Cómo evitar la desaparición del peso
La moneda es una creación larga y compleja que en última instancia revela la capacidad de un Estado para orientar el ciclo económico, modelar la conducta de los actores, impulsar el crecimiento. En Argentina, el peso viene debilitándose desde hace dos décadas: recuperarlo y evitar la dolarización es el camino para no ahondar la desigualdad.
En círculos nacional-populares y progresistas es un lugar común decir que “la política conduce la economía”. Sin dudas la política influye sobre los vaivenes económicos, así como estos impactan sobre ella. Pero decir que “conduce” equivale a imaginar que los procesos económicos carecen de autonomía en relación al poder político. Las relaciones de mercado y la acumulación de capital en esferas privadas, para esta lectura, no disponen de complejidad intrínseca, y son pensados apenas como apéndices de la burocracia estatal, instancias administrativas subordinadas a quienes conducen los asuntos públicos. Esta visión no sólo es errónea; también es contraproducente cuando se busca hacerla operativa. Así como existen límites de naturaleza estrictamente material que no pueden ser superados con voluntarismo, ir contra la lógica elemental de los fenómenos económicos acaba en frustraciones colectivas y retrocesos históricos.
Una forma en la que la política efectivamente influye sobre el rumbo económico es controlando las funciones del dinero a través de monedas estatales. El dinero es una relación social fundamental en cualquier sociedad donde imperan relaciones de mercado. A través del dinero, los propietarios de mercancías se relacionan unos con otros. Aunque no mantengan vínculos de naturaleza personal, cuando un productor vende sus productos a cambio de dinero es reconocido socialmente. Ganar dinero es el objetivo último de toda producción destinada al mercado. En las economías mercantiles los excedentes deben tomar forma dineraria, al tiempo que una parte de la riqueza siempre se preserva en forma líquida, es decir, se acumula en activos inmediatamente cambiables y capaces de preservar su valor (o la mayor parte de éste) por tiempo indefinido.
Las monedas nacionales, en cambio, son las herramientas a través de las cuales los Estados buscan controlar el modo en el que los actores económicos se relacionan con el dinero. Las monedas no sólo son medios de circulación de aceptación más o menos general, sino que también compiten unas con otras por convertirse en las unidades de cuenta de determinados espacios mercantiles y por ser reconocidas como medios adecuados para reservar valor. Cuando un Estado consigue consolidar su moneda en el desempeño de estas funciones puede movilizar en su favor, y a través de mecanismos de mercado, las actividades de millones de empresas y trabajadores en jurisdicciones políticas subalternas como provincias, municipios –e incluso en casos como Estados Unidos con el dólar, en otros Estados nacionales–. En efecto, cuando un Estado consolida su moneda como dinero en cierta jurisdicción influye sobre la economía de manera decisiva, aunque no la pueda conducir de modo caprichoso o en contraposición al interés particular.
La creación de monedas y sistemas monetarios nacionales en espacios controlados por Estados fue un proceso largo, conflictivo y repleto de marchas y contramarchas. Imponer una moneda es un acto de soberanía, una forma de ejercer poder. Con el dinero como herramienta, los Estados extienden su capacidad de intervención mucho más allá de las cadenas de mando jerárquicas de los sistemas burocráticos. ¿No es acaso asombroso que de forma voluntaria millones de personas adopten billetes y monedas estatales sin valor material alguno como referencias en sus transacciones? ¿O que los consideren sinónimos de riqueza? La implantación de monedas estatales en determinados territorios, así como la formación de un sistema de deuda pública nominado en ellas, es quizás el principal dispositivo del que dispone un Estado para intervenir en economías capitalistas. A través de la moneda, los gobiernos movilizan fuerzas del mercado en función de sus intereses estratégicos y sus necesidades coyunturales.
Sin moneda
Pero cuando un Estado falla en el objetivo de situar su moneda en el trono del dinero tiene seriamente coartadas sus posibilidades de redirigir el comportamiento de los agentes económicos en su favor. Es el caso de la Argentina de la última década. Pese a la retórica intervencionista de los dirigentes, a los gobiernos les resulta cada vez más difícil torcer el rumbo económico en atención a sus necesidades electorales o a sus objetivos estratégicos. Los obstáculos responden a múltiples factores, desde el cortoplacismo de la política económica a la experiencia histórica de los argentinos con la moneda nacional. Desde comienzos del siglo XXI, la economía argentina mantiene un sesgo contrario a la preservación del peso como representante del dinero en nuestro territorio.
