Año cero, día 43 del confinamiento, en mi diario anoto un sueño: mi padre, fallecido hace más de 25 años, aparece en mi casa, nos abrazamos, y después de unas miradas de desconcierto y alegría por el encuentro me dice: “nos vemos el miércoles”, era un domingo.

A la atmósfera tragicómica que se instaló en mí por aquellos días se le sumó la lectura de un cuento de Martín Cristal, Tsunami. Es la historia de alguien que tiene un sueño: un enorme tsunami lo arrasa todo, el mundo entero. Pero lo ominoso no es eso, sino que se manifiesta cuando al despertar y relatar su sueño, se da con la sorpresa de que todos en la ciudad han soñado lo mismo con distintas variaciones de contenido, pero el mismo final. Luego, solo resta esperar, en la vigilia, la consumación de la catástrofe.

Si estos sueños fuesen premonitorios, quizás no estaría hoy escribiendo sobre sueños, sino que estaría en alguna otra dimensión con mi padre desde hace unos cuantos miércoles atrás, y si la literatura es una forma del sueño (un sueño guiado), Córdoba estaría hoy bajo el agua. Pero lo cierto es que el vínculo de los sueños con la realidad no es tan evidente y la premonición ligada a ellos, desde las revelaciones del apocalipsis o los sueños proféticos, parecieran cumplir más una función de cohesión social o comunitaria, que de consumación concreta.

El sueño de un “fin común”, por ejemplo, está presente en toda una tradición religiosa y el capitalismo, con sus dogmas e iglesias, no escapa de ella. Tanto así que se ha hecho popular la frase que dice que es más fácil “soñar” con el fin del mundo que con el fin del capitalismo, a la que podríamos dar un giro diciendo que: es en la medida en la que soñamos con un fin del mundo, que perpetuamos el capitalismo. El sueño del fin, realiza la fantasía durmiente de una comunidad a condición de que ese sueño persista, que no haya más presencia que ese presente. Incluso el capitalismo ha hecho del “aquí y ahora” un imperativo: goza ahora, mañana podría ser el fin.    

La cuestión cambia radicalmente cuando eso que pretendía ser un sueño, se acerca demasiado a la realidad: el sueño y lo real (que dista bastante de la realidad) se juntan en ese lugar que llamamos pesadilla. Es notable como la situación pandémica, el aislamiento, la angustia producida por la incertidumbre, han puesto a la máquina onírica a trabajar a destajo.

La consulta analítica se puebla de sueños, vía regia para el acceso al inconsciente, como dice Freud, y se convierte en una señal de que todo tipo de fantasías han sido “despertadas” por los acontecimientos cotidianos. Esa zona creada por la inminencia del advenimiento del desastre es fértil para ciertos terrores y pesadillas.

Yendo más allá de los derroteros freudianos, el vínculo entre “terror y sueño”, ha tenido un largo desarrollo a lo largo de la historia. Un mojón interesante en ese itinerario es el marcado por parte del historiador alemán Reinhart Kosseleck en el comentario que realizó a una obra por largo tiempo ignorada: El tercer Reich de los sueños de Charlotte Beradt, publicado en 1966 y traducido al castellano en 2019.

Charlotte Beradt fue una periodista alemana que se propuso registrar los sueños de distintas personas en los inicios del nazismo, entre 1933 y 1939. Médicos, amas de casa, obreros de la construcción, niñeras, Beradt quería anotar esa evidencia del terror venidero en los sueños de la “gente común”. La pérdida de la vida privada, la caída de todos los muros, la mirada acechante, los sueños reflejan de que manera se comenzaba a instalar en el inconsciente colectivo la angustia por el totalitarismo. La fórmula de un “fin común”, entonces, se invierte: el desastre es generalizado, pero la angustia es sutil e individual.  

