¿Qué es una amenaza a la democracia?
Los tres pilares que sostienen la democracia –la posibilidad de discutir institucionalmente la redistribución del ingreso, la prevención del conflicto violento y la protección de derechos– se encuentran amenazados. El atentado contra Cristina es un síntoma de estas enfermedades y una prueba preocupante de nuestra inclinación a tropezar varias veces con la misma piedra.
La democracia es un milagro. Y puede ser insoportable. Es un conjunto de procedimientos y rituales para el gobierno de iguales sobre iguales; sin privilegios, solo jerarquías temporarias. Pero como enseña Adam Przeworski, el autogobierno universal no es posible. Solo algunos mandan, el resto obedecemos. Entre los que obedecemos, para muchos (quizás para la mayoría, o para todos, en distinta medida, en distintos momentos) la autoridad del Estado es un dato del paisaje, da más o menos igual quien hable en nombre de ella. El resto (o todos, el resto del tiempo) nos dividimos entre quienes se reconfortan por estar recibiendo órdenes de alguien que consideran propia o propio y quienes viven los cuatro años que media entre cada recambio presidencial (el mismo tiempo que divide la eliminación en un mundial de fútbol y la próxima chance) con fastidio e impaciencia. Es un tiempo largo. ¿Pero no sería mucho peor vivir bajo un gobierno arbitrario? No siempre. La democracia no sobrevive en cualquier entorno. Nuestra época –y la resonancia de nuestra época en nuestro país– encierran algunas amenazas.
La ciencia política actual da tres respuestas a la pregunta por la supervivencia de la democracia. De acuerdo con la primera, la democracia es una garantía institucional para la discusión política de los resultados económicos. No implica una promesa de redistribución constante a favor de los pobres, pero admite legalmente la redistribución progresiva del ingreso o la riqueza. Desde este punto de vista, y sintetizando el argumento, la democracia sobrevive si los ricos prefieren politizar la distribución antes que colaborar con la represión y si los pobres eligen la participación política antes que la rebelión.
De acuerdo con la segunda respuesta, la competencia electoral es un mecanismo para prevenir el conflicto violento. El recuento de votos simboliza el apoyo que tendría cada contendiente si hubiera un conflicto militar. Contar votos es mejor que contar bajas, en la medida en que perder una elección no sea innecesario, porque la superioridad numérica de una de las partes es abrumadora, o insoportable, porque una o ambas partes perciben a la otra como una amenaza vital.
La tercera respuesta sostiene que la sanción electoral potencial es la garantía más confiable para la preservación de los derechos, incluyendo el derecho a la vida, las libertades de movimiento, expresión y asociación y los derechos a elegir y ser elegido. El mecanismo funciona en la medida en que cualquier violación de estos derechos tenga un castigo electoral previsible. Para que eso ocurra, por lo menos algunos de los partidarios del gobierno que supera estas barreras tienen que estar dispuestos a abandonarlo.
Las amenazas
¿Qué aspectos de la situación actual podrían afectar a cada uno de estos pilares?
En ninguna democracia occidental, tampoco en nuestro país, se vive una situación revolucionaria. No hay ninguna amenaza de rebelión popular. Aún así, la discusión política de la distribución enfrenta resistencias fuertes y radicales. No solo se resiste la redistribución progresiva; se cuestiona la legitimidad de que las decisiones políticas de los gobiernos democráticos puedan afectarla. La versión silvestre de esta resistencia son las quejas, cada vez más frecuentes y agresivas, sobre las familias que reciben asistencia social del Estado. Según esta descripción, la protección social pública no es un remiendo para los puestos de trabajo formales y bien pagos que las empresas no ofrecen a los pobres, sino una extorsión de los partidos populares sobre esos pobres para secuestrar su voto. El estigma social se combina con la sospecha sobre la legitimidad de los resultados electorales. Este argumento, harto repetido aunque rudimentario, esconde preocupaciones fundadas de actores más lúcidos.
La discusión política de la distribución enfrenta resistencias fuertes y radicales.
