Viejos temas, nueva música
El discurso de apertura de sesiones de Alberto Fernández recuperó el tono y los tópicos de la Argentina de la grieta, aún a costa de adaptar la breve historia de su presidencia, que incluyó meses de diálogo con el “amigo Horacio”, a su cosmovisión actual. En este sentido, el anuncio de que el gobierno denunciará a quienes contrajeron préstamos impagables es un capítulo más de la judicialización de la política.
Alberto Fernández lo señaló primero: un año atrás, su primer discurso ante la Asamblea Legislativa como Presidente de la Nación se realizaba unos pocos días antes de la declaración oficial de pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud. Alberto –y la política argentina en su conjunto- tocaban sus propios temas. Eran, sin saberlo aún, teloneros de la gran crisis mundial que se avecinaba. En ese entonces, todavía resonaban los compromisos iniciales del Frente de Todos como artefacto político y de Alberto como candidato: el “Volver mejores”, que se traducía en un esfuerzo deliberado por evitar los peores errores del ultimo cristinismo; un esfuerzo regeneracional tanto interno (al peronismo) como externo (a la misma clase política oriunda del 2001). De esa doble tarea política fue emblemática la recuperación simbólica de Raúl Alfonsín, una figura que permitía no sólo referenciar en un personaje histórico conocido por todos la naturaleza del peronismo presidido por el “profesor de la Facultad de Derecho”, sino también construir un lazo entre sectores internos del universo cultural cristinista (sobre todo, el no peronista) y lo que existía mas allá de las fronteras del peronismo. El verano alfonsinista de Alberto, que tuvo su despliegue máximo en aquella sesión de marzo del 2020, remitía a esta voluntad política hoy fenecida, y que pudo graficarse de manera cristalina en el discurso del 2021.
Alberto Fernández terminó de confirmar el abandono de la creatividad de sus búsquedas previas e interpretó ayer el manual más o menos básico de la Argentina del sistema político de la grieta. Ni más ni menos que eso. Mucha –retomando el concepto del escritor Martin Rodriguez- “oposición de la oposición”, y mucha judicialización: un juego de frontón naturalmente galvanizador de la propia coalición, que funciona muy bien en ausencia de un norte o rumbo propio más definido. Un ejercicio que el propio macrismo facilita con sus fanáticas marchas con horcas y bolsas de cadáveres, la suelta de trolls en el mismo recinto, las 24hs de transmisión de Majul TV y, mucho más relevante, con la persistente “centralidad de Mauricio” que recuerda a otras persistencias. El macrismo parece haber encontrado en la rekirchnerización del presidente un atajo para evitar su propio mea culpa ante el colapso económico y financiero que generó. En ese sentido, Alberto acierta al poner el dedo en la llaga de la oposición, ante la ausencia de una autocrítica de la Era Macri que nunca existió.
Lo que es más curioso es que Alberto parece haber reinterpretado hoy su propio primer semestre del 2020: en la enumeración de trabas y conflictos con dirigentes opositores, el presidente parece haber situado el inicio de la pandemia en aquella conferencia de prensa de la noche del levantamiento policial, el fin oficial de la convivencia “de Estado” con la oposición en general y con el “amigo Horacio” en particular. Todos los meses de “esfuerzo de guerra” común entre gobernadores, intendentes, fuerzas de seguridad y el sistema de salud parecen haber sido borrados de la Historia, dato mas singular aún cuando puede pensarse que si de hecho tal “unión sagrada” existió en primer lugar fue precisamente por obra y gracia del mismo Alberto Fernández. Con su discurso ante el Congreso, Alberto pareció reescribir también la breve historia de su propia presidencia para adaptarla a su cosmovisión actual, inventando una polarización que no existió –al menos no de esa forma- durante todos esos largos primeros meses de cuarentena.
Así, el repertorio temático de la agenda albertista se mantiene en buena medida, pero reformulado. Aquel Consejo contra el Hambre del 2020 se transformó, pandemia mediante, en el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) y en el resto de las herramientas de reforzamiento y ampliación de la gigantesca maquinaria de contención social que la Argentina se dio a si misma en este siglo XXI, y que es más o menos constante independientemente del color político del gobierno. El programa económico y social pareció quedar subsumido en la presentación del Presupuesto 2021, en tanto que la inflación –en un día aciago por la multiplicidad de aumentos en prepagas y servicios varios- mereció unos pocos párrafos mas bien generales, repitiendo, en ese sentido, la ausencia que ya a esta altura es una presencia de la Argentina de los últimos 10 años: la de una agenda económica y productiva que vaya más allá de la enumeración interminable de los cientos de programas estatales de respuesta puntual, ministerio por ministerio. En ese sentido, Alberto reafirmó también el credo del peronismo de las ultimas décadas, que hace del Estado el motor exclusivo de la recuperación económica -dedicando solo alusiones generales a los otros actores de la economía, como los empresarios o los mismos trabajadores organizados- y de un mundo exterior interpretado centralmente en clave política y no económica.
La deuda, el tema central del 2020, ocupó un lugar destacado en el discurso, y no sólo para resaltar uno de los principales éxitos de su gestión, de la mano de Martín Guzmán. El anuncio de un virtual cinturón gástrico al proceso de endeudamiento por parte del Ejecutivo –que, tras la experiencia de la voracidad macrista, suena muy razonable- se complementó con el más espectacular lanzamiento de una nueva fase de la judicialización de la existencia argentina. Una iniciativa que podrían haber saludado la misma Elisa Carrió y los panelistas expertos en Comodoro Py. En este punto, parece existir una contradicción profunda en el oficialismo: por un lado, señala y cuestiona al Poder Judicial como el emblema de la corrupción estructural nacional; y, por otro, le da más y más poder entregándole voz y voto en todos los temas de la política nacional, fabricándose futuros “lawfares”. La reforma de la justicia –otro tema del 2020 reinterpretado en el discurso con acordes y melodías más cristinistas- y la judicialización extrema de la vida política argentina son una perfecta contradicción armada y escenificada por los oficialismos, que caen en ella fruto de sus propias deficiencias como corporación y que simultáneamente repudian su injerencia. Se trata de rostro sistémico más bobo de la polarización extrema. Tal vez tenga sentido: en la Argentina del 2021, mejor que hacer es judicializar. Un proceso que podría terminar –a través de los instrumentos de la Constitución del 94- con una clase política resolviendo sus cuestiones en el Tribunal Internacional de la Haya.