La democracia ya no era solo una ilusión. Faltaban apenas tres días para que Raúl Alfonsín asumiera la presidencia de Argentina. Y el artista número uno del país, que formaría parte de los festejos en Plaza de Mayo, antes tenía la ocurrencia de dar un recital en el club Atenas, en una Córdoba en donde todo el entramado político judicial aún le respondía a Luciano Benjamín Menéndez. 

Tocar en aquella Córdoba era un riesgo. Y más si Charly tomaba la decisión de bajarse los pantalones en pleno escenario. Lo que representó para García, el primer proceso judicial en contra de su vida. Acusado de exhibiciones obscenas, apenas tocó el último acorde fue detenido y tirado a los calabozos de la seccional 13ª en barrio General Bustos. 

Era Charly, pero al fiscal Jorge Montero, el que dio la orden de detenerlo, poco le importó. Montero era un hombre formado en lo más oscuro de las tramas judiciales y encarcelar al número uno de la música en castellano, más que un oprobio, era un mérito. El fiscal posiblemente desconocía la obra de García, pero lo sabía hippie, de poesía subversiva, poco adepto al baño y rebelde de botas y cuarteles. Suficientes razones para mandarlo en cana. 

Charly supo que el fiscal cordobés de apellido Montero era, lo sabemos, un dinosaurio. Y quizás pensó en aquello que ya había escrito y que definía al gris funcionario: toda esa gente tarada que tiene grasa en la piel, no se entera ni que el mundo da vueltas. No mi amor. ¿Habrá entonado algo con sus compañeros ocasionales de prisión? ¿Habrá habido fogón imaginario en el derruido calabozo y García les habrá cantado mama la libertad, siempre la llevarás dentro del corazón? 

A ese calabozo, donde Charly compartió la noche con otros desafortunados, linyeras, borrachines y ladronzuelos, llegó el abogado que lo defendería. Carlos Hairabedian, que ya tenía fama de representante legal del hampa cordobés, ahora también era el defensor del rockero más mentado del país. Charly le firmó el poder y comenzaron las gestiones para liberarlo: Alfonsín lo esperaba para festejar la democracia y Córdoba lo mandaba en cana. Toda una premonición.

Hairabedian se encargó del pago de la fianza y Charly recuperó la libertad y voló pronto a Buenos Aires. Pero al poco tiempo, después de los festejos populares del 10 de diciembre de 1983, debió volver a Córdoba a cerrar su aventura, su primera aventura, con un poder judicial. Incursión en Tribunales, pago de multa,  sobreseimiento y el saludo de un pueblo que ya lo reconocía en lo más alto. 

Pero quedaba un último pedido que le hizo su abogado defensor: 

-Charly, en Duarte Quirós al 631 hay un bar. El dueño del bar tiene su pasado como militante sindical en Smata pero lo que más tiene el dueño del bar es un profundo amor por vos y tu música. No hay momento en que no estés sonando. A veces algo de Spinetta, pero siempre vos Charly, siempre vos Charly. ¿Vamos a saludarlo sin avisarle, así, de imprevisto? ¿Podés Charly?

Y así fue como esa mañana del verano democrático y festivo de 1983, Charly, como uno más y mientras sonaba alguno de sus discos, entró al bar de Duarte Quirós al 631 sin avisar y el tiempo se paralizó para siempre. Aun, en ese bar templo de su música, todo flota en sincronía. Es la gran habilidad de Charly: dejarnos a todos suspendidos en la calle de las sensaciones. Y cerca de la revolución.