Una segunda vida: empezar de nuevo no es lo mismo que patear el tablero
Un lector se asoma a las páginas de un libro que leyó y subrayó: Una segunda vida, de François Jullien. Va a cumplir 40 años, la edad de la democracia. Su relación atraviesa una crisis, toma pastillas, le han descubierto un nódulo en las cuerdas vocales, su hijo no le dirige la palabra. Piensa en que la posibilidad de una segunda vida no implica la desaparición de lo vivido. Es más bien, se dice, una renuncia consciente, una apropiación diferente de la experiencia.
Esta es la historia de un libro. Como cualquier historia de este tipo, es también la de un lector. Si bien el libro estuvo en sus manos dos veces, la primera, alguien se lo llevó prestado. La segunda, aún con el envoltorio puesto, él lo regaló.
Le gusta subrayar frases, párrafos o páginas enteras, dejar asteriscos, flechas, corchetes, signos de admiración en los márgenes. Guarda la esperanza de que las palabras se graben en alguna parte de su cuerpo. Quiere tenerlas ahí por si llegara a necesitarlas en algún futuro, o repetirlas en un ejercicio de memoria aunque sea en algún sueño.
Aunque no podría citarlas textualmente, sí recuerda algunas frases que a él le parecieron muy certeras. Como si el libro le hablara personalmente en esta etapa de su vida: cumple 40 años, su relación de pareja atraviesa una crisis, toma pastillas, le han descubierto un nódulo en las cuerdas vocales, su hijo no le dirige la palabra.
Recuerda una siesta, una de las últimas veces que tuvo el libro en sus manos. Tirado en un sillón, mientras descansaba antes de la presentación de una poeta rosarina, sacaba fotos a páginas enteras para enviarlas luego a sus amigos. Era la manera que había encontrado de comunicarse.
Primera foto
No suele guiarse por las recomendaciones ni por el nombre del autor ni las contratapas, pero sí por los títulos, y acá él título le llamó la atención: Una segunda Vida.
Recuerda haber leído la primera página y quedarse tranquilo porque el autor lo aclaraba muy bien: este no es un libro de autoayuda. Con el libro abierto, caminó un par de cuadras y tuvo que sentarse. Pensó en constelaciones, psicoterapias breves, en esa conversación siempre pospuesta con su padre. Pero no. François Jullien, el autor del libro, hablaba de otra cosa: un desprendimiento, una renuncia consciente, un empezar de nuevo que no es lo mismo que patear el tablero. Una nueva etapa, una apropiación diferente de la experiencia.
Repite lo que subrayó o lo que él recuerda haber subrayado aunque no sea textual: La segunda vida descubre su intensidad a la sombra de la muerte. O sea, piensa el lector, porque tomamos conciencia de la muerte es que nos despertamos de nuestra única vida.
Levanta la vista. Observa una publicidad. Si no le parece gracioso, al menos, le resulta paradójico, una burla quizá. Una foto. Son 40 años de democracia. Alfonsín tiene una mano sobre la Constitución Nacional mientras da un discurso.
Vaya coincidencia, se dice. Él estuvo ahí, es la historia que le contaron. Su papá lo alzó en hombros aquella tarde en el acto de cierre de campaña de Alfonsín en Córdoba. Más de ochenta mil personas en la calle. Lo segundo que recuerda es la parte de la película favorita de su hijo en que el maestro Ogwey le dice a Poh que no, que las coincidencias no existen, porque lo que tiene que pasar, pasa.
Como el país, piensa el lector, que se sostiene en las palabras de un libro escrito hace más de cien años, él ahora se aferra a las tapas blandas del suyo.
Segunda foto
Esa tarde llevó a su hijo a jugar al fútbol. Se sentó en la tribuna. En mi segunda vida, piensa, no tendría nuevos hijos. Vasectomía. Esa misma tarde decide hablarlo con su mujer, pero después se acuerda de que ya no tiene mujer o que las cosas con ella no están como para abordar ciertos temas.
Un padre le hace un comentario. Tiene dos hijos. Uno con su primera mujer, que es igual a la madre. El segundo, igual a él, con su segunda mujer. “Porque yo rehice mi vida”, dice el hombre.
