Habla el hijo del Toro Mañero: "El Chango Rodríguez fue un criminal, mató a mi padre"
Efraín Temístocles Álvarez tenía 14 años la noche que el folclorista le disparó a su papá en la cabeza. "Tengo dolor, mucho dolor. Esa noche cumplía 42 años", dice. Es la primera vez que da su versión. La zamba Luna cautiva, compuesta en la cárcel por Rodríguez, tiene las claves de ese crimen.
“Acá se armó el baruyo. Por acá entró este hombre a los tiros”. Efraín Temístocles Álvarez está parado frente a la casa de su infancia en barrio General Busto, justo delante de la puerta por donde el 11 de diciembre de 1963, casi 60 años atrás, vio entrar a José Ignacio “Chango” Rodríguez, el folclorista más popular de Córdoba, blandiendo un revólver.
“Tiró tres o cuatro tiros al aire, pum, pum, pum”, dice. Uno de los tiros no fue tan al aire. Entró en el pómulo izquierdo de Juan Pedro Temístocles Álvarez, padre de Efraín, guardia de primera clase del ferrocarril Mitre, guitarrero, bohemio y anfitrión esa noche, la de su cumpleaños número 42. Juan Pedro cayó muerto entre sus invitados. A Efraín, que tenía 14 años, lo encerraron en la pieza para que no viera. El Chango huyó y dos días después se entregó en la seccional 13 de la Policía de Córdoba, a pocas cuadras del lugar. Por ese crimen pasó cinco años preso (fue sentenciado a 12 pero recibió un indulto) y salió de la cárcel con un puñado de canciones, entre ellas, “Luna Cautiva”, esa que dice “tuve que hacer un alto por un toro mañero”.
—¿Qué pensás de esa canción?
—No me gusta. No me gusta ninguna canción del Chango Rodríguez. Si voy a una peña y la tocan, me la aguanto. Qué le voy a hacer...
—¿Cuándo eras chico, te afectó escucharla?
—En un principio sí, me daba como rabia cuando decía “tuve que hacer un alto por un toro mañero”. Porque ese toro era mi padre. Una vez tuve una charla formal pero áspera con un folclorista muy conocido. "Porque defendés a un criminal", le dije. El tipo quedó sorprendido cuando le dije quien era, no podía creer. Otros cantantes me han buscado para hablar, pero los saco cagando. A veces tengo ganas de pasar por la plazoleta donde está su estatua y poner: “Chango Rodríguez, criminal”.
—¿Pero podés separar la capacidad artística del Chango de lo que pasó?
—No sé. A mí no me gustan sus canciones.
—Lo cancelaste. ¿Qué le dirías a sus seguidores?
—Que no sean mentirosos —dice y piensa—. Tengo dolor, pero no rencor. Mucho dolor. Esa noche cumplía 42, era joven. No soy vengativo, creo, no sé. A esta edad no. Pero 30 años atrás capaz que sí. Si era más joven y lo encontraba en la calle, algo pasaba. Unas piñas, al menos.
Efraín es ahora un hombre de 74 años que se protege y marca distancia con cierta parquedad. Muerto su padre, la familia pasó dificultades económicas, tuvieron que dejar la casa que alquilaban y amontonarse con otros familiares.
—Mi mamá estuvo mal, muy mal, no teníamos un mango. Como era un caso resonante los abogados tocaban la puerta de casa para representarnos. Pero ella no quería saber nada, no quería hablar del tema. Yo tenía una guitarra, una Antigua casa Núñez que esa noche estaban usando para guitarrear. Pero después del crimen me la regaló. Nunca más quiso que toque.
El silencio en la casa de los Álvarez creció a medida que aumentaba la popularidad de la zamba que el Chango compuso para Lidia Haydee Bay, “La Gringa”, con quién se casó estando preso. Luna cautiva salió de la cárcel mucho antes que su autor. El primero en tocarla en público fue Horacio Guaraní, en 1967. Desde entonces, para todos, el destino de cárcel que tuvo su autor, ese “toro mañero”, pasó a ser parte del mito. Y que el muerto sea anónimo, era funcional al mito. Por ejemplo, el nombre de Álvarez no aparece en “Chango”, el libro de Federico Racca que reconstruye ese banquete. Tampoco está el nombre completo en “La historia no contada”, de Fernando Sanche, yerno de Rodríguez, basado en la declaración judicial de “La Gringa”, presente esa noche.