Se discutió mucho en estos años sobre las causas de la inflación, pero poco sobre sus consecuencias. Cuando una moneda pierde de manera sostenida su capacidad de adquirir bienes, servicios u otras monedas, es decir, cuando la inflación y la devaluación se transforman en fenómenos persistentes, la moneda en cuestión deja de desempeñar la función de reservar valor, uno de los atributos fundamentales del dinero.
Según el economista inglés John Hicks, a lo largo de los siglos los metales preciosos como el oro y la plata fueron ganando peso en los asuntos monetarios porque desempeñan adecuadamente la función de reservar valor (1). Con el transcurso del tiempo, las monedas acuñadas con metales menos nobles tendían a desvalorizarse, lo mismo que el papel-moneda de los primeros Estados que optaron por utilizarlo, como ocurrió en el largo período que abarcó a las dinastías Song, Yuan y Ming en la China medieval (2). Los metales preciosos, en cambio, preservaban su poder de compra y por ello eran atesorados por los particulares. En contextos de inflación los sistemas monetarios nacionales tienden a desdoblarse o tornarse “bimonetarios”. En otras palabras, opera lo que comúnmente se conoce como “ley de Gresham”: la moneda “mala” (en este caso el peso) desplaza del mercado a la “buena” (el dólar), ya que la “buena” se atesora como resguardo de valor.
No se trata de un mecanismo sin consecuencias. Cuando los actores económicos demandan activos externos, como monedas de otros Estados, parte del excedente se destina a la adquisición de artículos que con frecuencia el país en cuestión no produce. En otras palabras, surge allí un obstáculo financiero al crecimiento, aquello que comúnmente se denomina “restricción externa”. A partir de ese momento no sólo se deberá financiar la importación de bienes y servicios que se demandan al resto del mundo; también se precisará sostener la demanda de activos financieros adecuados para desempeñar funciones dinerarias. Oro y plata en el pasado, dólares en la actualidad. Cuando la moneda doméstica no sirve como reserva de valor, otros activos, por lo general ajenos al control estatal, son adoptados para desempeñar esa función.
Este punto por lo general es incomprendido por parte de la literatura especializada. El viejo estructuralismo tendía a interpretar la restricción externa como un resultado del desempeño comercial. Llegado un determinado punto, el crecimiento económico debía detenerse o desacelerarse porque las importaciones tendían a crecer más que las exportaciones, reduciendo así las reservas internacionales, fenómeno que desembocaba en devaluación monetaria, caída de ingresos (especialmente salarios) y recesión. En otras palabras, se trataba de una restricción al crecimiento asociada al desempeño de las exportaciones y la capacidad de sustituir importaciones.
Pero la restricción externa es un fenómeno mucho más general. Un país enfrenta un límite de este tipo cuando carece de financiamiento internacional suficiente para crecer. Que dicho financiamiento se utilice para adquirir bienes y servicios o activos financieros (en este caso dólares) no altera la naturaleza del asunto. Cuando la moneda local no sirve como instrumento para reservar valor, la restricción externa se torna más aguda de lo acostumbrado porque, como ya se apuntó, una parte del excedente tiende a volcarse a la adquisición de activos que los Estados no controlan (pesos para comprar dólares).
No existe ningún factor cultural o idiosincrático que condene a los argentinos al “bimonetarismo”.
Sin embargo, en las economías modernas no se trata apenas de una comparación entre monedas locales y activos externos. Aun con inflación existen opciones financieras capaces de compensar los efectos de la restricción externa. Nos referimos a instrumentos como depósitos bancarios y títulos públicos que pagan intereses en moneda local. Aunque los operadores pierdan con la inflación, algunas alternativas pueden ser más lucrativas que refugiarse en activos externos como metales preciosos o dólares estadounidenses. Es comprensible que los operadores opten por un depósito bancario en moneda local cuando éste paga una tasa de interés que compensa riesgos y expectativas de devaluación nominal frente al dólar. Las famosas tasas de interés positivas.
Pero la propia inflación no es un proceso neutro en esta relación. Es difícil imaginar que el tipo de cambio nominal pueda mantenerse estable por mucho tiempo cuando imperan elevados niveles de inflación que aprecian el tipo de cambio real en períodos de tiempo cortos, lo que significa niveles de rentabilidad decrecientes para todas las actividades que compiten con la producción del exterior. Tarde o temprano esta situación tenderá a reflejarse en las expectativas de devaluación nominal o en presiones políticas para “actualizar” el tipo de cambio, como se ve en la actualidad.
