De la identidad partidaria, al racionalismo político
Carlos Menem llegó al poder con un liderazgo carismático, discurso y propuestas referenciadas en el justicialismo, e interpretando la coyuntura política que azotaba los tiempos del gobierno radical de Raúl Alfonsín, quién empezaba a sufrir el intento de sometimiento del poder económico local, en alianza con el sistema financiero mundial.
El poder real de la Argentina, fortalecido durante los tiempos de la dictadura militar, había cedido las instituciones en 1983, pero nunca la decisión del rumbo estratégico que debía tomar el país en el nuevo ordenamiento internacional: volver a ser el granero del mundo. Por eso, Alfonsín –entre otros motivos- debió partir antes de la Casa Rosada.
Ese contexto fue el que dio nacimiento al “menemismo” y que tuvo una fórmula para llegar al poder y otra absolutamente contraria, para mantenerse en él por 12 años, convertido en un líder liberal moderno, y popular. De algún modo, significó el regreso al poder de los caudillos conservadores populares.
Su estadía en la Casa Rosada se divide justamente en dos, en coincidencia con sus mandatos. Un momento en el que logró consolidarse, y en otro, que hizo todo para mantenerse y evitar una partida anticipada como le había ocurrido a su antecesor.
Menem –tras sorprender con un giro absoluto entre su discurso electoral y el rumbo de su gobierno- construyó su poder sobre una alianza compuesta por políticos peronistas, sindicalistas tradicionales, grandes empresarios, banqueros nacionales y extranjeros, que le permitió someter la política a las urgencias económicas marcadas por la híper inflación y la falta de crecimiento.
El giro promercado y su alianza con Domingo Cavallo, abrieron un tiempo de estabilidad económica y social que mientras duró, sirvió para consolidar el poder del presidente. Pero también le implicó “encarar el problema de los intereses y la identidad” de su procedencia política, además de pasar de un modelo redistribucionista a la abierta exaltación de la ganancia privada”, y de reformas económicas caracterizadas por privatizaciones de empresas nacionales, y apertura con desregulaciones, como indica en su tesis sobre el menemismo, Franco Castiglioni, profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, director de la Carrera de Ciencias Políticas, Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
Por este motivo, el nuevo presidente debió emprender un largo camino para lograr un equilibrio de poder y así gobernar una Argentina con urgencias económicas y un pueblo con una incipiente madurez política en Democracia.
Por un lado, reemplazó sus contradicciones ideológicas con un declamado pragmatismo para poder gobernar. Neutralizó la tensión gremial por los cambios impulsados, con un jugoso plan de negocios que le dio a la dirigencia del sector, poder hacia dentro de sus organizaciones, pero lo debilitaron en su capacidad de presión.
Endulzó a la dirigencia peronista con el usufructo del acceso al poder, dándole elementos para construcciones regionales y funcionales al liderazgo supremo de Menem. A la sociedad, la estabilidad tan demandada, que resolvía la incertidumbre en las economías domésticas de un pueblo cansado de la hiperinflación.
Todo esto, garantizado por un marco legal concebido en la ampliación de miembros de la Corte Suprema de Justicia, que le dio sustento a un modelo de decisiones de gobierno, donde alrededor del 70 por ciento estuvo concebido por decretos de necesidad y urgencia.
Este modelo funcionó; incluso superó crisis económicas internacionales como la de 1995, se permitió una reforma de la Constitución y, obviamente, ganó elecciones. Pero subyacentemente, se sostenía en realidad sobre parámetros institucionales cuestionables, profundización de la dependencia internacional de la economía, y una flexibilización social (como contrapartida a la estabilidad económica), que –entre otros efectos negativos- puso a la desocupación en un record del 18 por ciento en 1995.
La presión social y la pelea por la sucesión anticipada del poder, puso a todos los jugadores en tensión. La interna partidaria reclamó “un tiempo social” para la Argentina; la oposición se nutrió de justicialistas en fuga que construyeron nuevas mayorías en alianza con un radicalismo disminuido; el poder económico y financiero (abrazado a la figura de Cavallo), exigiendo profundizar el ajuste y la transformación del Estado con más despidos; y la sociedad que abandonó las organizaciones tradicionales de presión, como los gremios, para cortar calles y rutas, dando nacimiento a los denominados “piquetes”.
Menem llegó al poder en 1989 con un discurso emotivo, de fuerte contenido identitario; fue reelecto en 1995 con otro racional, utilitario y especulativo. Probablemente, este aspecto marque también un punto de inflexión en la construcción del vínculo entre la política y la sociedad argentina.
Llegó al final de su mandato debilitado, con fuerte rechazo social y condicionado por las denuncias de corrupción. Su vida política después del poder transcurrió como referencia del 20 por ciento de la población identificada con pensamientos liberales, y a resguardo de los embates judiciales, en un pobre y oscuro rincón del Senado nacional.