Mis viejos podrían haber estado entre las familias más pudientes de Córdoba, pero no les interesaba, ya les parecía muy ostentoso tener una casa de dos pisos ¡y con pileta de natación! Que era un objeto de lo más suntuoso en aquellos años. Tan así, que la cooperadora de la escuela organizó una pileteada en mi casa para recaudar fondos. Ese sábado mi domicilio fue una kermese, de todos lados vinieron chicos de primaria, pagaban un “bono contribución” y pasaban horas retozando en el agua a los gritos mientras sus madres vendían tortas y pastelitos de dulce de batata.

Por fin mis padres se decidieron a agrandar la casa. La obra fue más lenta y cara que la Sagrada Familia de Barcelona. Con los albañiles ya éramos como parientes. Pleno auge del hipismo, a mi vieja se le había dado por la “comida naturista” que era la última moda culinaria progre. Con este nuevo tipo de menú te cagabas de hambre, pero eso sí: las comidas eran horribles. Se trataba de un verduraje infame que debería estar prohibido por la ONU. Los albañiles estaban al tanto de este maltrato gastronómico y cerca del mediodía me gritaban “Che gringuito, ya está el faldeao” Y ahí iba yo a clavarle el diente a los cortes más sabrosos y fortificados en lípidos que haya visto jamás.

Mientras duró la ampliación de la casa tuvimos prohibido, mis amigos y yo, usar la pileta de natación en el horario en que estaban los albañiles. A mis viejos les parecía horroroso que se estén bañando y riendo mientras esta pobre gente está sudando la gota gorda al rayo del sol. Así fue que la pileta no se usaba sino hasta que llegaba el horario de “Lavar los baldes”.

A nuestros viejos nunca se les cruzó por la cabeza hacer inversiones ni comprar propiedades, más bien todo lo contrario. Siempre habían sido cooperativistas – de hecho mi viejo fue director del periódico de El Hogar Obrero – así que hicieron una cooperativa con los colaboradores de la revista. Lejos de ser una empresa familiar, la revista era un modo de vida, era su vida. Pasaban más tiempo en la redacción que en cualquier otro lugar. Lo que debían ser oficinas de trabajo y producción eran, en la práctica, ámbitos sociales de charla, comentarios y risas. El número de visitas que cada día llegaba a la redacción era infernal. Había colaboradores que iban a llevar un chiste y ya que estaban llevaban también – para que conocieran la megaempresa – a toda su familia, a los vecinos y al loro. Pero eso sí, no se quedaban mucho tiempo, apenas unas tres horas. Fuera del horario laboral, la cosa seguía igual. Vivían de joda. Cualquier bondi los dejaba bien, todos los eventos culturales de la ciudad requería la atención del clan hortensia. Y allá iban, no importaba de qué se tratara, ahí estaban los Figuretti cordobeses.

Roberto Fontanorrosa, Alberto Brócoli (creador del Mago Fafá), Alberto Cognini (director de la Revista Hortensia) y María del Carmen Garay. (Foto: La Capital)

Así también se pagan las consecuencias: en teoría se trataba de una publicación quincenal, en la práctica era totalmente azarosa la salida del número siguiente. De hecho la publicidad radial decía “Atención, apareció Hortensia” porque si no nadie sabía cuándo salía. Mucho tiempo antes que La Mona Jiménez saludara a los diferentes barrios de Córdoba en sus bailes, a mi viejo se le ocurrió hacer lo mismo con las publicidades radiales. “Atención Barrio Alberdi, apareció Hortensia, atención”.

Durante el último gobierno de facto, algún iluminado de botas y charreteras pensó que en realidad estos eran anuncios encriptados que alertaban a la población cual sería la próxima zona a ser requisada por las fuerzas parapoliciales. Mi viejo fue llamado a declarar y fue interpelado al respecto. No fue la única entrada a la cana: unos meses más tarde, los muchachos de la imprenta idearon como divertimento un PRODE interno. Se ve que estaban bajo la mira, porque al cabo de unas semanas fueron denunciados por “Juego Clandestino Organizado”. Mi viejo reaccionó rápido y se hizo responsable de la acusación, declaró que no era una organización y que él era el único responsable. Le dieron veinte días de arresto domiciliario, no podía salir de la casa sin antes obtener autorización llamando a no sé cuál repartición oficial y explicando a dónde iba.

La revista entró en Buenos Aires pero tampoco allá era fácil de conseguir. Así fue que muchos porteños empezaron a llamar para pedir subscripción y el envío de los números atrasados, el primero de ellos fue Daniel Rabinovich, quien dijo ser un admirador y coleccionista de la revista. Un año más tarde vino con toda la troupe de Les Luthiers a Córdoba a actuar, pero antes de ir a probar sonido pasaron por casa a comer un asado. Yo nunca había escuchado hablar de ellos. Ese día volví del colegio con mucho calor, traía la camisa desabrochada y el saco en el hombro. Entré a casa y me quedé helado, lo que vi en el living me hizo dudar si no estaba soñando. De ser así, era un sueño de lo más surrealista: había allí un violonchelo hecho con un calefón, un violín con una lata de sardinas, un trombón con caños de desagüe, una trompeta con un casco de albañil color amarillo y un xilófono con una máquina de escribir. Desde el fondo venían, junto con el humo del carbón, unas risas y voces desconocidas que me hicieron volver en mí. No era un sueño, no eran alucinaciones. Recuerdo que entonces pensé ¿Qué es esto? ¿Y ahora qué? ¿Quiénes son estos nuevos locos? ¿Por qué no podíamos con mis hermanos tener padres normales que tuvieran amigos normales?

Mariano Cognini, hijo del fundador de Hortensia, en Crónica Matinal (Canal 10)