Reseñas cruzadas: paseos y pasajes
En "Paseo", Carlos Surghi es el del paseante solitario que va retardando sus pasos a partir de ciertos encuentros contingentes. En "Pasajes de escritura", César Mazza, a modo kafkiano, va a encontrar un amigo. Es un paseante que entra en la conversación infinita con otro y con lo otro. Dos figuras transitan ambos libros y los definen: el paseo y el pasaje. Ambos provienen de la palabra “paso”, que no solo denomina la simple acción de caminar, sino también la cultura de la deriva (una cosa lleva a la otra) y la cultura de la transformación (el paso de una cosa a otra distinta).
Comencemos esta reseña cruzada como el punto de encuentro de dos modos, no contrapuestos sino entrecruzados, de pasear. Si quisiéramos armar unos precursores arbitrarios de estos libros que reseñamos lo haríamos entre “El paseo” de Walser y “El paseo repentino” de Kafka. En “Paseo”, Surghi elige el camino de Walser, que entiendo es el del paseante solitario que va retardando sus pasos a partir de ciertos encuentros contingentes. Este paseante singular hace de lo extraño algo familiar y mantiene así una lejanía constante que le permite siempre seguir con lo suyo, que es al mismo tiempo lo de la ciudad, o lo del paisaje que lo va deteniendo, interrumpiendo, perdiendo. El paseante kafkiano, por el contrario, va a encontrar un amigo. Es un paseante que entra en la conversación infinita con otro y con lo otro. En esta versión se inscriben los “Pasajes de escritura” de César Mazza. La insistencia de encontrar el primer lector lo pone en la determinación kafkiana de quien sale repentinamente a la calle para ir a casa de un amigo (un interlocutor) para ver cómo anda. “Paseos”, ensayo extendido hacia el diario o la crónica; “Pasajes de escritura”, irrupciones fugaces de un psicoanalista en la ciudad.
No hay una versión mejor o peor de estos paseadores. Ambos se pierden por razones distintas y se encuentran en esa pérdida con motivos diversos y maravillosos. Se trata, como dice Surghi, de métodos. Cada paso es el avance hacia la elucubración de un paisaje literario o teórico; pero esencialmente se trata de métodos que intentan capturar un objeto resbaladizo: la sorpresa. Frente al exasperante y denodado esfuerzo por lo nuevo, el método que conduce a la sorpresa, entiende que este no se produce externamente, sino que es una capacidad del sujeto, siempre incauto al “reclamo encubierto” de lo cotidiano.
En este sentido, dice Surghi, “caminar es hacer uso de la teoría”; a condición, dice Miquel Bassols en el prólogo al libro de Mazza, de que la ciudad esté “atravesada por ese inconsciente estructurado como lenguaje”. Lo simbólico circula siempre en más de un sentido, el método es perderlo (es necesaria cierta lógica singular para hacerlo) para encontrar en un bar, en la plaza pública, en los escombros, en el río, en una charla en la facultad, aquello que la persistencia del sentido común oculta bajo su mano indicadora. Este método pone de manifiesto el error teórico más corriente: ignorar por donde caminan los pies que piensan (Barthes); ignorar qué tocan las manos que labran el significante (Lacan). Porque la teoría se construye más con los pies y las manos que con las abstracciones del pensamiento.
Dos figuras transitan ambos libros y los definen: el paseo y el pasaje. Ambos provienen de la palabra “paso”, palabra que no solo denomina la simple acción de caminar, sino también la cultura de la deriva (una cosa lleva a la otra) y la cultura de la transformación (el paso de una cosa a otra distinta). No es una cuestión de disyunción excluyente (o bien la deriva, o bien el pasaje), sino el acento según donde está puesto en términos generales. A veces hay que derivar para poder pasar de una cosa a la otra; a veces pasar de una cosa a la otra implica comenzar a derivar. De todas formas se trata de esa estructuración fundamental del lenguaje del inconsciente: la metonimia y la metáfora, y entre ellas eso que Maurice Blanchot denominó como Le pas au-delá… el paso más allá, el no más allá, el no paso más allá, el no más allá, etc. —el tema es cómo y dónde poner ese intraducible que implica el pas francés, al mismo tiempo “no” y “paso”, que puede definirse como el modo de relación con “el(lo)”, es decir con lo impersonal, con lo otro, con la alteridad; con todo eso que no es “yo”, aunque al mismo tiempo sea parte fundacional de él. “No queda otra posibilidad de escribir que como si uno fuera otro” (Mazza).