Otra consecuencia de la inflación en compañía de tasas de interés reducidas es la dificultad para sostener los déficits fiscales. El fenómeno opera en sentido diferente a lo que comúnmente se piensa: no es el déficit fiscal lo que genera inflación, es la inflación lo que dificulta la manutención del déficit. La mayoría de los países del mundo mantienen déficits fiscales, a veces incluso abultados, sin provocar inflación. Es más, el déficit suele ser una política deliberada para influir tanto sobre la tendencia como sobre el ciclo económico, ya que todo déficit estatal equivale a un superávit para el sector privado. Cuando la moneda y los títulos públicos del país en cuestión funcionan como reservas de valor, el déficit incrementa la riqueza de los particulares.
Sin embargo, en economías con elevados niveles de inflación y tasas de interés reducidas los actores privados se hacen de una riqueza efímera de la que deben deshacerse con urgencia, porque su valor se evapora con el paso de los días. No tienen más remedio que desprenderse lo antes posible de la moneda en cuestión adquiriendo otros activos, como dólares, porque en la práctica dicha moneda funciona apenas como un vale de compras de duración limitada. El déficit fiscal en este caso se vuelca a la adquisición de activos externos. Los pesos que salen por una ventanilla no son retenidos por el sector privado, sino que entran por la ventanilla de las reservas internacionales y alimentan la devaluación subsiguiente.
Perder el peso
Las políticas económicas desplegadas en Argentina desde comienzos de siglo parecen deliberadamente diseñadas para terminar con nuestra soberanía monetaria. Durante la mayor parte de las dos últimas décadas el país mantuvo un cuadro de elevada inflación, devaluación monetaria y tasas de interés sistemáticamente bajas, por lo general negativas en términos reales. En cualquier lugar del mundo, estos incentivos habrían provocado una huida de la moneda local hacia activos externos, la mal llamada “fuga de capitales”. Es lo que ocurrió precisamente en Argentina: pese a que durante el período 2002-2009 el país mantuvo un abultado superávit en su cuenta corriente, fueron suficientes dos años de déficit para que la economía entrara en una crisis de balanza de pagos que interrumpió su tendencia de crecimiento. Durante el tercer kirchnerismo, es decir durante el segundo gobierno de Cristina, el PBI per cápita se redujo, los salarios cayeron, la pobreza dejó de bajar y las reservas internacionales tendieron a evaporarse. ¿Por qué motivos Argentina no logró acumular reservas durante el boom de commodities de inicios de siglo como sucedió en otros países de la región?
No existe ningún factor cultural o idiosincrático que condene a los argentinos al “bimonetarismo”. Éste es el resultado lógico y predecible de una combinación de circunstancias facilitadas por la singularidad de nuestra política económica. ¿Por qué motivo, por ejemplo, el Banco Central sigue apostando por una política de tasas de interés reducidas a pesar de las catastróficas consecuencias que todos observamos? No es fácil encontrar una respuesta a esta pregunta. Para frenar la fuga hacia el dólar, en lugar de adoptar las políticas que rigen en otros países, incluida la mayoría de nuestros vecinos, en Argentina se apela a la épica de los controles que no controlan. El cepo puede funcionar como una medida desesperada para llegar a una contienda electoral sin devaluar. Pero como política de largo plazo es un instrumento perfecto para perder el control del tipo de cambio e incentivar al sector privado a apropiarse de los dólares baratos del Banco Central. Con cepo, el objetivo de acumular reservas es una tarea imposible. Aunque se amontonen las acusaciones morales, con este dispositivo los exportadores siempre tendrán incentivos para retrasar y ocultar sus ventas al exterior. Los importadores, por el contrario, tenderán a adelantarlas e inflarlas artificialmente. Para que el cepo funcione se precisarán controles adicionales que a su vez exigirán mayores controles y así sucesivamente.
Mientras tanto, el dólar tiende a pluralizarse en múltiples dólares: dólar blue, dólar mep, dólar solidario, dólar turista, dólar Netflix, dólar soja, dólar pyme…. A cada uno le corresponden sus respectivas trampas y “rulos”. Pero todos los dólares conducen a la misma Roma: el saqueo de las reservas baratas del Banco Central. Aunque algunos sectores cercanos al oficialismo se empeñen en ocultar los incentivos de naturaleza material con sus condenas indignadas a la “fuga de capitales”, es indudable que ciertos elementos de la política económica seguida en Argentina durante los últimos veinte años promueven la desaparición del peso.
