San Carlos Minas, el pueblo que sobrevivió a nuestra peor tragedia
El pueblo del noroeste cordobés crece y se renueva a tres décadas de la catástrofe natural que mató a 42 personas, cuando un tranquilo arroyo serrano creció hasta alcanzar olas de siete metros y avanzó sobre el caserío llevándose hasta los regalos de los reyes magos.
A las 9 de la mañana del 6 de enero de 1992, muchos de los 900 vecinos de San Carlos Minas ya estaban despiertos y los que todavía dormían saltaron de la cama con las campanadas de la iglesia que hizo sonar el cura párroco. No había misa, era lunes. Las campanas eran la alarma improvisada que daban aviso al desborde del arroyo Noguinet, un manso hilo de agua que corre todavía al costado del pueblo y que ese día, hace 31 años, alcanzó un caudal parecido al del Río Paraná.
Fue la tragedia natural más grande de Córdoba. Un alud de agua, barro y escombros mató a 42 personas, destrozó por completo medio centenar de casas y causó daños en otras 180, además de calles, plazas y edificios públicos.
Durante la madrugada cayeron 300 milímetros de lluvia en Los Gigantes, en la naciente de los ríos serranos. El pico de la creciente que entró al pueblo se produjo entre las 9 y las 11:30. La fuerza del agua fue tal que venció la defensa de piedra y, entonces, produjo olas que alcanzaron los siete metros y avanzaron sobre el caserío llevándose hasta los regalos de los reyes magos.
Cuando San Carlos era una gran mancha de barro en el mapa de la provincia, el por entonces presidente Carlos Menem vaticinó: “El pueblo ha desaparecido. Tal vez se deba pensar en una ubicación distinta”. Y no fue el único en sostenerlo.
No fue así. El pueblo retomó su ritmo y se levantó. Algunas pocas casas deshilachadas como trapos seguían hasta hace poco, como tótems que recuerdan la furia del agua. Y sobre esos escombros, la gente siguió trabajando para salir adelante, sostenida por momentos en la solidaridad que llegó de distintos rincones del mudo.
Hoy el intendente Cristian Frías inaugurará una plazoleta en menoría de las víctimas y también en homenaje a esfuerzo de todo el pueblo para salir adelante. San Carlos Minas, cabecera del departamento más postergado de la provincia, apuesta desde hace tiempo al turismo como una alternativa de trabajo.
Historias
Chula Torres tenía el cuerpo cansado aquella mañana del 6 de enero de 1992. Toto Guzmán sentía el mismo agotamiento y demoraba la salida al trabajo esperando que pare de llover. El día anterior ambos habían estado escalando montañas de la zona, como les gustaba hacer los fines de semana.
Era lunes. Por eso se alarmaron cuando escucharon las campanas de la iglesia.
Toto salió a la puerta y vio pasar a una vecina por la calle arrastrando a sus dos hijas con el agua a la cintura: “Se rompió la defensa. Se rompió la defensa”, alcanzó a gritar.
Fue el instante previó a una gran explosión. Había llovido tanto, que el tranquilo arroyo Noguinet creció hasta alcanzar un caudal máximo de 1944 metros cúbicos por segundo. Los que pudieron, se treparon a los techos. Chula Torres no. Entró a la casa junto a su madre, para poner a salvo a su padre, postrado. Cuando el agua bajó, dos horas y media después, la gente caminaba perdida en su propio pueblo, o en lo que quedaba de él. Chula y sus padres, no vieron nada de eso.
Otros también faltaban. Entre ellos, Anahí Tamara, la hija de dos años del Intendente Alberto Carrera que había asumido hacía cuatro semanas.
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A eso de las 12, alguien gritó: “¡viene otra creciente!”. Todos comenzaron a correr buscando lugares altos. Otros caminaban entre las ruinas. Gritaban nombres. Llamaban a sus familiares desaparecidos.
Y en medio de todo, el chiste: Luis Arias, dueño del bar de pueblo, un petizo de humor agudo, vio pasar a Oscar, un flaco de casi dos metros, por el frente de lo que antes era su casa. “Oscar, ¿vos no decías antes ‘que se ahoguen todos los petiso’. Mirá, acá estoy”.
La primera reacción de doña María González fue ir al almacén a pagar la cuenta con los billetes que había logrado rescatar.
Fue en esos momentos de dolor cuando aparecieron los líderes. Uno de ellos fue el cura párroco Raúl Martínez, que con un pantalón raído, camisa y megáfono en mano, comenzó a ordenar la tarea de rescate y ayuda. También agarró su cámara de foto CANON AB1 que tenía desde 1979. Se había salvado del agua en el estante más alto. Suyos son los registros del pueblo todavía con agua.
La mordida salvadora
Don Pedro Gonzales, “el Manco”, tenía entonces 60 años y vivía frente al arroyo. Esa mañana sintió que el agua golpeaba las paredes y comenzaba a entrar. María, su esposa, corrió con sus nietos y alcanzó a trepar al techo de un vecino. Pedro pensó que pasaría pronto y se quedó con su hija Alicia.
Cuando las paredes comenzaron a resquebrajarse Alicia saltó por la ventana y se trepó a una planta de mora. Pedro la siguió. Como pudo sacó el cuerpo, tomó una rama con el único brazo y luego la mordió para sujetarse. Estuvo así, agarrado con sus dientes, durante unos minutos hasta que pudo trepar.
Alicia y Pedro vieron desde el árbol que su casa se hundía como un papel mojado. Cuando María volvió a ver a Pedro, tenía la boca sangrando.
La revancha de Dora
Dora Heredia tenía 22 años y un embarazo de 9 meses esa madrugada. En el preciso instante en que un alud de agua y barro se abalanzaba sobre el pueblo, en el hospital municipal ella se retorcía en contracciones y daba a luz a Brian, un varón de 2.7 kilos.
“El domingo a la noche habíamos estado de joda con mis hermanas en el bar de Luisito. Yo te juro que no tomé nada, porque ya estaba en fecha. ¿Qué iba a saber yo que iba a parir justo el día del aluvión”, dijo años después.
“Estuvimos ahí bailando hasta las cuatro y después nos fuimos a casa. Las chicas se acostaron menos yo. Al rato rompí la bolsa y la desperté a la Patricia. Del miedo que tenía ni me fijé que llovía. Cuando salí al patio, el agua ya me daba en las rodillas”, recuerda.
Contra la corriente, que en ese sector del pueblo fue más baja, las hermanas corrieron a buscar a un vecino con auto. Dora parió a su segundo hijo con el agua rozando la camilla. Como no podían dejarla internada en el hospital, pasó las horas que siguieron en un Renault 12, estacionado en el alto de la Ruta Provincial N°15.
Brian, en realidad, se llama Orlando, como el vecino que se solidarizó con Dora en ese difícil momento. “Yo le quería poner Brian, pero en el registro civil me dijeron que ese nombre no existía. Igual todos le decimos así”, dijo.
El hospital donde nació Brian lleva el nombre de un enfermero que perdió su vida ayudando a los vecinos: Ramón Peralta.
Arena memoria
La arena sigue ahí. Pasaron 30 años y ese polvo finísimo, casi invisible, sigue cubriéndolo todo en el pueblo. Está en las veredas, debajo del césped, en las canchas, en las calles de tierra y en las de asfalto. A veces se mete en los zapatos o se pega en los cuerpos si hace calor. Pero la gente, en San Carlos Minas ya se acostumbró. Siguen caminando sobre el lecho de un río. Ese que atravesó el pueblo.