A fines de la década del ‘90, Juan José Sebreli se presentaba en el programa político de mayor audiencia -cuando la tele tenía audiencia, cuando los programas políticos eran tribunas de debate plural- y se confesaba frente a cámara:

_ Soy el último marxista argentino.

Quien hacía de intermediario y conductor televisivo para tamaña confesión era Mariano Grondona, que siempre había huido de todo lo que oliera a izquierda pero sin embargo, admitía que alguien que se dijera marxista fuera su invitado principal. Sebreli estaba en el estudio televisivo de canal 9 para abjurar de la nueva obra literaria de Eduardo Galeano, Fútbol a sol y sombra. Sí, en la televisión argentina se hablaba de literatura y se invitaba a un pensador de fuste para ello. El propio Sebreli presentaba, por esos días, su nueva obra, La Era del fútbol, que estaba en las antípodas del éxito popular que Galeano lanzaba a las librerías.

Además de la fuerte crítica al escritor uruguayo, Sebreli disparó munición pesada contra el fútbol -el opio de los pueblos, dijo, haciendo propia una frase que no le pertenecía- y acribilló una pasión argentina congénita: el amor a los mitos. El Mito Eva, el Mito Che y el Mito, siempre viviente, llamado Diego Armando. Sebreli no le perdonó nada a nadie.

Porque de algún modo, esa era su esencia: no perdonar. Para eso estaba en la tierra, para el castigo que se ejerce con el arma de la crítica, aprehendida en aquella primera juventud. Aquella juventud, la de Sebreli, que soportó estoico y con dignidad, en tierras y tiempos de homofobia, encabezar el primer colectivo que reclamaba iguales derechos a los que amaban por fuera de los cánones autorizados.  

Existencialista de Sartre, Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, su segundo libro publicado en 1964, marcó una época. Sociología con mínimos atisbos de divulgación, el ensayo se convirtió en best seller y su apellido quedó atado a un modo de ver y analizar el día a día de una ciudad que se hundía en el pozo depresivo del capitalismo sin luces. El autor, en el primer capítulo, anticipaba: el marxismo es la filosofía final. 40 años después, en un prólogo para una nueva edición, admitía los cambios operados: en la ciudad, en la obra y en él mismo.

A su militancia y compromiso en la izquierda le siguió el reconocimiento, por parte de Sebreli, de lo que representaba el peronismo cuando el peronismo era palabra prohibida. Siempre desde una mirada lúcida e incómoda, provocadora y con destellos de pluma brillante. Su monumental Crítica de las ideas políticas argentinas, publicada finalmente en 2002, anticipó los cambios y contradicciones que asumió con la galantería de siempre. Su rechazó al populismo, en cualquiera de sus versiones y en un estilo que lo emparentó al centralismo porteño e incluso al troskismo de Andrés Rivera, lo llevó por canales que sorprendieron a sus lectores: su apoyo a Ricardo López Murphy en 2003 ordenó el nuevo universo de intereses de Sebreli, en donde abrevó los últimos años. Ya no era el de antes en términos ideológicos, pero mantenía su espíritu de látigo vertiginoso.

Fue parte de los que llamaron infectadura al gobierno en tiempos de pandemia y los homenajes que recibió, durante todo el Siglo XXI, fueron hechos por aquellos que en sus primeros tiempos hubieran sido sus más fervientes adversarios.

Más de 20 obras y una extensa participación en medios lo convirtieron en una rara avis para estos tiempos. Mantuvo su condición de hombre culto a la que agregó una innegable popularidad, elementos que resultan, las más de las veces, alejados o contradictorios.

Tenía 93 años. Hasta la semana pasada participó de actividades públicas. El último libro que evoca su trayectoria lleva por título El incansable polemista. Quizás la más perfecta definición sobre Juan José Sebreli, un tábano molesto e impertinente, satisfecho de serlo.