Como ya lo evidenciaban las políticas mercantilistas en los albores del capitalismo europeo, acumular reservas internacionales es una prioridad nacional en todo país que no emite una moneda de aceptación internacional. Sólo disponiendo de un significativo volumen de reservas se puede controlar la cotización internacional de la moneda doméstica. Por ello siempre fue un objetivo estratégico de toda política orientada a la soberanía económica. En Argentina, la ausencia de cualquier incentivo para que los actores económicos atesoren o inviertan en pesos hizo que las reservas netas de endeudamiento en moneda extranjera cayeran desde 2009 (3). Durante los gobiernos kirchneristas se dilapidaron los saldos favorables del comercio internacional. Durante el macrismo, en cambio, se dilapidaron los dólares de un endeudamiento externo de escala estratosférica. En ambos casos la política económica incentivó la salida de capitales.
Las chances del desarrollo
Argentina enfrenta una disyuntiva que compromete sus posibilidades de desarrollo futuro. O adopta medidas drásticas para reducir la inflación, interrumpir la tendencia a la devaluación crónica del peso y la dolarización de excedentes, o se encamina hacia una dolarización de consecuencias previsibles. Si opta por la primera alternativa, tendrá que acumular reservas (muy probablemente luego de una devaluación) y luego fijar la cotización del dólar en un contexto de tasas de interés elevadas que incentiven a los actores a quedarse en pesos.
Por algunos años, la política fiscal deberá ser contractiva o en el mejor de los casos neutra. Sin embargo, recuperar la moneda y hacer de los títulos y depósitos nominados en pesos activos confiables como reservas de valor tendrá el mismo efecto que una eventual política de sustitución de importaciones. Las ventajas de esta sustitución, no obstante, son incomparablemente superiores a cualquier bien o servicio importado, ya que la ausencia de una moneda nacional en condiciones de desempeñar esta función hace que los excedentes tiendan a dolarizarse e impide que los superávits de cuenta corriente se materialicen como reservas internacionales. Ninguna economía puede desarrollarse cuando una parte creciente del excedente se destina a la adquisición de activos financieros que el país no produce ni el Estado puede ofrecer.
Algunos analistas apuntan que, debido a nuestra larga historia inflacionaria y devaluacionista, por mucho tiempo existirá cierta inercia en la formación de activos externos que seguirá siendo relativamente insensible a las tasas de interés y los incentivos de naturaleza económica. Si esta tendencia no puede revertirse, la recuperación del peso será larga y las posibilidades de crecimiento sumamente limitadas. Las exportaciones no sólo deberían crecer para pagar las importaciones imprescindibles para el desarrollo, como insumos y bienes de capital. También deberían alcanzar para atender los vencimientos de la deuda externa y sostener una formación de activos externos inercial durante varios años. Las posibilidades de crecer, generar empleo y reducir la pobreza lucen complicadas, incluso en el más optimista de los escenarios.
En este contexto, la tentación por avanzar hacia una dolarización formal de nuestra economía está a la vuelta de la esquina. La zanahoria que supone la dolarización para la dirigencia política es fácil de adivinar. Al principio la inflación tenderá a ceder, y no es improbable que habilite cierta recuperación durante algunos años, como ocurrió en al comienzo de la convertibilidad. Los dirigentes al frente del gobierno tendrán grandes posibilidades de reelegirse para un segundo mandato.
Pero deberíamos saber que las consecuencias a mediano y largo plazo serán sumamente complicadas. A partir de entonces, toda deuda pública será también deuda externa, ya que estará nominada en una moneda que el Estado argentino no emite. La política económica no tendrá a su disposición un prestador de última instancia para contrarrestar los ciclos, por ejemplo, interviniendo en una corrida bancaria con su propia moneda. Y es altamente probable que comencemos a sufrir las consecuencias de un fenómeno inverso, pero igualmente destructivo: la deflación. La capacidad de la política para influir en los asuntos económicos apelando a la herramienta del déficit fiscal estará sumamente limitada (el déficit fiscal es una herramienta a veces sumamente necesaria). Con la dolarización, el Estado argentino tendrá las manos atadas. Su injerencia en los asuntos económicos sólo podrá ser mínima. El cuadro se habrá invertido en una utopía liberal: la economía conducirá definitivamente la política.
1. John Hicks, Una teoría de la historia económica, Ediciones Orbis, 1974.
2. Richard von Glahn, Fountain of Fortune. Money and Monetary Policy in China, University of California Press, 1996.
3. Matias De Lucchi, Three Essays on Unstable Exchange Markets and Monetary Policy Implications, PhD Thesis, New School of Social Research, 2022.
* Profesor de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ) y de la Universidad Nacional de Moreno (UNM).
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