mitterrand deseaba insertar la Alemania reunificada en un sistema de seguridad europeo ampliado, reservando un lugar para Rusia. “Europa ya no será la que conocemos desde hace medio siglo. Ayer dependiente de las dos superpotencias, regresará, tal como se regresa a casa, a su historia y su geografía –declaraba en su mensaje del 31 de diciembre de 1989–. A partir de los Acuerdos de Helsinki, espero ver nacer en los años 1990 una Confederación Europea en el verdadero sentido del término, que unirá a todos los Estados de nuestro continente.” Buscando evitar el aislamiento de la URSS, diseñó una arquitectura paneuropea en círculos concéntricos: los entonces doce miembros de la Comunidad Económica Europea (CEE) debían formar un “núcleo activo” dentro de una estructura de cooperación paneuropea ampliada que incluyera a los antiguos países comunistas. Por su parte, la primera ministra británica Margaret Thatcher buscaba también inscribir en un marco europeo a esta potencia alemana en vías de restauración. En febrero de 1990, le encargó a su ministro de Relaciones Exteriores, Douglas Hurd, que impulsara en las negociaciones la opción de una “asociación europea ampliada […] que reciba a los países de Europa del Este y, finalmente, a la Unión Soviética” (4).
Gorbachov no supo sacar provecho de esta convergencia fugaz. Valiéndose del triunfo de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) en las primeras elecciones libres en la República Democrática Alemana (RDA), en marzo de 1990, el canciller Kohl preconizó la absorción simple y llana de la RDA por la República Federal de Alemania (RFA). El tiempo jugó en su favor y en el del presidente estadounidense George H. Bush, su principal aliado. La Unión Soviética necesitaba dinero; Washington, que no podía financiar adecuadamente a su adversario, ordenó a Bonn mostrarse generoso. Los 13.500 millones de marcos prometidos por Alemania, en concepto de contribución a la repatriación de las tropas soviéticas, tornaron a la URSS más conciliadora.
Con el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (START) de 1991, los occidentales obtuvieron una disminución drástica de los arsenales nucleares; las “democracias populares” cayeron una tras otra; pero, cuando Gorbachov reclamó una ayuda económica durante la cumbre del G7 en Londres en julio de 1991, los estadounidenses dijeron que no estaban dispuestos a hacer inversiones “no rentables”. El derrumbe de la Unión Soviética, en diciembre de 1991, le dio el golpe de gracia al proyecto paneuropeo. La OTAN integró en sucesivas olas a las antiguas democracias populares, más las ex repúblicas soviéticas bálticas (ver mapa). La Unión Europea haría lo propio.
Nuevos muros
En 1993, Mitterrand se disgustó por la adhesión de los países del Este a la OTAN, una alianza que deseaba se tornase más política que militar. En Estados Unidos también se elevaron rápidamente algunas voces contra una dinámica que corría el riesgo de producir en Rusia la reacción nacionalista que supuestamente debía prevenir. Incluso el padre de la doctrina de la contención del expansionismo soviético en 1946, George F. Kennan, denunció en 1997 la ampliación de la OTAN como “el error más fatal de la política estadounidense desde la guerra”. Esta decisión, advertía, “perjudicará el desarrollo de la democracia rusa, restableciendo el clima de la Guerra Fría […]. Los rusos no tendrán otra opción que interpretar la expansión de la OTAN como una acción militar. Buscarán en otro lado garantías para su seguridad y su futuro” (5). Crítico de la hibris estadounidense, Jack Matlock, embajador de Estados Unidos en la Unión Soviética entre 1987 y 1991, señala que “demasiados políticos estadounidenses ven el fin de la Guerra Fría como si se tratara casi de una victoria militar. […] La cuestión no debió haber sido ampliar o no la OTAN, sino más bien explorar cómo Estados Unidos podía garantizar a los países de Europa Central que se preservaría su independencia y, al mismo tiempo, crear en Europa un sistema de seguridad que habría confiado la responsabilidad del futuro del continente a los propios europeos” (6).
En los años 1990, debilitada por el caos económico y social, Rusia no disponía de medios suficientes para defender sus intereses geopolíticos. Pero su tímida reacción se debió también a su voluntad de preservar su estatuto de gran potencia como socia privilegiada de los estadounidenses. Ahora bien, sobre este punto, los occidentales le dejaron algunas razones para tener esperanzas. Moscú recuperó su arsenal nuclear disperso en las antiguas repúblicas soviéticas con la bendición de Washington; conservó su lugar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas; le ofrecieron ingresar al club de las grandes potencias capitalistas, el G7. “Reinaba entonces un clima de euforia –recuerda el ex viceministro de Relaciones Exteriores (1986-1990) Anatoli Adamichin–. Pensábamos que estábamos en el mismo barco que Occidente” (7). Los dirigentes rusos no vieron inmediatamente la ampliación de la OTAN como una amenaza militar. Se preocuparon más bien por su aislamiento, que se esforzaron por prevenir (8). En diciembre de 1991, Boris Yeltsin expresó el deseo de que su país se sumara a la organización “en el largo plazo”. Su ministro de Relaciones Exteriores Andrei Kozyrev mencionó la posibilidad de subordinar la Alianza a las decisiones de la CSCE (a punto de convertirse en la OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa).
La intervención de la OTAN en la ex Yugoslavia en 1999, sin mandato de las Naciones Unidas, hizo que Rusia tomara conciencia de su relegación. La Alianza Atlántica, de la cual estaba excluida, se le presentaba entonces como el brazo armado de un campo de vencedores tan seguro de su fuerza que pretendía imponerla incluso fuera de su zona. “El bombardeo de Belgrado por parte de la OTAN suscitó una enorme decepción entre quienes, como yo, creíamos en el proyecto de la ‘casa común’”, nos cuenta Yuri Rubinski, primer consejero político de la Embajada de Rusia en París entre 1987 y 1997. “El avance hacia Europa impulsado por Gorbachov siguió ejerciendo, sin embargo, su fuerza de inercia positiva durante muchos años.”
La intervención de la OTAN en la ex Yugoslavia en 1999, sin mandato de las Naciones Unidas, hizo que Rusia tomara conciencia de su relegación.
Suele admitirse que la llegada de un ex agente de los servicios secretos rusos a la cabeza del Estado ruso, en el año 2000, representó una ruptura con respecto a los años de Yeltsin, presentados como más abiertos a Occidente y más democráticos. Esto significa olvidar la iniciativa muy eurófila que caracterizó al primer mandato de Vladimir Putin. En 2001, en el estrado del Bundestag, llamó a Europa a “unir sus capacidades al potencial humano, territorial, natural, económico, cultural y militar de Rusia”. Más tarde, tras los atentados del 11 de Septiembre, Rusia propuso una coalición contra el terrorismo inspirada en la que venció a los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Pero, en diciembre, Estados Unidos, nuevamente en busca de superioridad militar, anunció que saldría del tratado Anti-Ballistic Missile (ABM) firmado por Leonid Brezhnev y Richard Nixon en 1972.
En febrero de 2007, en Munich, Putin fustigó el unilateralismo estadounidense: “Nos quieren infligir nuevas líneas de demarcación y nuevos muros”. En 2008, lanzó sus tropas para bloquear la ofensiva del presidente georgiano contra Osetia del Sur y obstaculizar indirectamente una extensión de la OTAN en el Cáucaso. Pero no renunció al diálogo y propuso incluso, en noviembre de 2009, un tratado de seguridad en Europa. La propuesta fue ignorada.
Expulsada a los márgenes de Europa, Rusia continuó con su proyecto de integración económica regional con antiguas repúblicas soviéticas (Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Armenia, Ucrania y Bielorrusia). Pero, tampoco en este caso buscó darle la espalda a Europa, su primer socio comercial y el principal destino de sus exportaciones de gas. Gracias a este proyecto, pensó en cambio que estaba mejor posicionada para negociar una alianza con la Unión Europea. Pero hoy acusa a la Unión de haberla excluido de las discusiones sobre el acuerdo de asociación con Ucrania, que hizo estallar el polvorín en 2013-2014. Moscú estima que, en virtud de sus lazos históricos y económicos con Kiev, debió haberse sumado a las discusiones, mientras que en Europa reina la convicción contraria. “La idea misma de esfera de influencia de Rusia se considera ilegítima –analiza el politólogo británico Richard Sakwa–, mientras que el campo de sus intereses legítimos y el modo en que tiene derecho a expresarlos sigue siendo impreciso” (9).
