Intérpretes del silencio: una mañana en la Morgue Judicial de Córdoba
El dicho popular dice que los cuerpos también hablan. Pero, cómo es el mundo íntimo de los forenses, los únicos vivos que conversan con la muerte. Mitos y verdades de una rama de la ciencia que está rodeada de morbo y misterio.
Goyo estaba vivo hace cuatro horas. Ahora yace desnudo en una mesa de metal, ante los ojos de una médica que lo estudia y anota cosas en una planilla. Tirado ahí, parece más viejo de lo que dicen las noticias: “Un motociclista chocó un camión en la Ruta N°9”.
De Goyo solo se sabe que iba a trabajar. Pero ahora está acá —y nadie llega a este lugar por equivocación—, en la Sala de autopsias de la Morgue Judicial de Córdoba, en barrio Pueyrredón, un salón pulcro y lúgubre, lo suficientemente grande como para que entren seis camillas que, ahora, este 29 de julio por la mañana, están llenas.
En el umbral, jugando con su celular, espera el chofer de la ambulancia judicial que hace una media hora lo trajo envuelto en plástico negro. Cuando la medica termine de revisarlo, subirán a la ambulancia, volverán a la calle y Goyo quedará en manos de Ramiro Ortiz, el forense de guardia que hoy tiene que hacer seis autopsias.
“¿Qué si me da impresión? No. Los miro como a objetos, acá hacemos investigación, trabajo científico”, dice Ortiz. Tiene 44 años, es médico hace 18, a la morgue llegó en 2007 cuando aún no tenía hijos. Ahora tiene tres, el más chico, de siete.
No piensa mucho en la muerte, aunque la huele y la mira a diario, no va al psicólogo, pero cuando fue, habló de su trabajo: “esto te cambia mucho la forma de ver la vida: manejo más despacio, por ejemplo, y cuando hay un cuerpo joven, o de la edad de mis hijos, es inevitable no sentir miedo”.
La mañana es blanca. Un aluvión de luz entra por las ventanas de la sala y hace resplandecer los azulejos. Adentro el olor a sangre y conservante penetra las mascarillas. Ortiz camina entre las camas de Morgagni, las de acero inoxidable que tienen un orificio para evacuar líquidos. Son las mesas donde se hacen las autopsias. Se llaman así por quien las diseñó, Giovanni Morgagni, un hombre que se interesó por la Anatomía a principios de 1700.
En una de las mesas hay un hombre mayor, lo encontraron tirado en su casa, con un golpe en la cara. El chico del fondo llegó de Cosquín; tiene una sutura en el tabique y la marca de una traqueotomía: “posible traumatismo de cráneo, se ve que en el hospital no pudieron hacer nada”, dice Ortiz. Hay dos mujeres, la más joven y pálida tiene manchas rojas en su costado derecho sobre el que quedó recostada. Si no fuese por la rigidez, si no fuese porque es alguien que ha vivido, sería un muñeco de trapo.
“La autopsia tiene varias etapas simultáneas, una es el examen externo, el cronotanatodiagnóstico”, dice Ortiz de corrido. Las córneas, la rigidez, las livideces (esas manchas rojas) ayudan a determinar el tiempo de muerte. La mujer no tiene signos visibles de violencia. Ortiz cree que se suicidó, quizás usó psicofármacos, posiblemente era alcohólica. “Es una muerte natural —después aclara—: En este contexto”.
La última mesa está ocupada por un hombre de unos 25 años, flaco, tatuado y con los ojos abiertos clavados en el techo. La marca en su cuello indica un suicidio. Para todo tiene la muerte una mirada, decía Pavese.
La palabra autopsia viene del griego y significa “mirar con ojos propios”. Se usaba para hechos mágicos o religiosos y se podría traducir, también como “mirarse a uno mismo”. Es curioso que la traducción semántica moderna sea ver un cadáver.
