Atrapados sin salida en Sierra Chica
Una vez, el autor de esta serie de notas dio un taller de literatura -un eufemismo, sí- en la escuela que funciona dentro de la famosa cárcel que está muy cerca de su ciudad natal -se levanta a solo 10 kilómetros de Olavarría-, y allí vivió, durante algunas semanas, el tremendo clima que se respira en ese lugar. Nunca lo había contado
Yo quería entrar alguna vez sin ser un recluso, claro. Siendo de Olavarría, sentía que no conocer la cárcel de Sierra Chica era como ser egipcio y no haber visitado las pirámides, o ser cordobés y no haber ido nunca a un baile de la Mona.
Y una vez pude, porque una amiga era maestra en la escuela para reclusos que funciona adentro de la cárcel.
Ella me hizo la invitación para que diera un taller de literatura. Acepté, claro.
La primera vez que entré fue tremendo.
Todo lo que viví ahí, en realidad, fue muy fuerte.
Sentí la dureza con que tratan a cualquier persona que entra al lugar sin ser un preso, claro. Los presos obviamente lo pasan peor.
Respiré ese aire tan raro que nunca alcanza a llenar los pulmones.
Vi los muros del penal, altos y enormes, como los de las películas. Vi panóptico desde el cual se vigilan todos los pabellones. Me metí en los pabellones donde los pasos retumban.
Vi las rejas.
Vi mucha mugre.
Vi cómo se consolidan las lealtades, y vi lo que es tener miedo.
Y tuve una emoción increíblemente fuerte cuando un guardiacárcel que me llevaba hasta donde debía ir, me comentó por lo bajo, mientras cruzábamos el patio:
-¿Ves ese señor mayor de campera azul que anda por ahí? Ese es Robledo Puch.
Ugh.
Sí, Sierra Chica es la cárcel del motín de los 12 apóstoles. El de las empanadas, sí.
Es un lugar muy triste, claro.
De adentro, tanto como lo había visto de afuera.
Recuerdo por ejemplo la tristeza de los domingos al anochecer, en la segunda mitad de los 70, cuando el ómnibus más barato que podía llevarme a Buenos Aires pasaba por Sierra Chica y se llenaba de familiares de los presos políticos que colmaban la cárcel. En esos años duros no hubo presos comunes, sólo detenidos por razones políticas. Ya sabemos quiénes podían ser. Lo de la gente que subía al ómnibus era gran tristeza pero no la peor, porque al menos sus seres queridos estaban legalizados, de alguna manera. No eran desaparecidos.
Lo de la escuela fue en este siglo. Mucho después de aquello que acabo de contar.
De la escuela, podría relatar lo qué pasó cuando les propuse a mis alumnos que escribieran un cuento.
-Ahí fue cuando los muchachos empezaron a respetarlo, maestro, me dijo uno de ellos un día.
Lo que yo les había propuesto era que escribieran algo propio.
-Maestro, dijo un muchacho desde un banco de atrás. ¿Usted se cree que es fácil escribir lo que uno vivió? Porque todos somos muy distintos. Usted es un escritor, yo soy un delincuente.
Uf.
Hubo un silencio, sí. Pero retruqué.
-¿Vos, cuántos hijos tenés?
-Dos.
-Yo también. Mirá, al menos en eso, vos y yo somos iguales.
El pibe asintió y se mandó a guardar. Se ve que no estaba habituado a que alguien lo dejara sin la última palabra y no lo ofendiera. Después me trató con mucho cariño y terminó siendo ejemplar.
Los muchachos, que me respetaban mucho, escribieron lo que pudieron. Y lo que no pudieron escribir, lo dijeron. Tengo guardados, claro, todos los manuscritos que hicieron. Y las grabaciones de lo que dijeron.
Un día, hace poco, volví a esos papeles y a esas grabaciones. Encontré algo significativo: todo lo que contaron esos muchachos, eran momentos felices. Cuando nació un hijo, cuando se salvó su madre después de una operación brava.
Qué tremendo.