Era misión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad, realizada en Colombia, abordar severos desafíos ambientales globales. En su lugar, sólo se percibe vacío y distancia, junto con la consolidación de una “burocracia ambiental” centrada en la retórica en lugar de hallar soluciones reales. Las consecuencias de las crisis ambientales se manifiestan con crudeza, como las recientes inundaciones en Valencia, sin respuesta eficaz por parte de los Estados y otras organizaciones.

En el ámbito de la COP 16, el lenguaje técnico y la formulación de estrategias de conservación se han vuelto inaccesibles, alejándose cada vez más de la comprensión y de las necesidades de las comunidades afectadas. Esta “burocracia ambiental” tiende a hablarle a un círculo cerrado de expertos y decisores más preocupados por perpetuar sus marcos de actuación que por escuchar a las personas en el terreno.

Las conferencias han evolucionado hacia un "ambientalismo de salón", en el que se exhiben propuestas grandilocuentes, de incierto impacto. El aislamiento ha dado lugar a que el lenguaje ambientalista se vuelva abstracto, perdiendo contacto con sus principios fundantes, lo cual, lejos de educar o sensibilizar a la sociedad, fomenta la apatía y la desconfianza.

Los países que participan en estas conferencias suelen presentar planes de protección ambiental. Pocos de ellos logran implementar dichas propuestas. Los acuerdos y compromisos se vuelven papel mojado ante problemas como la deforestación, la pérdida de biodiversidad y la contaminación. De hecho, los Estados incumplen con sus propios compromisos, a nivel nacional, subnacional y municipal. En este contexto, los planes resultan irrelevantes, ya que se concentran en metas que no se sostienen en la realidad cotidiana.

El futuro de la biodiversidad no solo se juega en los espacios naturales sino también en las ciudades, donde la mayor parte de la población mundial reside. Sin embargo, este ámbito crucial recibe una atención escasa. La biodiversidad urbana es un componente esencial para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, y su gestión debería estar integrada en políticas inter-jurisdiccionales con mediciones estandarizadas que permitan información clara y acción conjunta. En lugar de promover esta integración, el ambientalismo de salón se esteriliza en debates inconducentes, desperdiciando oportunidades para alinear el desarrollo urbano con la protección de la biodiversidad. El diseño de políticas que abarquen el contexto urbano y rural en forma integral sigue siendo una deuda pendiente.

Cambiar el chip

En cada edición de la COP, los discursos de los líderes suelen estar teñidos de corrección política y de proposiciones de sustentabilidad (promesas sobre el bidet diría Charly García) que se ven confrontadas por una realidad que desmiente su efectividad. En la última sesión, han habilitado una vía de “asesoramiento permanente” por parte de comunidades indígenas que nadie sabe muy bien cómo, y cuando, se implementará. Mientras los líderes dilataban soluciones en Colombia (ni siquiera sobre financiamiento hubo acuerdo), la dana valenciana arrasaba y dejaba cientos de muertos. ¿Qué “estrategia sustentable” anticipó el desastre? Si siquiera hubo funcionarios que supieran interpretar las señales del sistema meteorológico nacional. La burocracia ambiental por ahora luce incapaz de prever y gestionar de manera efectiva los impactos de las catástrofes naturales, evidenciando que hay un cuerpo estable de expertos, más interesado en la retórica que en ofrecer respuestas reales. La distancia entre el discurso y la realidad es tan marcada que genera un vacío de legitimidad, permitiendo que nuevos referentes políticos cuestionen la eficiencia y relevancia de estas propuestas.

En este escenario, líderes emergentes de corte libertario o de nuevas derechas han ganado adeptos al criticar con acritud, lo que perciben como un fracaso del “colectivismo ambiental”. La debilidad de las propuestas oficiales y la falta de acciones efectivas les brindan la oportunidad de desacreditar las conferencias ambientales y, en algunos casos extremos, negar la crisis ambiental misma. Estas figuras políticas aprovechan la labilidad de los discursos en la COP 16 y otros foros similares, señalando su inutilidad y alejamiento de la ciudadanía.

La COP 16 y los encuentros similares deben redefinir su propósito si pretenden mantenerse relevantes. La crisis ambiental no puede ser resuelta únicamente desde la retórica o la corrección política. Es necesario un cambio profundo que permita traducir los compromisos internacionales en políticas reales, tangibles y ejecutables. Asumiendo los desafíos urbanos, rurales y sociales, en lugar de mantenerse en una suerte de limbo tecnocrático. La desconexión entre los foros ambientales y la realidad cotidiana estanca los indispensables avances.

La COP 16, podría representar una oportunidad para el cambio, siempre y cuando los líderes se comprometan a salir del barro de la burocracia ambiental y a enfrentar las urgencias con una mirada renovada. El mismo barro en el que se pudren las calles de poblaciones aledañas a Valencia (particularmente las ribereñas al río Turia), mientras sus habitantes insultan, asustados e indignados, al mismísimo Rey Felipe VI, y siguen buscando, entre el lodo, a sus muertos.