Uf. Me acaba de llegar la noticia.

Pensábamos tan distinto, pero yo lo quería mucho. 

Y él me respetaba.

Una vez, a mediados del 2007, me escribió un mail un periodista de rock para contarme que estaba escribiendo la biografía de Iorio, y que el músico, para autorizar el trabajo y aceptar su publicación, le puso una condición: que fuera yo quien escribiera el prólogo.

Extrañado de que me hubiera elegido, la verdad, dije que sí, me reuní con Iorio, a quien no veía desde hacía muchos años, e hice el texto.

Después, cuando el libro salió, Ricardo me invitó a que lo acompañara en uno de sus viajes a Buenos Aires. 

Hasta donde supe, vivía en el campo, en el sur de la provincia, y yo estaba en ese tiempo en mi ciudad natal, Olavarría, que, podríamos decir, citando aquella vieja canción, está en el centro de ese verde lugar. O sea, de paso desde su casa hasta la capital.

Fui en el asiento del acompañante y ahí hablamos mucho y escuchamos el disco Ayer deseo, hoy realidad que estaba grabando con canciones no propias sino con clásicos del rock argentino.

Mi hija Victoria, la Burbu, que estaba en el asiento de atrás, tuvo la feliz idea de grabar con un celular la charla. 

Con eso hice un documental que se llamó Toro & Pampa que años después, presenté en un festival de cortometrajes que se hizo en Córdoba.  

Si hoy me preguntasen qué pienso de Ricardo Iorio, me remitiría a aquel texto que en su momento escribí para el libro.

Toro & Pampa

Pampa y toro

“La pampa es como el cielo al revés”. La definición la escuchó Atahualpa Yupanqui de boca de un paisano, una vez quién sabe cuándo, en una de esas rondas de mate en el campo en las que tanto se aprende. Y gustaba repetirla.

En el bar de una estación de servicio al borde de la ruta, en medio del cielo al revés, me reencuentro con Ricardo después de muchos años de no verlo. Es un mediodía de la primavera de 2007, él vuelve de un show de Almafuerte en el Gran Buenos Aires y en un rato seguirá camino a su casa en el campo, allá más al sur, cerca de Coronel Suárez. La ciudad más cercana a este lugar de paso es Olavarría, donde estoy viviendo después de más de 20 años de crecer y trabajar -y gozar y sufrir- en Buenos Aires. El y yo nos fuimos a tiempo, pienso ahora.

La excusa de la reunión es este libro, que está casi terminado: fui invitado a escribir el prólogo y la única condición que había puesto para decir que sí o no era reunirme con él y ver qué sentía en la piel.

Y he dicho que sí, ya se ve.

Lo decisivo fue que este Iorio sigue sin enterarse que tiene estatura de leyenda viva para mucha gente, y que sigue mirando a los ojos, como los hombres más hombres que la pelean día a día en los campos que se ven al borde de la ruta a esta altura de la provincia de Buenos Aires, hombres de brazo clavado al surco, tierra y sudor. 

Lo crucé por primera vez en enero del 93, en el lobby del Viña de Italia, un hotel de tres estrellas que queda en San Jerónimo y Balcarce, en el centro de Córdoba, en una circunstancia que este libro cuenta en un momento. Apenas un minuto después de que alguien nos presentara –yo sabía perfectamente quién era, me parece que él sabía algo de mí-, tuve una sensación de cierta familiaridad, como si fuéramos no digo amigos pero sí conocidos de mucho tiempo. Conocidos e iguales también, porque en la noche de ese día no fuimos un rockero ya mítico y un periodista, ambos ya muchachos grandes, sino dos chicos felices de poder saludar, por primera vez en sus vidas, a un hombre –un gran artista- que los dos admiraban, José Larralde. 

Después nos vimos algunas veces más. No sé cuántas. Vi conciertos suyos, escuché sus discos, me sorprendió el que hizo con Flavio, entendí como lógico que fuera uno de los invitados de León Gieco para cantar El embudo. 

Y hoy, cuando lo reencuentro en este bar, me parece natural estar hablando no tanto del rock, de guitarristas o de discos, sino de qué crudo es el invierno de por acá y de cuándo se aprende en la ruta de regreso a casa, mientras el auto va casi solo y la mente de uno se pierde en cualquier lado.

Iorio, el artista, es un monumento de rock en la Argentina. Como Pappo. Su público morocho y suburbial, elemental y fervoroso desde las entrañas, no confía en cualquiera y a él lo sigue a muerte desde hace años. Incluso se renovó. Porque quienes hoy cuentan las monedas para ir a los conciertos de Almafuerte quizá sean los hijos de quienes fueron seguidores de V8…

Iorio es también un hombre igual al que su público imagina que es, derecho y sin vueltas, categórico, de puño fuerte, y a la vez distinto en algunos aspectos a lo que el imaginario puede haber construido alrededor de su figura. Por ejemplo, es tierno hablando de sus hijas y de sus perros –que no son caniches que van a la peluquería, precisamente, sino majestuosos pit bulls-, y es mucho más tolerante con los distintos cuando la conversación viene en términos gratos y es respetuosa. Eso sí, tiene una forma tioca de expresarse. Dura podría decir, medio bestia también, pero no, la palabra es tioca. Aspera, tosca. Tioca. Así cuenta sus cosas y así escribe. Así canta.

Su música es dura como las manos de los trabajadores. Los del campo y los de la ciudad. 

Su mirada es afilada. Su lengua también. 

Y su corazón es así de grande. Se desborda muchas veces, como el de los animales. Por eso cae en exabruptos, ya sabemos. Pero bueno. No estoy de acuerdo con algunas cosas que piensa y dice, pero como va de frente, lo prefiero a tantos hipócritas que hacen hermosas declaraciones y después tienen gestos repugnantes.

Este libro, esforzado y elogiable trabajo periodístico que demandó mucha energía y tiempo, cuenta mucho de su obra y sobre todo de quién es.

Recomiendo su lectura con atención y desprejuicio. 

Bienvenidos a la historia, pasión y vida de Ricardo Iorio, un toro. 

Hombre de rock, bruto como un toro. 

Y también con unos huevos así de grandes.