Los partidos con objetivos revolucionarios no tienen ninguna influencia política relevante en América Latina. Esto incluye al catastrófico experimento del “Socialismo del siglo XXI” en Venezuela, que inspiró simpatías pero no émulos en la región, y cuya irradiación perdió toda potencia hace por lo menos diez años. Pero los sectores populares tienen una organización y una influencia electoral sostenida sin precedentes. Con diferencias de solidez institucional, metodologías y eficacia entre los países, por supuesto, desde Ecuador hasta Uruguay, desde Chile hasta Colombia y desde Argentina hasta Brasil, los sectores populares tienen capacidad de acción colectiva, influencia político cultural y eficacia electoral y legislativa. A veces (pocas, sobre todo electoralmente) ganan; a veces (la gran mayoría, sobre todo en política pública) pierden, pero no son espectadores de la política: juegan.
Por supuesto, la política plebeya latinoamericana no es un invento de los gobiernos progresistas de principios de siglo XXI, pero el hecho de que se haya consolidado durante el período de mayor continuidad institucional en la región no es casual, y es relevante. Al cabo de cierto tiempo, el sistema empezó a funcionar como indica el manual del usuario y, efectivamente, en particular después de los resultados decepcionantes de las reformas inspiradas en el Consenso de Washington, la política económica empezó a tomar en cuenta las demandas de los representantes de los sectores de menores recursos. En el continente más desigual del mundo sería sorprendente que este hecho no generara resistencias, y más sorprendente que estas resistencias no se reforzaran después de que los gobiernos de centroizquierda demostraran, si no la capacidad, al menos la vocación de cerrar las brechas de riqueza, ingresos y condiciones de vida.
¿Las derrotas electorales son menos soportables en nuestra época que en las anteriores? La polarización partidaria y la segmentación (el hecho de que los votantes de los partidos se parezcan entre sí y difieran respecto de los votantes de sus principales competidores desde casi todos los puntos de vista) sin duda convierten a las elecciones en un juego de apuestas más altas. Este fenómeno afecta sobre todo a la minoría de votantes que presta mucha atención a la política y puede que sea un rasgo constitutivo e ineliminable de la competencia electoral. La amenaza más significativa para la supervivencia de las elecciones es la movilización de la derecha radical.
Para algunos sectores de extrema derecha, minoritarios pero de creciente influencia política, no solo la derrota, sino incluso las victorias electorales, parecen insoportables. El problema no aparenta ser la posibilidad de ser gobernado por otros sino la necesidad de competir electoralmente con esos otros o de tener que escucharlos en los medios de comunicación o en las legislaturas, aún cuando ocupen posiciones subordinadas. Es notorio que Jair Bolsonaro y sus seguidores no hayan abandonado la retórica hostil, la actitud amenazante y el aliento a la violencia ni siquiera después de ganar cómodamente el ballotage de 2018. Candidatos de extrema derecha estuvieron cerca de llegar a la presidencia en Colombia y en Chile y expresiones que hasta hace pocos años eran parte del folklore político urbano, solo reconocibles para los iniciados, son parte del debate público cotidiano en toda la región. La comunicación a través de redes sociales le dio visibilidad y apariencia de aceptabilidad y facilitó la cooperación en los grupos violentos cuya movilización sostiene a estos líderes de derecha. La influencia de estos grupos puede alentar interrupciones constitucionales, como en Bolivia, o cambios de régimen, como en Honduras. Ese riesgo aumenta si, como ocurre en Brasil, la influencia alcanza a grupos numerosos y a oficiales de alto rango en las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad.
Parte del ascenso de las derechas latinoamericanas deriva de que se animan a desafiar frontalmente el credo igualitario y anti-discriminatorio en el que se sostienen las democracias de la tercera ola (aquellos países que recuperaron la democracia entre fines de los 70 y los 80, como España, Portugal y muchos latinoamericanos). El debilitamiento del recuerdo de las grandes tragedias políticas del siglo XX, la paradójica mezcla de reconocimiento y anonimato que ofrecen las redes sociales se combinan de algún modo para difundir formas de pensar y de hablar que hasta hace pocos años no podían exhibirse en público. Este credo es parte de la trama cultural que enlaza a la democracia con el Estado de Derecho.