Google no se pone de acuerdo sobre cuándo fue la primera autopsia. Algunas fuentes sostienen que antes de Cristo dos médicos romanos contaron las puñaladas de Julio César y determinaron cuál fue la mortal. Galeno, el médico de gladiadores, cortaba cuerpos en el año 120, aunque estaba prohibido. Después, hubo que esperar varios siglos, hasta el Renacimiento, para poder diseccionarlos. Por motivos religiosos nadie podía abrir a un muerto para separar tejidos y estudiar, ni más ni menos, de qué estamos hechos. En el siglo XVII se hacían disecciones públicas de criminales ejecutados y para verla había que pagar una entrada. La muerte siempre tuvo su cuota de espectacularidad. Y sin embargo ahora, en esta sala y alrededor de cada mesa, no hay sorpresa, ni incomodidad. El trabajo de los forenses es indispensable en la medicina legal y también es una herramienta fundamental en la epidemiología médica.
Sobre el ruido de fondo de los motores de las heladeras, Ortiz conversa con un empleado: “Nos quieren hacer trabajar hasta los sesenta y pico, no nos jubilamos más”, dice el tipo, “¿qué quieren, que nos muramos acá?" No hay remate.
El chofer sigue esperando que su compañera, la forense de la Policía Judicial Jimena Rodríguez, acabe de espulgar a Goyo. “No me queda clara la causa de muerte”, dice con sarcasmo. Al cadáver le falta la mitad de la cabeza. “Si no te lo tomas así te volvés loco”, se excusa después, “Así como vos trabajas con esa cámara, acá trabajamos con esto”.
“Esto” es la muerte. Y no cualquiera, la repentina, violenta.
El chofer se llama Miguel Gigena antes de manejar la ambulancia era taxista. “De hablar todo el día con la gente, a llevar cadáveres”, bromea. Ramiro asegura que la peor parte se la lleva la gente como Miguel. Son los que están en contacto con los que quedan, con la familia.
“El hermano del que está allá -señala a uno- estaba sacado, quería cachetear a todo el mundo”, se desahoga Miguel, “lo duro está ahí, en el lugar del hecho. Los ahorcados, por ejemplo, siempre los encuentra alguien, pero vos tenés que ser frío y a la vez considerado”.
Maneja la ambulancia desde hace tres años. Cuando llega a casa, prefiere no hablar de trabajo, aunque a veces, a veces, es inevitable: “Necesitas sacartela de adentro”. Como le pasó el primer día, hace tres años, con su primera pasajera: una chica de 16 años que había tenido un bebé prematuro y todos los días iba al hospital a darle la teta. No miró cuando cruzó la calle. “Me cayeron cincuenta fichas”; dice.
La morgue de Córdoba fue creada en 1920 en el viejo Hospital San Roque. Durante la dictadura muchos cadáveres de personas asesinadas por las fuerzas armadas pasaron por esa sala y luego fueron enterrados en fosas clandestinas. En 1992 el hospital se cerró y la morgue pasó a ser el Instituto de Medicina Legal y depende del Poder Judicial. También funciona como espacio de formación para profesionales. Tiene unos 40 trabajadores; entre ellos 14 forenses que trabajan en guardias de a dos. Son los intérpretes del silencio, los que hacen hablar a los muertos.
Ortiz agarra un par de guantes de látex que le llegan hasta los codos y se envuelve en una bata celeste. En unos segundos, va a volver a asomarse a un rostro muerto. El trabajo de hoy comienza con la mujer pálida y puede haber sorpresas.
“No sólo buscamos saber de qué murió cada persona, también si hubo implicación criminal, si participó un tercero”, dice. Recuerda el femicidio de Florencia Rodríguez, en 2013. Santiago Borelli, el asesino, montó una escena para simular un suicidio. “Era de clase alta, tenía buena defensa, pero no pudo hacer nada ante las pruebas. Demostramos que era imposible lo que decía”, cuenta.
Vista así, una pericia es un trabajo de lectura y un cuerpo, un texto.