Emiliano Chavero, el nieto de Atahualpa Yupanqui
En el invierno de hace dos años, se mató el hijo del Coya Chavero, que es el hijo menor del padre del folklore argentino. El pibe -el muchacho, digamos- estaba viviendo en la casa-museo del Cerro Colorado, y allí lo había conocido el autor de estas líneas
Pobre Emiliano, no pudo más y se mandó bien para adentro. Tanto como para que no fuera posible un retorno.
Fue en julio del 2021, o sea hace no mucho, cuando se estrelló el sencillo auto que manejaba, un Volkswagen Gol Trend de color claro, contra un camión. Y murió.
Según precisaron las crónicas, fue en la ruta 9 cerca de San José de la Dormida, en Tulumba. Se podría agregar que no muy lejos del Cerro Colorado, adonde había elegido vivir. Tenía 46 años.
Emiliano Chavero era el nieto de Atahualpa Yupanqui. Tenía los ojos claros, la sonrisa fácil si se sentía cómodo, y la mirada de un indio.
Lo conocí en el 99, cuando llegué por primera vez al Cerro Colorado junto a Paola Bernal, que hizo el viaje conmigo de amiga y no de cantante conocida, como lo empezaría a ser años después. Mi viaje se produjo por gestión de su padre, el Coya, el hijo único de Yupanqui y Nenette, y por el Coya supe que Emiliano sería mi vecino en el tiempo en que viviera en ese lugar, escribiendo un libro.
Yo ocupaba una de las dos piecitas de la había sido la casa del casero. Emiliano tenía la otra. Compartíamos el baño, la cocina y la galería, que daba al patio y más allá, al río Los Tártagos.
A unos 30 metros estaba lo de don Ata, adonde había vivido con su compañera. A la sombra de un árbol que está junto a esa casa, descansan los restos del poeta y músico famoso en todo el mundo.
Emiliano hablaba poco y nada. No me sorprendió de entrada. Yo tampoco soy muy locuaz con quien no lo es conmigo, la verdad.
Era un muchacho muy reservado y hasta hosco podría decirse. Pero un día pasó cerca de donde yo estaba trabajando con las cartas de su abuelo a su abuela, y escuchó que en la notebook estaba escuchando a los Redondos. Recuerdo ese detalle. Para mi sorpresa, se detuvo y me preguntó, con amabilidad, si quería que él me comprara algo en el pueblo, que está a unos cuatro kilómetros. Le contesté que sí, que quería una cerveza, o dos si él se prendía a compartir la bebida conmigo en la caída de la tarde. Dijo que sí.
Ese día me contó, sin mucho detalle, que venía de vivir un tiempo en Tucumán con su tía Quena. Quizá debería decir tía del corazón porque ella era hija no reconocida de la pareja que tuvo Yupanqui con Lía Valdez, y con la que había convivido en el pequeño pueblo de Raco antes de cruzarse con Nenette.
En el tiempo siguiente, fui varias veces con Emiliano a caminar por ahí. Me llevó a conocer El Silencio, un paraje adorado por su abuelo, que está río arriba; fuimos a ver unas galerías en el cerro de las muchas que hay en el pueblo, con unas increíbles pictografías, que justamente no son visitadas por turistas. En esos paseos aproveché a sacar unas fotos y Emiliano me sacó otras.
Unos años después supe que se había instalado en la casa del Cerro con su pareja, Bárbara, abogada, y que se había convertido en el conductor del museo que honra la memoria de su abuelo célebre.
Después me enteré que se había separado de la chica y que el divorcio fue muy doloroso para él.
Sus hijos, Demetrio -el mismo nombre que el padre de don Ata- y Alejo, pequeños aún, actualmente son vecinos del Cerro y, como su papá, son bien pa’dentro.
Qué familia.
Cuando nació, Yupanqui le escribió una chacarera, que dio a conocer con un nombre un tanto desconcertante, porque parecía dedicada a un señor mayor, no a un bebé. Para él fue Don Emiliano.