Aventuras y desventuras inmobiliarias de Carlos Casaffousth
Aunque no sepamos mucho de ingeniería hidráulica, los cordobeses tenemos incorporado a nuestra cultura el Lago San Roque. En esta primera entrega, la historiadora Doralice Lusardi cuenta una faceta menos conocida del ingeniero.
Es sabido que en la década de 1880 nuestro país vivió importantes transformaciones, y Córdoba no fue la excepción. Entre otros crecimientos, sumó nuevas zonas al esquema agroexportador, aumentó su inmigración externa e interna y acrecentó su población. Sin embargo y a pesar de que los gobiernos dedicaron mayor atención a la salud pública, la mortalidad se mantuvo alta y enfermedades y epidemias siguieron haciendo estragos.
Conscientes de la incidencia que en ello tenían las viviendas precarias y el hacinamiento, las autoridades intentaron una política habitacional que buscó mejorar las condiciones en que vivían los más humildes, cuyos ranchos de barro y paja con piso de tierra llegaron a ser calificados por un diario de la época como depósito de mil muertes, asilo de terribles enfermedades, amenaza eterna del proletariado al burgués y venganza contra los que han sido favorecidos por la suerte.
Dicha política, junto al crecimiento poblacional y la escasez de viviendas favorecieron el aumento de inversiones en emprendimientos inmobiliarios y el auge de la especulación en tierras. Se urbanizaron nuevas zonas, hubo modificaciones en las ya pobladas, los ranchos y las viejas construcciones fueron desapareciendo de la zona céntrica y se erigieron edificios hasta hoy emblemáticos, con un dinamismo que dio empleo a numerosa mano de obra.
Aunque la oferta no llegó a satisfacer a la demanda y los costos siguieron altos, el proceso avanzó firmemente, estimulado por provincia y municipio con la construcción de puentes, apertura de vías de acceso al área central y otras obras de infraestructura como el dique San Roque y su red de riego, que fueron orientando la dirección en que crecía la ciudad. En este contexto deben analizarse iniciativas como la fábrica de cal y cemento del doctor Bialet Massé, la fábrica de ladrillos del académico Adolfo Doering y el fomento a esa misma actividad o las inversiones en tierras en las que se embarcó Carlos Casaffousth paralelamente a su titánico trabajo en las Obras de Riego.
Aunque el dique San Roque parezca tener poco que ver con la actividad inmobiliaria, el sistema de irrigación por él originado impulsó la incorporación de nuevas zonas a la ciudad y el surgimiento de nuevos barrios. La disponibilidad de agua no sólo permitió el riego para cultivo sino su uso doméstico familiar, siendo en muchos casos la única de que disponían los pobladores de ciertas zonas, encontrándose en la documentación de la época infinidad de ejemplos, que van desde un canal de riego que alimentaba el depósito para cañerías de aguas corrientes en Alta Córdoba hasta las gestiones de vecinos de La Toma para derivar de otro de los canales agua para el uso diario, que hasta entonces tenían que acarrear desde el río “con mucho sacrificio”.
Así fueron las Obras de Riego valorizando las tierras que irrigaban, tanto con subas de precio inmediatas como con expectativas de que las hubiera cuando estuviesen terminadas. La cercanía de un canal maestro o secundario se volvió uno de los argumentos principales para la venta de terrenos alejados, dado que –se decía- ya no sería necesario establecerse a menos de diez leguas de Córdoba para tener agua.
Las obras contribuyeron también indirectamente al poblamiento de algunos barrios, como San Martín y Alta Córdoba, al radicarse en ellos muchos operarios de los que trabajaban en su construcción..
Fue proyectista y director de esta obra monumental, integrada por el dique San Roque, el Mal Paso, los canales maestros Norte y Sur, infinidad de canales de riego y obras complementarias.
Carlitos inversiones
Se vivía por entonces un período de optimismo y euforia cuyo clímax Latzina describió así: “1887, 1888, 1889, época en que no se hablaba sino de millones ganados en ocho días; época en que brotaban diariamente por docenas las Sociedades Anónimas más estrafalarias (…); época en que todo el mundo, los abogados, médicos, ingenieros, changadores y hasta las mujeres-ómnibus, abandonaban sus tareas habituales para ir a jugar a la bolsa o a especular en terrenos. En estos tres años californianos se derrochaba a manos llenas los empréstitos y las emisiones, y se satirizaba las voces de alarma que la gente bien intencionada lanzaba de vez en cuando para refrenar los desbordes de la codicia (...)”
