La misoginia de Donald Trump

En Estados Unidos el 2017 empezó de manera asombrosa: un día después de que Donald Trump estrenara el cargo de Presidente, quedó claro que su misoginia era tan inquietante –para quienes creían firmes ciertos consensos sociales del siglo XX– como constructiva para él, pero también para el feminismo estadounidense, a pesar del propio Trump. Tan solo 24 horas después de haber asumido, el 21 de enero de 2017 se produjo una multitudinaria Marcha de las Mujeres (Women’s March) como reacción a los comentarios y actitudes machistas del nuevo jefe de Estado. A diferencia de lo que había ocurrido en la administración de Ronald Reagan (esa cruzada conservadora que llegó a empujar al movimiento de mujeres estadounidenses a callejones oscuros donde se mordía la cola, como con el debate sobre la pornografía, en el que terminó compartiendo bando con los reaganianos), la reacción que generó el magnate inmobiliario lograba menos neutralizar y destruir, que generar cohesión y activar. Eso es lo curioso: el retorno de lo impensable resultó productivo hacia adelante.

De alguna manera, los estadounidenses replantearon su grieta con la llegada de un discurso antiderechos de las mujeres, defensor de los gestos machistas –ni siquiera de los micromachismos, sino de los más groseros y evidentes— y orgulloso de actitudes discriminadoras que sólo unos meses antes eran impensables en el espacio del debate público. Entonces sucedió. Después de sobrevivir los años 80 y establecer en los 90 algo así como un espacio público propio, con sus propios nichos de mercado y sus figuras históricas convertidas en bronces, el feminismo estadounidense había llegado a un punto casi muerto. Se encontraba encerrado en un laberinto de debates centrado en hilar fino, abstraído y resolviendo especificidades de gueto. Como si todo el terreno ganado hubiera sido declarado propio para siempre, ese espacio había dejado de mirar la big picture y estaba muy lejos de instalar una nueva agenda de discusión. La brutalidad que la irrupción de Trump trajo consigo en la escena pública fue una salvación en ese sentido. Ante un enemigo común tan claramente definido, no quedaba otra opción más que la cohesión. La propia organización de la Marcha de las Mujeres (que movilizó a millones de mujeres en Estados Unidos e incluso en otras partes del mundo) fue una prueba de fuego exitosa: impulsó la construcción de un nuevo consenso (sobre lo que parecía ganado, indiscutido, pero nuevo consenso al fin) y una estrategia discursiva para convencer y atraer nuevas voces.

Los resultados apreciables en la movilización y en las consignas que se replicaron por distintas ciudades, redes sociales y en coordinación con los medios tradicionales (los pussy hats, los carteles manuscritos, la presencia de distintas generaciones de mujeres de las mismas familias, compartiendo luchas) pusieron de manifiesto la capacidad de regenerarse y fortalecerse de los feminismos ante un panorama inesperado. En eso también quedó claro, una vez más, que lo político del feminismo es tan potente que va más allá de lo partidario, de izquierda o derecha. La mención no es menor, porque el avance de la misoginia inherente a la figura de Trump suele ser mentada como propia de la derecha, cuando en realidad ese tipo de cuestiones no se limita a identidades partidarias. Sin identificar a los demócratas con la izquierda pura, ¿será que Hillary Clinton, durante la campaña presidencial, no tuvo que lidiar con machismos y misoginia dentro de su propio partido?

Un recurso para ganar

Los machismos son todavía una parte tan íntima de la construcción política del siglo XXI, que jugar la carta de la misoginia a Trump le valió ganancia. No sólo fue una herramienta para polarizar en la contienda con una candidata que no enmascaraba su condición de mujer en un mundo político con techo de cristal bajito (aun cuando Hillary Clinton estuviera lejos de ser una pasionaria feminista), sino que esa posición reaccionaria le sirvió también para fidelizar a un electorado que venía anunciando su oposición visceral a la agenda progresista y de derechos de las minorías. Lo que los votantes rednecks y más allá preanunciaban en los mitines de la campaña republicana era, precisamente, el peso que esa posición podía tener en electorados no necesariamente politizados, pero sí sensibles a lo que sintieran como ataques a valores y tradiciones de una identidad ¿nacional americana? Claramente, los derechos de las mujeres estaban entre esas amenazas.

Algo avanzado 2017, un estudio de la consultora Perry Undem confirmó con números esa sospecha. Las estadísticas demostraron que, a la hora de pensar en política y derechos de las mujeres, opera un mecanismo similar al que colabora en la eficacia de las fake news: importa más la creencia y sostenerla, que operar a partir de datos e información. De acuerdo con el estudio, aunque sólo el 19% de los escaños legislativos estadounidenses estaban ocupados por mujeres, el 32% de los varones y el 25% de las mujeres que votaron por Trump dijeron que las mujeres tienen representación política igual o superior a la de los varones. El 47% de los varones votantes de Trump negaron que el sexismo fuera un problema cotidiano (ese número más que duplicó el porcentaje sobre el total de votantes, entre quienes solo el 22% negó el peso del sexismo). Entre las votantes republicanas, sólo el 15% dijo que el sexismo es un problema real; el 54% afirmó que las mujeres exageran y leen cualquier comentario inocente como sexismo.

El 52% de los varones que votaron a Trump, además, aseguraron que las mujeres tienen igual o más poder que los varones en la sociedad (en la encuesta general, el 26% lo afirmó). La campaña del republicano había sabido leer eso a tiempo, y lo usó largamente tanto en la campaña como en la gestión. Sin embargo, el tiempo dirá si la ganancia que le redituó al principio, antes de llegar al cargo, puede replicarse del mismo modo durante la Presidencia.