“De nuevo estoy de vuelta, mi tropa está en la huella, arrieros musiqueros me ayudan a llegar”, escuchaba Efraín. Para él, el Chango siempre volvía, no su padre.
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Hace seis años, a raíz de una nota periodística que contaba el trasfondo criminal de la canción, Efraín empezó a pensar en hablar. Se comunicó con e autor para decirle que había errores (no dijo cuales) pero se tomó seis años para animarse a contar su versión.
—Tengo una hermana, tiene dos años mas que yo. Si ella se entera que estoy acá, hablando de esto, me mata. Es un tema tabú en la familia—, dice.
—¿Por qué hablar ahora?
—Porque se dijeron muchas macanas. No es verdad que mi padre y el Chango eran compadres. Tampoco es verdad que mi padre cuidaba los caballos, y no le decían "Loro”. Incluso la gente decía que se habían querido robar las mujeres… macanas.
—¿Por qué estaba el Chango en la casa esa noche? ¿Por qué tu papá lo invitó a su cumpleaños?
—Mi papá era un tipo de noche, un bohemio, tocaba la guitarra, pero no era profesional. En casa siempre había folcloristas, incluso recuerdo que una vez fue Atahualpa. También tenía caballos, pero no en sociedad con el Chango. Esa noche decidió hacer un asado y cayeron varios a casa. Entre ellos este hombre.
—¿Y qué pasó?
—En un momento hubo una diferencia con unos santiagueños por una canción, se putearon, palabras más palabras menos, y el Chango se fue. Subió a un VW escarabajo que tenía. En casa siguieron tocando la guitarra y como a la hora y media apareció de nuevo a los tiros. Yo los escuché. Muchas veces fui a cazar en mi vida, se cómo suena un disparo, pero jamás en la vida sentí un tiro de pistola de nuevo y lo mismo no me lo olvido.
La versión de Álvarez no difiere mucho de la reconstrucción judicial. Según la declaración de la Gringa, el Chango y su esposa llegaron al cumpleaños acompañados de dos de sus alumnos de guitarra. En el bolsillo de la camisa el compositor llevaba 30 mil pesos que esa mañana había cobrado de la discográfica Philips, como adelanto de su próximo disco “Soy de la Docta”. Después de tocar “A la sombra de mi madre”, una zamba de Juan Carlos Carabajal y Cristóforo Juárez, uno de los presentes increpó a Rodríguez porque había olvidado mencionar a Juárez en los créditos. “Y entonces se armó el bochinche”, declaró la mujer ante la Cámara 1° del Crimen. El Chango se trenzó a golpes con varios de los invitados, hasta que finalmente el dueño de casa lo expulsó de la fiesta. Al llegar a la casa de la calle Chubut, notaron que el bolsillo de la camisa del Chango había sido arrancado y faltaba la plata.
—Esas son macanas —dice Efraín— yo no sé, porque era chico, pero en casa nadie habló de plata. Se tomó una hora y media, tuvo tiempo de pensarlo, pero decidió volver a los tiros. Es un criminal.
Dice Efraín que su madre, hasta el día que murió, en 2002, firmó como Juana María Hortensia Vera viuda de Álvarez, pero nunca quiso hablar de él. Dice que quiere recuperar la guitarra, la que regaló su madre, ahora en manos de un tío. Dice que cada tanto pasa por esa casa de la calle Baigorri este al 367. Que le gusta recordar a su padre escondiéndose en los árboles de la vereda para qué él y su hermana lo buscaran. “Era un tipo jodón, divertido y generoso. Vendía ropa, aros, joyas en los pueblos por los que viajaba en tren. Mucho tiempo después yo fui a cobrar algunas cosas”, recuerda. Los errores, las “macanas” de la historia que perturban a Efraín (los caballos, el parentesco, la relación entre el homicida y la víctima que no fue tal) son quizás mínimas, pero gigantes para él. Y quizás porque ese tiro no tenía un destinatario. No era para Juan Pedro. Pero sin quererlo, el Chango lo mató dos veces. La segunda, con una metáfora.