Aventuras y desventuras inmobiliarias de Casaffousth: segunda parte
En la primera parte de este trabajo hemos visto cómo, en una época de euforia y confianza desmedida, el ingeniero Carlos Adolfo Casaffousth incursionó en diversos emprendimientos inmobiliarios, algunos de los cuales contribuyeron al nacimiento de tradicionales barrios de la ciudad de Córdoba.
Dichos y hechos
Se describe a la élite urbanizadora que impulsó la expansión inmobiliaria en Córdoba como un pequeño grupo de hombres vinculados por lazos políticos o de parentesco, que se lanzaron a ese negocio de manera casi siempre improvisada y coyuntural, aprovechando las ventajas de sus cargos para acceder a los créditos que a partir de empréstitos extranjeros se canalizaban a través del Banco de Córdoba. En esa élite se suele incluir a Casaffousth por poseer varias de sus características prototípicas: vinculación con el grupo gobernante, paso (en su caso, fugaz) por cargos políticos, especulación con tierras y aumento de su patrimonio.
Nos permitiremos sin embargo aportar algunos matices que permitirán acercarse al personaje de un modo más abarcativo, evitando el riesgo de encasillarlo en esos estrechos límites.
Los escritos del ingeniero Casaffousth revelan, además de su apasionada confianza en la ciencia y la técnica, un verse a sí mismo como motor vivo del progreso, casi parte de una epopeya, transitando con patriotismo un camino que los retrógrados ignoraban y que contribuiría tanto a la grandeza del país como a su crecimiento personal. Los hechos nos muestran la magnitud de la obra que proyectó y dirigió, su capacidad profesional y la entrega incluso física con que defendió esa obra hasta el final.
Lo que cabalmente define a Casaffousth no son sus incursiones en el negocio inmobiliario sino su profesión de ingeniero: allí está el anclaje de su existencia. Poniendo no sólo sus saberes sino también el cuerpo, internándose en zonas inhóspitas, pantanosas o insalubres en las provincias de Córdoba, Santiago del Estero, Catamarca y Santa Fe, donde contrajo la pleuresía que lo llevó a la muerte. Sometiendo a esos riesgos también a su familia hasta que la esposa decidió regresar a su provincia natal con la única hija que le quedaba viva. Estudiando incansablemente, como relata Bialet: “el talento genial de Casaffousth me dominó y sus enseñanzas me hicieron volver a estudiar”. Llevaban “el libro en el coche de viaje en las horas que dejaba libre el campamento”, ya que “cuanta revista o libro podía ocuparse de obras hidráulicas venía a nuestras manos 30 días después de publicarse: Casaffousth me llevaba ventaja de poseer inglés y nada se nos escapaba de (Francia) Inglaterra y Norteamérica”.
Carlitos no encajó nunca del todo en aquel grupo privilegiado, arraigado familiarmente en Córdoba, que se movía con comodidad en el ámbito del gobierno de la provincia, la política bancaria y las alianzas, manteniéndose casi siempre a flote en la sociedad cordobesa. Aún más, de esa tradicional clase hegemónica, “ligada a la Iglesia, a la Universidad y el comercio”, provinieron muchos de los ataques a las Obras de Riego, que junto a la prensa afín sembraron las sospechas sobre la idoneidad y honestidad de sus realizadores, acarreándoles escándalo, juicio y cárcel.
Tampoco vemos probable cierta vinculación que se ha querido encontrar entre las compras que hizo en Villa Revol de tierras rematadas por la Municipalidad con un supuesto aprovechamiento de su cargo como ingeniero municipal, pues lo desempeñó fugazmente entre 1884/1885, y fue recién entre 1888 y 1889 cuando compró las tierras a particulares.
En cuanto a atribuirle usar información privilegiada en beneficio de sus inversiones, debe decirse que sus compras fueron hechas cuando la decisión de realizar las Obras de Riego ya era pública, oficial y difundida por la prensa. Sin contar con que el cúmulo de obstáculos e interrupciones que sufrieron hizo de esas compras una apuesta riesgosa, un acto de fe en que dique y canales de riego se terminarían y darían sus frutos, algo que estuvo siempre en duda.