Para Kosseleck esos registros oníricos no tienen nada de premonitorios, sino que son verdaderos documentos de un momento histórico singular; verdaderos testimonios del horror. Los límites entre la veracidad y la supuesta ficción onírica se desdibujan. El sueño, dice Kosselek, es una experiencia que abre una vía temporal única, y los recogidos por Beradt son un testimonio de “la adaptación furtiva al nuevo régimen, la sumisión por mala conciencia, la espiral del miedo, la paralización de la resistencia, la conjunción entre verdugo y víctima- todo ello emerge, a menudo de manera inmediatamente realista en los sueños con un ligero extrañamiento de las imágenes”. En estos sueños, previos a los campos de concentración, se ponen en juego las vicisitudes del ciudadano común frente al nuevo régimen, formas singulares de adaptación, de temores, de fantasías y de resistencias.   

Pero Kosseleck no se queda solo con ellos y avanza hacia otros sueños posteriores registrados por Jean Cayrol que ya proceden desde dentro de los campos de concentración. En estos “la fantasía del espanto era superada por la realidad”. El vínculo del sueño con lo real y con la realidad se ven alterados nuevamente. Cayrol distingue los sueños de salvación (sueños en donde los prisioneros se representaban un añorado afuera) y los sueños de futuro (sueños de aquello que vendría después del campo) y con esto llega a una conclusión extraña: todos aquellos que soñaban con su propia salvación eran los próximos en morir en el campo de concentración, como si el sueño señalara desde ya una entrega hacia lo inevitable. Los sueños de “campo de concentración” pierden potencia política; ya no están del lado de una resistencia, carecen de acciones concretas y se limitan a un arte abstracto de colores y sensaciones excluyendo cualquier tipo de tránsito por las fantasías y las representaciones.

En este tipo de sueños queda completamente excluida la posibilidad de “despertar”. No solo porque se despertaría a una pesadilla aún peor, sino porque se está en un aciago descubrimiento de todos los velos que recubren esas fantasías básicas de destrucción.

Si existe una premisa del sueño como un despertar, lo cierto es que el despertar completo es pesadillesco, y que en todo caso el campanazo está en una especie de “entre” sueño y despertar, como lo sitúa en un viejo y joven texto el psicoanalista Jacques Alain Miller.

Todavía no hay un registro concreto de los sueños de “pandemia” al estilo del registro de Beradt o Cayrol sobre los sueños del horror totalitario. Sería, tal vez, mucho menos adormecedor que las pomposas teorías que han sido la subsecuente plaga de la plaga. Las distopías del control generalizado del biopoder, las utopías del fin del capitalismo, del fin del mundo, de los nuevos comienzos: las pugnas por el sentido de la pandemia son una apuesta para seguir soñando y no constituyen un verdadero documento de aquello a lo que la pandemia convocó a despertar. Siguen siendo los sueños de un “fin común”.  

Del sueño utópico o distópico de un “fin común”, restaría pensar en algo así como una comunidad de los soñantes. Sujetos dispuestos a habitar ese litoral entre soñar y despertar. La comunidad de los soñantes no tendría mucho en común. No sería común el contenido del sueño, no sería común el despertar, sería, en todo caso, común esa terra incógnita entre esos dos sueños, el de la realidad, y el del dormir. Sería una semivigilia, una cuasi presencia, donde las representaciones pasarían de un lado a otro sin delimitar zonas determinadas o sentidos definitivos como en una pesadilla. Lo común sería una diversidad, una diferencia en ese litoral “entre” y su registro podría dejar testimonio de época, testimonio de esas fantasías que la pandemia despertó. Diríamos que esa comunidad no está muy alejada de los consultorios de los analistas y que ese archivo está en potencia. Ya será tiempo de relevarlo.

Día 47 después del confinamiento. Anoto en mi diario: Ayer no volví a ver a mi padre, tampoco soñé con él, ni aconteció ninguna de las tragedias imaginadas por mi mente retorcida. Sí, pude preguntarme por la mirada, “nos vemos…” había dicho él, y yo me pregunto ¿hasta cuando puede durar una mirada?