Piensa en eso, en la segunda, no en la compañía de Seguros, sino en el significado de la segunda vez. En que no existe una segunda vez como tampoco existe ningún cuento que empiece diciendo “Había una segunda vez…”. En que las segundas oportunidades nunca son tales porque es imposible físicamente que se repitan las mismas circunstancias de tiempo y espacio. Que aunque se repitieran, el lector piensa que ha desperdiciado las suyas porque, simplemente, siempre es él mismo.
Piensa en todo eso y también en la película La Ola, cuando el profesor les pregunta a sus alumnos alemanes si ellos creen posible que se repita un gobierno autoritario. El profesor quiere explicarles el concepto de autocracia y no encuentra mejor manera que llevar a cabo un experimento, demostrarles a sus alumnos apáticos que una dictadura podría reaparecer en cualquier democracia en cualquier momento.
Piensa en eso y en cómo sería si se repitiera, si se le diera una segunda oportunidad a Hitler o a Videla. Qué circunstancias deberían repetirse para que gente como esa llegara al poder nuevamente. También piensa en que irá al médico para que su segunda vida no sea con hijos. Esa semana le dan un turno. Lo hacen esperar un rato. Cuando el médico lo atiende le explica que lo que está por hacer no tiene vuelta atrás. Que era mentira eso que dicen que se puede retroceder. Justamente, eso es lo que él no quiere, volver atrás.
El médico le explica que él es joven, tiene cuarenta años recién. Si su familia tuviera un accidente o si llegara a separarse, entonces no podría rehacer su vida. Se acuerda de lo que le había dicho ese hombre. En rehacer, volver a hacer. Las circunstancias en que conoció a su mujer, esa galería de arte en Buenos Aires, o el día en que nació su hijo, su llanto, lo irrepetible de esas experiencias.
Esa noche lo charla con su mujer. Ella está de acuerdo. Él siente que ella lo apoya porque tampoco quiere que su segunda vida sea con más hijos. Bueno, en algo coincidimos, dice el lector, alegre, aunque también piensa que nada de esto anula su primera vida. Que él es muy feliz con su hijo aunque no le dirija la palabra. Al contrario, haberlo tenido antes le da otro valor a su segunda vida.
Esa noche el lector recita otra frase del libro tal cual la recuerda: Un segundo amor no es la repetición sino la retoma de un primer amor.
Apaga la luz. Como Jairo, se duerme mirando al techo. Le resuenan las palabras rehacer, primer amor, hijos y se acuerda de otro libro, un libro de cuentos, Primer amor, últimos ritos, del escritor inglés Ian McEwan, más bien de un cuento, uno en que el personaje hace un descubrimiento maravilloso: el plano sin superficie, algo así como un agujero negro. Piensa en la escena final cuando el tipo, en un acto de amor, un ardid, hace desaparecer a su mujer.
Pero ahora que lo tiene presente no le causa la misma gracia, básicamente porque podría ser al revés, ser ella quien quiera hacerlo desaparecer a él.
También piensa en que la palabra desaparecer no es una linda palabra en Argentina.
Tercera foto
El lector mira nuevamente esas páginas con marcas en los márgenes: signos de admiración, asteriscos, líneas y flechas como puntos de fuga.
Las desconoce. Se desconoce.
Las repasa en voz alta: ya no confía en las promesas del porvenir, ya no sueña con la eternidad, ha comprendido que no puede seguir posponiendo, sino que sabe que está confinado a este presente, que es el tiempo que nos queda.
¿Quién subrayó esos párrafos? ¿Quién era esa persona en aquel momento? ¿Por qué eso que vio en su primera lectura no es lo que está viendo ahora? ¿Qué cambió? ¿Está realmente entrando en su segunda vida?
El libro es el mismo o será que el lector ha cambiado.
Yo soy el mismo, dice él.
¿Y si fuera al revés? Si, en realidad, el libro fuera un dispositivo ultra archi novedoso que, al momento en que el lector da vuelta la última página, volviera a ordenarse, se mezclaran párrafos, capítulos, páginas, de modo tal que en cada nueva lectura hubiera un nuevo libro.
Si así fuera, nunca nadie se baña dos veces en el mismo libro, piensa el lector.
Tarde o temprano se empieza a vivir, sigue, en otras de sus frases hechas.
No sea tan usted, repite, por tercera vez.
Decidido a no forzar más el inicio de esta narrativa para su nueva su vida, cierra el libro, aunque hace una última anotación para no olvidarse:
No seas tan vos.