Por último, las cifras que el ingeniero invirtió en sus operaciones son compatibles con los ingresos que se le conocen incluyendo los créditos del Banco Provincial. Que tampoco le fueron concedidos fácilmente: a pesar de ser diputado, profesor de la Universidad y director de las Obras se rechazaron reiteradamente sus solicitudes hasta 1886, cuando se le acordó el primer crédito gracias al aval de Pablo Cottenot.
La caída
El clima de euforia inmobiliaria se modificó drásticamente hacia 1890, cuando con la crisis económica y la caída de Juárez Celman la construcción se paralizó, iniciándose un ciclo de emigraciones y disminución de población.
La crisis se llevó la prosperidad de muchos: inversiones, avales e hipotecas formaron un torbellino en el que se perdieron muchas propiedades, las de Casaffousth entre ellas.
En San Carlos empezaron a cerrarse hornos de ladrillos y otros emprendimientos, como registrara El Porvenir en abril de 1890: “Varios hornos de quemar ladrillos, de los numerosos establecidos en los Altos Sud del Municipio, han suspendido sus trabajos desde hace algunos días, otros los han reducido a proporciones considerables y no pocos imitarán a los primeros dentro de poco tiempo. Estos hechos reconocen por causa la casi completa paralización que en nuestra ciudad ha experimentado la edificación”
En el caso de Casaffousth y Bialet Massé la caída del juarizmo, al cual las Obras de Riego y sus hacedores estaban tan ligados, contribuyó a poner la lápida que sellaría el destino de sus bienes. El juicio de 1892/93 contra ambos por supuestos delitos durante la construcción y los meses de cárcel que debieron cumplir no hicieron más que acelerar el proceso, tanto por el desprestigio que les significaron como por la cantidad de tiempo, energía y recursos económicos que les insumió defenderse.
Sus dificultades tuvieron también que ver con el caudal de las inversiones que habían realizado, basadas en buena parte en préstamos que les generaron un riesgoso endeudamiento, en el marco de la euforia que ya hemos descripto.
Casaffousth estaba muy endeudado. Con el Banco Nacional, con el Provincial, con el Monte de Piedad, con particulares. La crisis cortó el circuito de ganancias con el que pensaba afrontar sus compromisos: se paralizaron las operaciones de compra y venta, el precio de la tierra bajó notablemente, la construcción se detuvo, los deudores no pagaban, los bancos ajustaban y las fuentes de financiamiento iban desapareciendo.
No hubo tampoco en Córdoba demasiados miramientos para dar el golpe de gracia a personas que, como él, hasta hacía pocos meses habían formado parte de esa selecta minoría denominada “los dueños de la situación”. Sus contemporáneos lo verán endeudarse, hipotecar sus bienes una y otra vez para obtener nuevos créditos, enfrentar juicios, embargos y finalmente perder casi todo.
Ante la crisis no todos cayeron. Los bancos no siguieron la misma política para todos sus deudores y muchos de ellos pudieron sostenerse y hasta recuperarse gracias a las redes que los unían al entramado social y político de Córdoba.
No era su caso. Con raíces porteñas él, de arraigada familia entrerriana su esposa, ningún lazo familiar lo ligaba a la sociedad cordobesa. Tampoco lo ayudaron su temperamento impulsivo, los excesos verbales, los cuantiosos gastos en que estaba comprometido (desde el apoyo económico que daba a su madre y hermanos menores, hasta sus costosas compras de instrumentos profesionales de alta calidad y libros especializados que encargaba a Buenos Aires y Europa, así como muebles, vajilla, árboles, arbustos y semillas para sus establecimientos, en nada escatimó) y mucho menos lo arriesgado de las inversiones en que se había metido por exceso de confianza en un auge que creyó duradero y fue fugaz.
Sus amigos de ayer, ¿lo dejaron caer? El impetuoso Carlitos, “nervioso, efluente y cálido”, masón, porteño, algo excéntrico, ruidoso y discutidor, sin reparos a la hora de ventilar por la prensa los conflictos que otros dirimían entre bambalinas, sin raigambre católica ni parentela cordobesa, no halló muchas manos a las que aferrarse. Entre ellas las que le tendió, sólidas, el catalán Bialet Massé.