Entonces aclaremos que se trata en estos libros, de cierta literatura del “yo”, pero este “yo” del que se trata en ambos libros no es el “yo” de la propiedad, el “yo” de la voluntad, ni siquiera el mentado “yo” literario de diarios varios, sino un “yo” impropio que más que caminar por la ciudad, se deja caminar por ella; que más que hablar de ella, se deja hablar por ella. Solo la escritura es capaz de operar tal “mudanza”, como bien lo pone de manifiesto Mazza a partir de Macedonio Fernández. Mudar, que como enseña la etimología es interior a la palabra metáfora.
Retornemos entonces al paseo y a los pasajes. Para los pasajes sirve aquella frase que dice que si uno permanece un largo tiempo en un bar, algo sucede: si uno permanece cierto tiempo en un pasaje, algo sucede. Entiendo que aquello que sucede allí y aquello que sucede en un bar, no son de orden diverso dependiendo la hora del día. Los pasajes nos retrotraen a la cara oculta de la historia y entre una tradición política del síntoma, y una vanguardia creadora del mismo, en esas callecitas angostas y de difícil salida (hay que decir que no hay pasaje sin algo de angustia en juego), se ha tramado parte de la historia de Córdoba. Sean los pasajes que tramaron en alto Alberdi la reforma universitaria en las inmediaciones del Hospital de Clínicas, o los pasajes armados de barricadas en el Cordobazo, el pasaje es el lado B de la historia.
El pasaje también se vincula con lo fugaz (palabra cara a la obra de Antonio Oviedo sobre la que volveremos más adelante): “Me gusta más decir pasaje que tránsito. Pues tránsito se refiere a desplazamiento, mientras que pasaje me suena como algo si no fulminante, al menos relacionado con lo breve, o con lo muy breve”.
La gente de bien, como a algunos políticos les gusta llamar a las almas sumisas, evita caminar por esos lugares estrechos donde podrían cruzarse con lo inevitable. Hay otros sentidos y orientaciones posibles, más transitadas, por las que se sienten más seguras. Adentrarse en un pasaje implica cierta osadía, habitarlo, una aventura, como ciertos bares, pasadas ciertas horas.
En el caso del paseo de Surghi, como en el de Walser, se trata de un reflejo continuo que permite que en el mismo espejo se reflejen la ciudad y el mundo interior. Al tiempo que nos vamos deteniendo con él en el café o en el río en ese trayecto que cubre las distancias entre que lleva a su hijo al jardín, se ven convocados lecturas y recuerdos del mundo interior. Todo merece ser reflejado y expuesto, incluso aquello que la ciudad ignora o forcluye. Por esto mismo es necesaria esta vacuola de extimidad que como un burbuja arrojada al viento refleja y devuelve destellos a otros lectores incautos. El paseo es siempre un retorno a casa, pero en ese retorno siempre hay una deriva, un soplo que habilita otros caminos, una cuadra más, otros metros hacia el río y ahí nos encontramos con los escombros adornados por esas flores amarillas, los palan palan, que nos recuerdan que somos una ciudad sin ruinas, pero llena de escombros, y es desde los escombros entonces desde donde es posible la belleza de la ciudad. “Paseos” es una búsqueda estética sin esteticismo baratos; es una búsqueda de aquello apaciguador que se encuentra en lo bello, no sin antes atravesar el espesor del río, de las barrancas, de los escombros.
Hay un hilo que aúna y divide ambos libros. Si fuera un río como el que atraviesa la ciudad de Córdoba le llamaríamos el río Oviedo, el inventor principal del flâneur cordobés. Un flâneur que hizo posible Córdoba sin nombrarla a lo largo de su obra, sino fundándola gracias a dicha omisión. Antonio Oviedo ha inaugurado para Córdoba esa posibilidad que antes parecía privada para las ciudades de provincias. Más que copiar las grandes ciudades literarias, Oviedo (cuyas obras reunidas fueron recientemente editadas por la universidad de Córdoba) literaturiza a Córdoba (repetimos, sin nombrarla excepto tan solo por el barrio más literario de la ciudad: Alta Córdoba), y estos libros que se ramifican del río Oviedo intensifican y riegan el mapa de esta ahora ciudad de las letras.