El juego de tronos de Martin Llaryora
Para muchos es la síntesis de De la Sota y Schiaretti. El actual intendente de Córdoba se perfila para ocupar el lugar vacío del cordobesismo con el desafío de romper la encerrona que los dos antiguos líderes no pudieron: mantener el poder provincial sin limitar su proyección nacional. Antes debe ganarle la elección a Luis Juez, el hombre que permitió el primer gran triunfo electoral de su carrera política.
Martín Llaryora entra al despacho presidencial después de desandar los 562 kilómetros que separan San Francisco de la Casa Rosada en la ‘Flecha de Plata’, un Chevrolet Astra de su amigo íntimo, el dirigente peronista Juan Manuel Cid. Es octubre de 2007, todavía tiene la pintura fresca de intendente de la cuarta ciudad de la provincia. Mónica Gutiérrez, diputada cordobesa, consiguió abrirle las puertas de la Rosada; una gestión que ya había hecho antes con otro intendente: Luis Juez.
El hombre que recibe a Llaryora le deja al visitante una frase: “Lo importante no es saber llegar sino saber irte”. Después lo invita a sentarse en su silla. “Yo lo hice una vez y mirá cómo me fue”, lo arenga. Llaryora se acomoda sobre la pana roja que recubre la madera de nogal italiano dorado a la hoja. Se acaba de sentar en el sillón de Rivadavia. El hombre que lo invitó a probar su silla se llama Néstor Kirchner.
Del sillón de Rivadavia al camastro municipal
La carrera que trajo a Martín Llaryora hasta acá arrancó a comienzos de la década del ‘90 de la mano de su padre, Luis, dirigente sindical bancario detenido durante la dictadura. De cuna militante, a mediados de la década el hijo de Luis ya empujaba la idea de armar la JP de San Francisco, que nació al abrigo de la línea interna del peronismo que encabezaba el orteguista Jorge Bucco, que en esos años pujaba contra la alianza De la Sota-Aráoz, el cavallismo -representado por Juan Schiaretti-, y el menemismo máxima pureza de Leonor Alarcia.
En esa época, Llaryora desarrolló el germen de lo que sería la política estrella de su primer mandato al frente de la intendencia en el este provincial: San Francisco Educa fue el punto de partida del Polo Educativo. Fue coordinador de Empleo y Formación Profesional, la oficina donde se gestionaban los Plan Primer Paso (PPP), luego concejal de San Francisco y por último se quedó con la presidencia del PJ de su ciudad.
“En los ‘90 me decía que en diez años teníamos que ganar la presidencia del PJ San Francisco. Y lo logró”, dice Matías Beccaría, concejal de la ciudad del este que se reivindica como uno de los llaryoristas primigenios.
Al llegar el cambio de siglo, ya era un dirigente joven reconocido a nivel regional, provincial y hasta nacional. Tenía fluidas relaciones con nombres como el camporista José Ottavis, el exgobernador salteño Juan Manuel Urtubey, el exdiputado nacional y exyerno de los Eduardo y Chiche Duhalde, Gustavo Ferri, el exministro larretista en CABA, Bruno Screnci, el titular del Banco Provincia en la gestión Vidal, Juan Curutchet, y Diego Santilli, uno de los hombres fuertes del PRO en el AMBA.
Poco más de 600 votos fue la diferencia con la que Llaryora, para sorpresa de muchos, desbancó al radical kirchnerista Hugo Madonna en 2007. Visto desde el presente, un detalle de esa elección se convierte en paradoja: la victoria que catapultó la carrera política de Martín Llaryora fue posible gracias a Luis Juez, que auspició la lista que encabezó Carlos Roffé -tras desprenderse del sector de Madonna- y sacó más de 20 puntos.
A partir de ahí llegarían el segundo mandato en San Francisco -donde ganó por una diferencia histórica-, la licencia para ser Ministro de Industria, Comercio, Minería y Desarrollo Científico Tecnológico de la provincia y la vicegobernación en 2015. Dos años después, sufrió su gran derrota electoral: en las elecciones de medio término Baldassi sacó más del 48% de los votos contra el 30% de la lista que encabezaba el sanfrancisqueño.