Los bancos. Lo perdido
Los gobiernos de este período, aunque de rasgos liberales, ejercían una fuerte intervención en lo económico mediante la política crediticia y las obras públicas. En Córdoba el Banco Provincial era el principal emisor, captador y distribuidor de capitales.
Hacia 1889, ante la crítica situación y la falta de nuevos empréstitos, empezó a restringir los créditos, exigir a sus deudores el pago de cuotas atrasadas, aplicar altos intereses punitivos, cerrar cuentas y ejecutar documentos. A poco, el desplome se manifestó con toda crudeza: escasez de oro, emisiones sin respaldo, depreciación de la moneda y denuncias de irregularidades desembocaron en su intervención por las autoridades nacionales en 1890.
La baja en el precio de las propiedades hizo que muchas de ellas pasaran a los bancos para cancelar deudas de sus dueños y fueron tantos los trámites de cobranza o ejecución de deudas en mora, que en 1891 se abrió una oficina especial para atenderlos.
En 1892 el gobierno de Córdoba compró las acciones en poder de particulares y el Banco Provincial se convirtió en oficial. Se ampliaron facilidades y flexibilizaron plazos, permitiendo convenir arreglos y posponer liquidaciones, pero Casaffousth no logró cumplir con las cláusulas y en 1894 se acabaron las prórrogas para él.
En 1895, cuando el banco decidió aplicar quitas a las deudas y rebajas a cuotas e intereses, ya era tarde. Aunque había intentado aliviar la situación vendiendo parte de sus tierras, Cottenot (su acreedor y también colega en la Facultad de Ciencias Exactas) le había entablado juicio por falta de pago y le fueron embargados muebles, materiales y útiles del Centro Agrícola Industrial de San Carlos, nombrando depositario al propio Cottenot. En la larguísima lista de artículos embargados figuran vías y zorras Decauville, volquetas, prensa y moldes para baldosas, máquinas de hacer ladrillos, segadoras, sembradoras, carros, 1 coche americano, 1 breack, 1 tilbury, caballos, mulas, bueyes, 80 picos, 30 arados, 2 fraguas, teodolitos, 1 prensa de copiar, muebles, vajilla y 300 libros.
A pesar de los esfuerzos por dilatar la entrega de sus propiedades, Casaffousth las fue perdiendo una a una. Las de la zona sur terminaron en poder del Banco Provincial y de Pablo Cottenot, que además conservó los bienes embargados.
A la estancia del Rosario de Cosquín, hipotecada con el Banco Nacional, acabaría perdiéndola en 1893. Poco tiempo después, Ashaverus reflejaba así el paisaje de ese sueño que había durado escasos siete años: “ al pie de la sierra se ve un dique de considerables dimensiones construido bajo la dirección y por cuenta del ingeniero Casaffousth, para estancar las aguas de una vertiente que brota en las faldas de la misma sierra y regar con ellas una propiedad que parecía de gran porvenir, pero que desgraciadamente para su activo e inteligente propietario ha tenido que pasar a poder de uno de los bancos, ¡como tantas otras!”
Allí se levantaría a principios del siglo XX el Hospital Santa María, con majestuosos pabellones destinados a albergar a parte de los ocultados por la sociedad de la época, los tuberculosos primero y los dementes después.
Quien fuera dueño de esas tierras -deshecha su familia, arruinado su patrimonio y su prestigio- hacia 1895 se había marchado de Córdoba para siempre. Seguiría ejerciendo su profesión y realizando obras en otras provincias, pero nunca se recuperó económica ni anímicamente.
Carlos Adolfo Casaffousth murió en Gualeguay, Entre Ríos, a los 46 años, el 24 de agosto de 1900. Su tumba se encuentra muy cerca del lugar de su fallecimiento siendo casi ignorada su existencia por la población del lugar.
Material consultado:
Documentación original en archivos oficiales y familiares.
Periódicos de la época.
Boixadós, María Cristina (2000) “Las tramas de una ciudad” Córdoba, Ferreyra Editor
Bustos Argañaraz, Prudencio (1996). “La estancia del Rosario de Cosquín”. Córdoba, Editorial Copiar
Huber , Norberto (2001) “Paisaje y vida del valle cordobés San Roque”. Córdoba, Editorial Copiar