Diego es una estrella, no un trofeo
En un 2020 definitivamente para el olvido, los argentinos recibimos otro golpe al mentón que dejó como atontada a una inmensa mayoría. En realidad, nadie terminaba de creer lo que los medios decían.
Cada lector o televidente soñaba con que se trataba de una “fake news”, una más en esta coyuntura exagerada y tramposa a la que tenemos que enfrentar todos los días.
Sin embargo, esta vez no se trataba de una noticia falsa. Era verdad y la pelota se quedaba sin su amante eterno.
Pronto comenzaron los operativos para darle a Diego Armando Maradona una despedida como él se merecía y, a la vez, homenajear o tan solo mimar al pueblo que siempre lo amó como futbolista genial. De su vida privada, sus excesos, sus errores y sus contradicciones no se dirá aquí una palabra. Fontanarrosa solía repetir: “No importa lo que Maradona hizo con su vida, sino que me importa lo que Maradona hizo con mi vida”. Impecable.
Su muerte conmovió al planeta, pero lamentablemente su violento velatorio también fue noticia internacional y quedamos como unos bobos, irresponsables y egoístas. El mundo habló de “los argentinos”, no de un gobierno, de la familia o de los salvajes que quisieron copar la parada en la célebre casa de Balcarce 50, sede del Poder Ejecutivo Nacional.
Si el Gobierno quiso organizar la ceremonia, debió desplazar a la familia de la toma de decisiones. Claudia Villafañe, con todo el dolor del mundo a cuestas, terminó imponiéndose sobre el presidente Alberto Fernández, porque –entre otras cosas- resolvió sin consultar cuándo empezaba y cuándo terminaba el velorio. Un disparate y una falta de autoridad del Gobierno que no supo qué hacer. Personas presentes dentro de la sala vieron pefectamente como la ex esposa del ídolo se negaba a un pedido de Cristina: prolongar el velatorio para evitar disturbios.
Cuando la gente se enteró que todo terminaba, el desborde fue general. Lo vimos todos. En los últimos años, en Argentina hubo dos funerales masivos: el de Néstor Kirchner en la Casa Rosada, que duró dos días y el de Raúl Alfonsín en el Congreso, cuya extensión superó las 24 horas. En ninguno de los dos pasó absolutamente nada.
Eso debió hacerse. Darle tiempo a la gente que se despidiera de la persona que arrancó lágrimas de alegría. En cambio todo fue casi un tormento.
Estas cosas deben ser resueltas por profesionales, por gente con capacidad y formación en esta materia, no por ingenuos.
El papelón internacional lo pasan “los argentinos”, no los responsables de la seguridad y de la organización de un evento de esta magnitud.
Cuando se produjeron los desmanes en el Patio de las Palmeras (en la parte delantera de la sede gubernamental), Cristina Fernández debió ser llevada a los apuradas a las oficinas del Ministerio del Interior y estuvimos a minutos de que Alberto Fernández fuera evacuado.
¿No sabían que entre la gran cantidad de gente que fue a la Plaza de Mayo estaban las barras bravas? ¿Ignoraban que esas personas están acostumbradas a la violencia cotidiana?
Fue triste que en el Patio de las Palmeras se arrojara gas pimienta, y que afuera la policía tirara gases lacrimógenos y balas de goma. No hubo muertos de casualidad.
Después empezó la guerra de acusaciones cruzadas. Que el ministro Wado de Pedro culpaba a la Policía de la Ciudad y los pibes del PRO se burlaban de la ineficiencia del Gobierno y difundían memes sobre el velatorio. Muchos de esos chicos posiblemente no tengan la más puta idea de lo que hizo Diego en una cancha de fútbol.
Sí recalcaban que fue amigo de Chávez, de Fidel, de Maduro… y que se drogaba. A los argentinos de bien que lo lloramos no nos interesa eso. Nos emocionan las maravillas que hizo en un rectángulo verde.
Maradona se fue de viaje y se convirtió en una estrella. Y nos sonríe, sabiendo que nunca fue ni será un trofeo de nadie.