Parecía un golpe al mentón, pero solo dos años después, con la licencia del cargo de vicegobernador todavía vigente, también sacó licencia en su banca de diputado y se embarcó en la campaña que luego lo llevaría a ser el sucesor de Ramón Mestre en la Municipalidad de Córdoba.
Martín o una tragedia
“Cuando suena el teléfono después de las doce de la noche yo sé que es una tragedia o es Martín”, se ríe Beccaría. Sus funcionarios ya están acostumbrados a sobresaltarse en la cama con llamados en medio de la madrugada. No se quejan, algo de eso genera admiración en la tropa propia.
Cuando quedó al frente del municipio de la capital provincial, durmió mucho tiempo en un camastro dentro del Palacio 6 de Julio. La imagen suena a mitología llaryorista, pero dirigentes de otro palo la confirman. “Ahora le pusimos una cama de dos plazas”, agrega el legislador Juan Manuel Cid, íntimo del actual intendente, que cuenta que al comienzo de la gestión el intendente debía usar los baños comunes por la noche porque el de la piecita donde dormía no andaba.
Vale un paréntesis: la reforma del despacho, secretaría privada y otras dependencias de ese piso costó 60 millones de pesos (unos 500 mil dólares de ese momento), lo que hizo bramar a los concejales opositores.
Para construir el perfil de Llaryora es necesario desarmar algunos preconceptos. Deconstruir, le dicen ahora. Enumeremos:
1. El antiperonismo lo acusa de ser kirchnerista y fundador de La Cámpora. Sí, tenía relación con dirigentes que luego fueron de esa organización porque son sus congéneres peronistas, pero también lo son Diego Santilli, actual dirigente del PRO, o con Juan Curutchet, presidente del Banco Provincia en la gestión de María Eugenia Vidal, que eran tan cercanos a Llaryora que estuvieron brindando en su casamiento.
2. El kirchnerismo le señala sus vínculos con sectores ‘gorilas’ y una mirada neoliberal de la economía. Sin embargo, su gabinete municipal está plagado de personas que se identifican con el kirchnerismo y hasta manifiestan -abiertamente o no tanto- su admiración por Cristina o la nostalgia nestorista.
3. Sus exégetas pintan de él una imagen de hombre pragmático que se amolda a la población para la que gobierna y solo se enfoca en la gestión, sin especular. Pero ese pragmatismo tiene una frontera difusa detrás de la cual acecha el desperfilamiento y la pérdida de identidad y, aunque su entorno prefiere esquivar el tema, tiene una ambición que lo hace soñar con volver a sentarse en el sillón de Rivadavia. “Tiene un proyecto presidencialista, vocación de poder”, admite un funcionario de su gabinete.
O sea: en los tres puntos, ni muy muy, ni tan tan.
El cordobesismo, esa encerrona
“Martín es el mejor De la Sota en la política y el mejor Schiaretti en la administración”, dice Cid. Esta es la versión de Beccaría: “Es un hombre de obras y gestión como Schiaretti pero también es un líder social carismático como era De la Sota”. Con matices y sin necesidad de preguntar puntualmente por eso, voces más cercanas o más lejanas a Llaryora repiten esa fórmula para definirlo: la de la semisuma de los dos caudillos a los que viene a reemplazar en el trono del cordobesismo.
Un cambio de época con el desafío de desalambrar la provincia que cerraron los viejos líderes, que al enjaular el poder en Córdoba también enjaularon sus posibilidades de proyección nacional. De la Sota lo intentó yendo al programa de Tinelli. Schiaretti lo intentó asfaltando la jamás ensanchada avenida del medio e intentó cerrar la grieta sobre el regazo de Larreta. El éxito los esquivó a ambos.
En 2013, a la jerarquía vertical indiscutida del peronismo provincial le creció, sin esperarlo, una interna. Llaryora desafiaba, en buenos términos, a De la Sota e iba a la interna contra su lista legislativa, que encabezaba Schiaretti. Junto a otros intendentes, Llaryora encabezó la movida que recibió el pomposo nombre de “Grito de San Justo”.
Ya con el triunfo en la mano, De la Sota le soltó una bendición: “Te recibiste como dirigente provincial”. Llaryora ahora no necesita que nadie se lo diga: sabe que si se queda con el control de la segunda provincia del país se recibe de dirigente nacional. Y pasará a jugar en el tablero que -sueña- pueda volver a sentarlo en el sillón de Rivadavia.