Entre el fascista y el del riñón
Este martes, en Estados Unidos va a votar más gente que de costumbre, quizá se marque un récord. Porque ya han votado más de 80 millones de ciudadanos, casi un tercio del padrón electoral, que es de unos 250 millones de personas.
Es que el sistema político en Estados Unidos está hecho especialmente para desalentar la participación ciudadana. Las elecciones son un martes laboral, hay que pedir permiso al patrón para salir del trabajo, es necesario anotarse previamente, y otra serie de requisitos y palos en la rueda. A eso hay que sumarle lo que dice el lingüista y politólogo Noam Chomsky: “En Estados Unidos hay un sistema de partido único con matices”. Todo esto conduce a una gran apatía que pone en entredicho la verdadera legitimidad de las elecciones. Pero hay algo más. No se trata de elecciones directas a presidente, sino que los votantes eligen electores, que en un Colegio Electoral elegirán un presidente. Cada estado manda a ese Colegio Electoral una cantidad de electores proporcional a su población. Por ejemplo, California es el estado que más electores tiene: 55, mientras que Alaska o Montana tienen sólo 3. Hasta ahí, más o menos normal. Pero el gran problema es que en cada estado, el que gana se lleva todos los electores, no importando por cuánto gane. Eso desvirtúa drásticamente la voluntad popular. Por eso pudo ocurrir lo que ocurrió en las elecciones pasadas, del 8 de noviembre de 2016, cuando Hillary Clinton fue votada por 3 millones de estadounidenses más que Donald Trump. Pero el presidente fue este último. Eso ya nos pone ante una pregunta básica: ¿hay real democracia en Estados Unidos? Lo que está claro es que no hay una sola elección en Estados Unidos, sino 51 elecciones (una en cada uno de los 50 estados, más Washington DC).
Por todo lo explicado anteriormente, los cinco puntos promedio de ventada que tendría el candidato demócrata, Joe Biden, sobre el republicano Trump, no son definitorios ni mucho menos. El Colegio Electoral tiene 538 miembros, y para ser consagrado presidente, un candidato tiene que tener al menos 270 de ellos. Hasta ahora, según los sondeos, Biden tiene ventaja en 20 estados que le darían 232 electores, y Trump tiene ventaja en 23 estados que le darían 187 electores. Habrá que esperar al martes a ver qué sucede en estados claves que pueden cambiar todo, como Florida, Pensilvania, Carolina del Norte, Wisconsin, Michigan, Arizona y Ohio.
Hasta aquí, hemos hablado sólo de alquimia, de politiquería barata, de especulaciones con computadora que se parecen más a un partido de truco que a una contienda electoral. Si queremos hablar seriamente de política, esta columna podría resumirse en una frase: no cambiará nada con el resultado del martes. Simplemente por aquella sentencia de Chomsky: “Aquí existe un sistema de partido único con matices”. O sea que no hay tantas diferencias entre las dos ofertas electorales. A esta altura de la nota, vos estarás pensando que yo enloquecí. ¿Cómo no va a haber diferencias entre Trump y Biden? Tranqui, te entiendo, Trump te parece lo peor de lo peor, además, siempre te dijeron que los demócratas son un poco más progres. Lamento desilusionarte. Es cierto que Trump es chocante, engreído, soberbio, machista, xenófobo, racista, y hasta uno podría encontrarle tintes neofascistas. Pero un imperio es un imperio, y no tiene demasiadas variantes en sus políticas de Estado. De hecho, si hiciéramos un racconto del siglo XX, las peores barbaridades las hicieron gobiernos demócratas: las bombas atómicas contra Japón, la invasión de la Bahía de Cochinos, el inicio del bloqueo criminal contra Cuba, el inicio de la Guerra de Vietnam, los bombardeos de Clinton en los Balcanes o en Somalía, la invasión de Haití, y más recientemente la política destructora de Obama e Hillary contra Siria y contra Libia. Y si venimos a Sudamérica. En 2008 Bush hijo se fue del gobierno dejándonos una sola base militar, la de Manta en Ecuador. En cambio, Obama se fue dejándonos 19 bases imperialistas en Sudamérica y la reactivación de la Cuarta Flota que surca los mares del Atlántico y el Pacífico Sur.
Trump no es mejor, aunque es cierto que no empezó ninguna guerra. Pero llevó la tensión de la guerra comercial con China al límite, potenció la incipiente “guerra fría” con Rusia, fue y vino sin lograr nada con Corea del Norte, y lo mismo con el famoso muro de la vergüenza con México. Donde se destacó por su torpeza fue en la política hacia el Medio Oriente. Dinamitó los puentes con Irán por el proyecto nuclear y echó leña al fuego del conflicto palestino-israelí al reconocer a Jerusalén con capital del Estado de Israel y propiciar la anexión del Valle del Jordán. Una declaración de guerra hacia el ya de por sí martirizado pueblo palestino.
También en política exterior se peleó con todos sus aliados, principalmente europeos, por distintos temas: el cambio climático, Irán, los refugiados. Llegó a piratearle a Alemania un avión entero lleno de barbijos que venían de China al principio de la pandemia, a Paraguay le robó 60 respiradores provenientes de Taiwán, se comportó de manera similar con todo el mundo. Perdió la carrera con China en cuanto a la colaboración y la construcción de una imagen seria de potencia mundial. Lo que queda es la pobre imagen de un imperio en inexorable decadencia, y sobre todo en descomposición moral con su propia población.
Respecto a esto último, el racismo interno contra las comunidades afroamericanas, latinas y extranjeras en general, ha hecho del gobierno de Trump un emblema y ha generado una grieta en esa sociedad que excede ampliamente la que tanto escandaliza a algunos comunicadores en Argentina. El Estados Unidos WASP (White, Anglosaxon and Protestant) está de vuelta, y hasta el Ku Klux Klan y los Panteras Negras. Resabios de un pasado violento y racista al extremo.
Todo eso representa Donald Trump. Pero… ¿qué representa Joe Biden? Ni más ni menos que el estado de Delaware, del que fue senador nacional desde 1973 hasta 2009, cuando dejó esa teta estatal para asumir como vicepresidente de Barack Obama. Eso no dice nada a simple vista, salvo que cuando hablamos de Delaware hablamos de la mayor guarida fiscal de Estados Unidos, y una de las mayores del mundo. Allí va todo el dinero sucio del mundo: corrupción, lavado, tráfico de armas, drogas, personas, órganos, toda la porquería que quieras imaginar. Todo ese dinero mal habido, producto del sufrimiento, la sangre y las lágrimas de millones de personas, va a lavarse en Delaware. Y Biden fue durante casi 40 años el representante de esa timba mortal.
Entonces, ¿con Biden en la Casa Blanca, podemos esperanzarnos en que algo cambie para bien? Y… Hoy por hoy, el verdadero imperio es el poder financiero internacional. Es el poder detrás del poder. No tiene fronteras ni límites. Quizá ese poder absoluto se haya cansado de las bravuconadas ridículas de un personaje de los Simpsons devenido en presidente. Quizá estén buscando a uno del riñón del verdadero poder, que además, sea más educado y menos chocante. Por ende, más confiable.