“La línea paneuropea se quebró en Crimea”, reconoce Rubinski. Moscú no se hace demasiadas ilusiones sobre la posibilidad de relanzar una relación privilegiada con Europa, que considera alineada con la política hostil de Estados Unidos. Sin embargo, si esto sucediera, sería con una condición: que se le reconozca un estatuto de igual. “Lo que le ofrecieron a Rusia no es el Gran Occidente [“Greater West”], sino la adhesión a Occidente en su acepción histórica, y en una posición subalterna”, resume Sakwa. Es precisamente lo que Moscú ya no desea: “No le suplicaremos a nadie [levantar las sanciones económicas impuestas desde 2014]”, advirtió el ministro de Relaciones Exteriores, Serguei Lavrov, en una conferencia de prensa conjunta con su par belga, el 13 de febrero pasado. Esta alianza, si tuviera que relanzarse, se inscribiría actualmente en una visión que ya nada tiene que ver con la visión de Gorbachov de un retorno a Europa. “El mundo ha cambiado. La época de los bloques y las alianzas cerradas se terminó”, señala algo irritado Fiodor Lukianov, jefe de redacción de la revista Russia in Global Affairs. “Cuando los europeos entren en razones, seguiremos dispuestos a construir esa Gran Europa –agrega Samarine–. Aspiramos a la integración de las integraciones, es decir, a un acercamiento y una armonización de la Unión Europea y la Unión Euroasiática”.
Rusia ve actualmente a Europa como un aliado importante, pero ya no como un destino histórico. Al afirmar que la cultura rusa constituye “una rama de la civilización europea”, Lavrov considera “imposible desarrollar las relaciones entre Rusia y la Unión Europea como en los tiempos de la Guerra Fría, cuando estaban en el centro de los asuntos mundiales. Debemos tomar nota de los importantes procesos en curso en Asia-Pacífico, Medio Oriente, África y América Latina” (10). Moscú pretende encarnar uno de los polos activos de un mundo multipolar. La crisis de la eurozona, luego el Brexit, hicieron que la Unión Europea perdiera su atractivo a los ojos de los rusos, quienes se alegran de las amenazas de desacoplamiento entre Europa y Estados Unidos efectuadas por Donald Trump. “Nadie quiere subirse a un barco que se hunde –afirma, en su oficina parisina, Gilles Rémy, director de una empresa consultora para inversores franceses en la ex URSS–. Los rusos pasaron de la fascinación a la compasión.” Según Vladislav Surkov, asesor cercano de Putin, la anexión de Crimea habría representado “el final del viaje épico de Rusia hacia Occidente, el fin de sus numerosos intentos infructuosos de incorporarse a la civilización occidental, vincularse a la ‘buena familia’ de los pueblos europeos”. Actualmente, Moscú asume su “soledad geopolítica”.
1. Marie-Pierre Rey, La Russie face à l’Europe. D’Ivan le Terrible à Vladimir Poutine, Flammarion, col. “Champs Histoire”, París, 2016.
2. Guillaume Serina, Reagan – Gorbatchev. Reykjavik, 1986: le sommet de tous les espoirs, L’Archipel, París, 2016.
3. Citado por Marie-Pierre Rey, “Gorbatchev et la ‘maison commune européenne’, une révolution mentale et politique ?”, La Revue russe, N° 38, París, 2012.
4. Citado por Mary Elise Sarotte, 1989: The Struggle to Create Post-Cold War Europe, Princeton University Press, 2009.
5. Citado por Andreï Gratchev, Un nouvel avant-guerre ? Des hyperpuissances à l’hyperpoker, Alma Éditeur, París, 2017.
6. Jack Matlock, Superpower Illusions: How Myths and False Ideologies Led America Astray – And How to Return to Reality, Yale University Press, New Haven, 2011.
7. Lenta.ru, 15-5-18.
8. Kimberley Marten, “Reconsidering NATO expansion: a counterfactual analysis of Russia and the West in the 1990s”, European Journal of International Security, Vol. 3, N° 2, Cambridge, 2017.
9. Richard Sakwa, Russia against the Rest: The Post-Cold War Crisis of World Order, Cambridge University Press, 2017.
10. Serguei Lavrov, “Russia’s foreign policy in a historical perspective”, Russia in Global Affairs, N° 2, Moscú, 2016.