En ese marco Casaffousth realizó algunas importantes inversiones. Al parecer sus primeras compras fueron en La Toma, hoy barrio Alberdi, tierras que habían sido propiedad comunal de pueblos originarios que el estado provincial decidió expropiar y lotear, reservando una parte para sus antiguos poseedores aunque ya a título individual, compensándolos económicamente por las pérdidas y las eventuales mejoras realizadas en sus anteriores predios. Si bien esto fue aceptado por parte de la comunidad y sus líderes, también hubo resistencia de otra parte de los damnificados, pero aunque obtuvo repercusión en la prensa y apoyo en diversos sectores de la sociedad, no se logró modificar lo resuelto.
Casaffousth adquirió allí unos 28 lotes e hizo construir algunas casas. Vendió al poco tiempo, con beneficios sobre los que tenemos referencias contradictorias, ya que por un lado se habla de que obtuvo buenas ganancias y por el otro de que los precios se mantuvieron bajos por mala calidad del suelo y cercanía con el cementerio.
Entre 1887 y 1889 el ingeniero sumó otras compras en Suburbios Sur, actual barrio San Carlos. En este caso fueron entre 500 y 600 hectáreas en una zona regada por los nuevos canales, casi todas ellas compradas a Pablo Cottenot, a pagar en cuotas y a un precio 65% superior al que éste las había adquirido tan sólo un mes antes. De ellas, va a destinar unas 400 a la creación del Centro Agrícola Industrial San Carlos, en el que impulsó la actividad agrícola ganadera y una incipiente industrialización basada en la producción de forrajes y ladrillos, explotada por él en forma directa o a través de arrendatarios, dotándola para ese fin de un valioso equipamiento que incluía desde vagones y vías Decauville hasta máquinas de enfardar. En 1888 los medios periodísticos destacaban ya los más de veinte hornos para quemar cal o ladrillos que habían brotado en pocos meses en la zona como por encanto, y hacia 1890 su establecimiento, cercado y sembrado, era reconocido como modelo y punto de referencia en Córdoba. Al resto de las tierras compradas, las vendió en lotes de unos 350 m2, propicios para quintas, formando la villa Colonia Agrícola San Carlos, luego barrio San Carlos, también llamado en su origen barrio Casaffousth.
Fue además uno de los impulsores del loteo que daría nacimiento a Villa Revol, donde compró a particulares tierras rematadas por la Municipalidad años atrás, las que puso en venta al poco tiempo de adquirir. Obtuvo además la autorización del municipio para instalar una línea de tranvías que vinculara al barrio con San Carlos y San Vicente (éste ya contaba con una línea hasta el centro), proyecto que fue frustrado por la crisis de 1890.
Hacia 1887 había también realizado una importante adquisición de tierras en el valle de Cosquín, zona próxima al actual Hospital Santa María, alrededor de cuatrocientas hectáreas de la antigua Estancia del Rosario en las que organizó un ambicioso emprendimiento, con variados cultivos, árboles frutales, canteras y horno de cal, también equipado con vagones y vías Decauville. A las tierras bajas las destinó a granja, huerta y cultivo de forraje. Y para las partes altas hizo una importante inversión en cepas de vides (unas 50.000), cultivo que recibía por entonces un fuerte impulso en América debido a los estragos causados en los viñedos europeos por una plaga de filoxera.
Como esta zona no contaba con obras de irrigación compró los derechos de Las Higueritas, “única vertiente permanente existente en casi 20 kilómetros al este del río Cosquín” y embalsó sus aguas con fines de riego mediante un dique de piedra de más de cien metros de largo, hoy todavía en buen estado al igual que los pilares del puente sobre el río, ambos construidos bajo su dirección por el italiano Agustín Marcuzzi, quien recibió en pago de su trabajo el usufructo de la estancia por seis años. En los pilares del puente persisten todavía las iniciales de ambos. Y no muy lejos de allí, hasta no hace mucho todavía quedaban restos de una vieja vivienda y algunas vides perdidas entre la vegetación del lugar, pálidos rastros de los proyectos de su dueño, sueños que parecían haberse hecho realidad pero no tardarían en desvanecerse.
(Esta historia continuará.)
Próxima entrega: La caída. Suspicacias y aclaraciones. Los bancos. Lo perdido.