Los amantes suicidas: a 116 años del pacto de amor y muerte que conmocionó Córdoba
El 8 de junio de 1906 Carlos Romagosa y Haydée Bustos dejaron dos cartas sobre la mesa y pusieron fin a su historia prohibida con un tiro en el corazón. Pertenecían a la alta sociedad cordobesa.
La tarde calma del barrio pueblo se congeló por un momento. Los dos estampidos en el crepúsculo de aquel 8 de junio de 1906 inquietaron a los que conocían cada secreto de barrio General Paz y sus calles anchas. Dos estampidos secos, violentos como latigazos sin aviso, no eran un buen augurio.
Carlos era doctor y docente. Había formado su familia tal como obligaba la Córdoba santa. Pero el desamor desintegró lo que el mandato obligó y mientras ella y el hijo se iban a las Europas, él volvía a la soledad. Poeta taciturno, hombre sensible a las letras, Carlos Romagosa se volvió el soltero más codiciado de Córdoba.
María Haydée era unos 11 años menor que Carlos. María era alumna de Carlos en la Escuela Normal Nacional de Maestras. María Haydée era Bustos de apellido y tenía algo en común con Carlos: la prosapia, el patriciado, el orgullo de la Córdoba intocable. Pero María tenía otro asunto compartido con Carlos: el amor, el bendito amor que los unió.
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Pero ni Carlos ni María podían hacer público lo que la ciudad toda, en 1906, murmuraba primero y calumniaba después. El amor es siempre igual, alumbrado por las esquirlas del sol de verano o en la sombra del secreto, el amor es siempre igual. Pero Carlos y María vivían en Córdoba. Y en Córdoba el amor precisa de otros elementos: ser aceptado por la cohorte de los monaguillos sin estampita.
Y no, no fue así. No hubo aceptación. Los del escapulario como calzón argumentaron: Uno profesor, la otra alumna. Uno mayor, la otra tan joven. Uno con el lastre del matrimonio eterno. La otra con la bendición de la juventud lozana. Un rotundo no a su amor escribieron desde el púlpito y Carlos y María debieron esconderse.
Y cuando el amor se prohíbe, el amor comienza a ser ilegal. Y el amor ilegal es vértigo y castigo, es pasión desbocada y culpa compartida. Es la felicidad del encuentro furtivo y la frustración de la separación obligada. ¿Quién soporta desviar la mirada cuando el corazón exige enfocar lo prohibido?
“Hay en nuestras líneas palpitaciones de zozobras, latidos de pasión, sombras de temores, amarguras de contrariedades, ansiedades de nostalgias. Rasgos de gentil abnegación” le escribió Romagosa en una carta a María Hayde. “Tu posees el corazón y el alma que yo he buscado, siempre con infinito anhelo. Tú lo eres todo para mí: el espacio y la luz, el ambiente. La vida”.
Pero ni el amor ni las palabras pudieron contra la ciudad chica de hermoso cielo y prejuicios como mandatos. Carlos y María Haydée se encerraron en la habitación de él y en la serenidad de lo oculto acordaron la decisión final.
Después del estampido de las 7 de la tarde el comisario de la seccional primera, Sosa de apellido, entró a la casa y encontró en el dormitorio a Romagosa con una bala en el corazón, sentado en una silla y su cabeza tirada hacia atrás. María Haidé, recostada sobre el costado derecho de la cama, apenas respiraba mientras unas bala en la región parietal izquierda hacía su trabajo lentamente. Su vestido final era de terciopelo granate.
Dos cartas fueron los testimonios finales. La de Romagosa decía, simplemente, me mato. Haidé lo explicó más claramente: me mato porque no puedo unirme al único hombre que amo en esta vida.
Antes del final, Romagosa le había dedicado una poesía anticipatoria: “Y si el destino cruel no me concede la gloria de la dicha ambicionada, si en el ocaso de mi vida triste no me ilumina el Sol de la mañana, si mi gacela con su alma blanca no aleja mis amargas desventuras, la aurora no veré de la esperanza . Sólo hallaré la paz de los sepulcros a la sombra de un sauce y una palma”.
Algunos medios, el día después, señalaron que el peligro es que existieran colegios con profesorado mixto.
La madre de Haydee jamás dejó el luto. La tristeza era doble: una hija muerta y una ciudad que la apartaba por la maldición de esa hija muerta: bella, inteligente y prohibida. Cada tarde la madre caminaba con la cabeza gacha hacia la iglesia del Santo Tomás buscando un consuelo que no existe. Cada tarde, a las 7, hora de la muerte, en el trayecto del martirio, la observaba el niño Jorge Orgaz, el hermano menor del gran Arturo. Jorge creció y fue rector de la Universidad y en letras de imprenta publicó Memorias de la ciudad chica. Allí, recordando al amor que Córdoba negó, escribió: ¿Qué somos sino memoria consciente e inconsciente, residuales olvidos y residuales recuerdos?
Qué somos sino dos amantes muertos por la Córdoba que aprieta hasta dejarnos sin aire. Que somos sino una ciudad chica con memorias olvidadas en cada amanecer.