En pleno auge de la teoría política de posguerra de inspiración liberal, el politólogo noruego Jon Elster publicó Ulises y las Sirenas (1), un libro muy influyente que presenta a las reglas (entre ellas, las leyes) como un dispositivo de autocontrol para evitar que el alcance de objetivos inmediatos individuales o la obediencia a las pasiones impida el alcance de objetivos mediatos, generales o la obediencia a nuestras inclinaciones más meditadas. Cuenta Elster en el prólogo de uno de sus libros siguientes, donde revisa algunas ideas expuestas en el anterior, que cuando fue a visitar a su director de tesis de doctorado escuchó el siguiente reproche: “escribiste un libro sobre las leyes como un mecanismo de auto-control, pero las leyes no son para atarse uno sino para atar a los otros.” Es posible que la observación del maestro de Elster no valga para todos los casos. Sin embargo, parece razonable pensar que la fe en que el mecanismo electoral puede funcionar como resguardo de la protección que ofrece el Estado de Derecho es exagerada. En Venezuela, en Polonia, en Hungría, en Turquía, en El Salvador y en Nicaragua, presidentes electos violaron las garantías de sus competidores (entre otras cosas) sin que eso haya tenido ninguna consecuencia electoral negativa. En Brasil, en Ecuador, en Perú y en Argentina el procesamiento de líderes opositores es parte del arsenal electoral de una parte significativa del espectro político y ha sido utilizado con buenos resultados electorales con mucha frecuencia en los últimos diez años. El encastre entre competencia electoral y legalidad y el funcionamiento democrático de las repúblicas demanda ecuanimidad, prudencia y equilibrio de fuerzas entre Estado y sociedad, gobiernos y oposiciones, políticos y jueces, público y periodistas. Ese equilibrio (si alguna vez se alcanzó completamente) parece estar lejos de la situación actual. Eso también representa un peligro para la supervivencia del sistema.
Alguien podría decir que este diagnóstico sobrestima el riesgo de quiebra del sistema. No parece haber actores partidarios que apuesten a un reemplazo de las reglas vigentes. A pesar de que las fuerzas armadas conservan influencia política y poder de veto en algunos países de la región, es difícil imaginar intervenciones militares extensas como las que vivimos hasta principios de los 80. El compromiso de los gobiernos de los Estados Unidos con la democracia es, como siempre, intermitente y sesgado, pero la intervención decidida en defensa de sus socios políticos en cada país no es tan previsible como durante la Guerra Fría. ¿Y qué otra regla de sucesión podría reemplazar a las elecciones? Ninguna.
Esto no implica que los riesgos que mencioné antes no se traduzcan en debilitamientos o erosiones de las capacidades de autogobierno democrático de nuestras sociedades. Un escenario posible es el que describen Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en Cómo Mueren las Democracias (2): la violación paulatina de los límites constitucionales y la asfixia lenta de la competencia política y la oposición legítima. Este escenario requiere gobiernos exitosos y liderazgos sostenidos, algo que va exactamente a contramano de la extrema volatilidad que afecta desde 2010 a los gobiernos de la región. Pero también podría ocurrir que el bloqueo recíproco, la impaciencia, el conflicto social disperso y la ineficacia transformen los liderazgos volátiles en péndulo entre democracias e interrupciones constitucionales.
Para Argentina no sería una novedad. Vivió de ese modo entre 1955 y 1983, los casi treinta años largos, violentos y oscuros en el que jugamos el juego imposible de armar un país sin peronistas. El atentado contra Cristina Fernández de Kirchner es un síntoma de estas enfermedades y una prueba preocupante de nuestra inclinación a tropezar tantas veces con la misma piedra.
1. Fondo de Cultura Económica, 1989
2. Ariel 2018
* Profesor Asociado, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad de San Andrés. Investigador Independiente, Conicet.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur