El federalismo fiscal
El presidente Javier Milei anunció en su mensaje por cadena nacional, al cumplirse un año de su mandato, que “devolverá a las provincias la autonomía impositiva que nunca debieron haber perdido”. Y vaticinó que, en virtud de ello, “el año próximo veremos una verdadera competencia fiscal entre las provincias argentinas para ver quién atrae más inversiones”.
Este anunció resulta sorprendente en boca de quien en su primer mes de gestión redujo las transferencias automáticas a las provincias en un 11%, violando lo dispuesto en la ley de coparticipación federal N° 23.548, y que recortó las transferencias discrecionales en términos semejantes. Quiero pensar que esta nueva decisión revela un saludable cambio en el pensamiento del presidente con relación al federalismo fiscal, virtualmente destruido en el país, y que se propone restaurar la vigencia de los sanos principios establecidos en la Constitución de 1853 y vulnerados por el centralismo porteño a lo largo de más de 130 años. Veamos cómo sucedió este despojo.
Desde 1853 y hasta hoy, la Constitución establece en su artículo 4 que el tesoro nacional se compone “de los derechos de importación y exportación, de la venta y locación de tierras de propiedad nacional, de la renta de correos, de las demás contribuciones que equitativa y proporcionalmente a la población imponga el Congreso general y de los empréstitos y operaciones de crédito que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación o para empresas de utilidad nacional”.
Esas “demás contribuciones” estaban claramente establecidas en el artículo 64 (hoy 75), que fija las atribuciones del Congreso. Allí los impuestos indirectos, que son los que gravan el consumo y la inversión, no son mencionados, por lo cual su percepción quedaba como facultad exclusiva de las provincias, a la luz de lo dispuesto por el artículo 101 (hoy 121), según el cual “las provincias conservan todo el poder no delegado por esta Constitución al gobierno federal”.
La primera violación se produjo en 1891, mediante las leyes N° 2.774 y 2.856, por las que la Nación comenzó a cobrar impuestos indirectos bajo el nombre de impuestos internos, que gravaban la venta de “consumos viciosos” (tabacos, fósforos, bebidas alcohólicas y naipes). La inconstitucionalidad era manifiesta, ya que el Congreso no puede modificar por ley disposiciones de nuestra Carta Magna.
A lo largo del siglo XX se sumaron otros rubros y se crearon nuevos gravámenes indirectos sobre la transmisión de bienes patrimoniales, como el llamado impuesto al consumo, cuya tasa se sextuplicó en 1950 y en 1965 sufrió otro aumento del 25%. En 1975 fue sustituido por el impuesto al valor agregado (IVA), con una alícuota inicial del 13%, que fue subiendo gradualmente, hasta llegar al 21% actual.
Los impuestos directos –que gravan el patrimonio y la renta– eran también y lo son todavía, según la Constitución, competencia exclusiva de las provincias, con una sola excepción, establecida en el inciso 2 del artículo 64 (hoy 75), que autoriza a la Nación a percibirlos solo “por tiempo determinado, proporcionalmente iguales en todo el territorio de la Nación, siempre que la defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan”. Es decir, de modo excepcional y transitorio, en los casos en que “la defensa, la seguridad y el bienestar general […] se ofrecen con caracteres graves o urgentes”, según aclara Joaquín V. González.1
En 1917, el presidente Hipólito Irigoyen mandó un proyecto de ley para crear el impuesto a los réditos, un gravamen de “emergencia” con vigencia por tres años, invocando lo prescripto en el entonces artículo 64 inciso 2. El Congreso se negó a aprobarlo, pero en 1932 el presidente de facto José Félix Uriburu lo estableció mediante el “decreto ley” N° 11.682, ratificado el año siguiente por el Congreso. El tributo fue prorrogado por sucesivas disposiciones legales a lo largo de cuatro décadas hasta que, en 1973, la ley N° 20.628 lo sustituyó por el impuesto a las ganancias, imperante hasta hoy.
En 1991, se creó el impuesto a los bienes personales por nueve períodos fiscales que, por cierto, subsiste aún. Se trata de un gravamen sobre el patrimonio de las personas y las sucesiones indivisas, no incorporados al proceso económico, que en el mundo civilizado ha desaparecido. Suecia, Irlanda, Alemania, Italia, Grecia, Luxemburgo, Hungría y Francia, que lo tenían, lo han eliminado, mientras aquí se incrementó la alícuota hasta el 1,25%, una verdadera confiscación.
Como si ello no bastara, en 2020 se añadió el llamado “impuesto a la riqueza” o “impuesto Patria”, agravando la ya flagrante doble imposición, es decir, la existencia de dos o más gravámenes que inciden sobre un mismo hecho imponible, en este caso los bienes personales. La imposición era en realidad triple, ya que la adquisición de dichos bienes se realiza con rentas que han estado gravadas previamente con el impuesto a las ganancias y, en el caso de los bienes raíces, se podría hablar incluso de un cuádruple gravamen, si se computa el impuesto inmobiliario cobrado por las provincias y, en muchos casos, también por las municipalidades.
La perversa distribución de los impuestos
Para agravar aún más el desajuste y las asimetrías entre la Nación y las provincias, con el retorno de la democracia se incrementó de manera desmesurada la discrecionalidad del Gobierno Nacional en el reparto de los impuestos, a través de los llamados Aportes del Tesoro Nacional (ATN). Su distribución, benefició además descaradamente a la ciudad de Buenos Aires y su periferia, llegando a su punto culminante en 2008, en que el 73,5% del total de impuestos recaudados fue destinado a dicha región.2
La frutilla del postre centralista corrió por cuenta de la reforma de 1994, al reconocerle a la Nación lo que desde 1853 le estaba vedado. Facultó al Congreso a “imponer contribuciones indirectas como facultad concurrente con las provincias”, de las que ya se había apropiado, en flagrante violación de la norma antes vigente. Nuestros constituyentes no tuvieron mejor idea que darle rango constitucional al atropello, hiriendo gravemente al federalismo fiscal, sin el cual el federalismo político deviene una quimera.3
Todo esto ha sido posible gracias a la complicidad de las provincias, algunas de ellas gobernadas por autoproclamados “federales”, que han alimentado el poder del gobierno nacional, convirtiendo al Congreso en un ámbito en el que se negocia la entrega de recursos discrecionales a cambio de votos en favor de leyes que acentúan el centralismo.
Las claudicaciones tributarias en favor de la Nación motivaron la aparición de leyes convenio, destinadas a distribuir una parte de los gravámenes ilegalmente obtenidos e impedir la duplicidad impositiva, a través del compromiso de las provincias de no percibir impuestos sobre los mismos hechos generadores. Son conocidas como leyes de coparticipación federal, lo que parece una burla, un grotesco disfraz para disimular el ultraje al federalismo.
La última de ellas es la N° 23.548, sancionada en 1988, que se renueva de forma automática, a pesar de que la 6ª disposición transitoria de la reforma de 1994, ordenaba modificarla “antes de la finalización del año 1996”. El artículo 75 inciso 2, ya mencionado, exige que dicha modificación debe “ser sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara”, condición que en la práctica torna imposible su cumplimiento.
Para Rinaldo Colomé, ex presidente de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, “el Régimen de Coparticipación Federal de Impuestos, reglado en la reforma de la Constitución del año 1994, se ha tornado en la cuestión institucional más perjudicial para las provincias que más contribuyen con sus impuestos y, prácticamente, imposible de resolver con las condiciones establecidas”.4
Roberto Cachanosky describía con crudeza las consecuencias de este sometimiento en 2009. “La Nación se apropió de los recursos producidos en las provincias –afirmaba– y luego aparece el presidente, cual Papá Noel, cortando la cinta de inauguración ante las cámaras de televisión, de una obra que fue financiada con los recursos de la misma provincia, pero los presidentes lo venden como que ellos hacen el esfuerzo”.
Esta nefasta coparticipación federal –añadía– no solo ha terminado con la independencia económica de las provincias, sino que, lo que es más grave, atenta contra la misma democracia y la república porque, como señalaba antes, el vacío legal en la distribución de los ingresos impositivos permite que se lo utilice para el mercadeo de votos en el Congreso. […] Muchos gobernadores se quejan de que tienen que venir a Buenos Aires a mendigar fondos para sus provincias. Esto es cierto. Pero yo les preguntaría ¿están Uds. dispuestos a cambiar el actual régimen impositivo y que las provincias asuman el costo político de recaudar y coparticipen a la Nación? ¿Están dispuestos a dar vuelta el sistema y, en vez de que cada provincia le ceda al Estado Nacional la función de recaudar, asuman ellas esa función y aporten al mantenimiento del gobierno nacional? ¿O se sienten más cómodos delegándole esa desagradable tarea a la Nación a cambio de mendigar plata para sostener sus estructuras? ¿Quieren seguir teniendo el beneficio político de gastar sin asumir el costo político de recaudar? Porque si este es el deseo, dejen de quejarse cuando tienen que venir a Buenos Aires a mendigar algunos pesos y que encima los ninguneen.5
“El sistema de coparticipación federal es perverso –insistió trece años más tarde–, porque al separar el costo político de recaudar del beneficio político de gastar, lleva a los gobernadores a realizar verdaderos zafarranchos”.6 Semejante es la opinión del doctor Jorge Gentile cuando, aludiendo a la reforma de 1994, afirmaba que:
Lamentablemente en vez de devolver a las provincias los tributos que habían perdido y frenar el proceso de delegación y centralización financiera, se extendió aún más el perverso sistema de coparticipación, en el que el gobierno federal impone tributos y condiciones para su recaudación y destino a las provincias, a las que no les queda más remedio que mendigar y recibir lo que la Nación les concede. Las provincias, con este sistema, muestran desinterés en recaudar sus propios tributos. La reforma fue un retroceso e hizo más ilusorio aquello del “federalismo de concertación”.7
A todo ello deben añadirse los “fondos discrecionales”, los Adelantos del Tesoro Nacional (ATN, ya mencionados) y los subsidios, que el Poder Ejecutivo repartió a su gusto, privilegiando a la ciudad de Buenos Aires y a su periferia, lo que llegó a extremos tan grotescos, como ocurrió en 2008, en que el 73,5% del total de impuestos recaudados fue destinado a dicha ciudad.8
Por qué deben recaudar las provincias
Juan Bautista Alberdi, quien estableció que eran las provincias las dueñas de los impuestos aclaraba, con su habitual claridad, por qué la Constitución le permitía a la Nación percibir contribuciones directas, “solo en el carácter de contribuciones extraordinarias”.9 Creo que vale la pena tener presentes sus razones:
Teniendo cada provincia su gobierno propio, revestido del poder no delegado por la Constitución al gobierno general, cada una tiene a su cargo el gasto de su gobierno local; cada una lo hace a expensas de su Tesoro de provincia, reservado justamente para ese destino. Según eso en el gobierno argentino, por regla general, todo gasto es local o provincial; el gasto general, esencialmente excepcional y limitado, se contrae únicamente a los objetos y servicios declarados por la Constitución, como una delegación que las provincias hacen a la Confederación o Estado general. […] Dejándose a cada provincia el gasto de lo que cuesta su progreso y gobierno, tiene en su mano la garantía de una inversión oportuna y acertada. Por la regla muy cierta en administración, de que gasta siempre mal el que gasta de lejos, porque gasta en lo que no ve ni conoce, sino por noticias tardías o infieles; el sistema argentino en esta parte consiste precisamente en esa descentralización discreta, que ha hecho la prosperidad interior de la Inglaterra, de los Estados Unidos, de la Suiza y de la Alemania.10
Semejante es la opinión vertida más de un siglo después por Natalia Morado, para quien:
La potencial eficiencia competitiva de un modelo descentralizado se apoya primero en el supuesto que la descentralización permite adecuar el gasto a las preferencias de los contribuyentes locales. Cuanto más cerca del residente se toma la decisión de gasto, mayores probabilidades existen (de) que los gobernantes adecuen sus políticas a las necesidades y preferencias locales. Un gasto decidido centralmente sería probablemente uniforme y no reconocería las variadas necesidades y preferencias de las comunidades locales.11
En concordancia con ella, Sergio Berensztein y Marcos Buscaglia nos recuerdan que el sistema federal resulta más eficiente y equitativo en lo referente a la prestación de servicios públicos. “La forma federal de gobierno –añaden– es muy ventajosa, sobre todo para un país tan extenso. La descentralización permite ajustar los servicios de gobierno a las demandas locales para, en teoría, mejorar su eficiencia, su calidad y su equidad”.
Para ellos el federalismo es, además, “un seguro contra los gobiernos totalitarios. La distribución de poder entre el gobierno central y los provinciales, cuando estos tienen un propósito no exactamente igual al del primero, se constituye en un contrapeso institucional adicional para evitar la hegemonía del presidente (…). La jurisdicción que decide el nivel de servicios públicos debe ser la misma en la que habitan quienes financian el gasto”.12
Otro beneficio que Alberdi señalaba cuando la percepción de impuestos está a cargo de las provincias, es la cercanía entre el lugar en que se cobran y aquel en el que se invierten, que es lo que la ciencia económica llama “principio de correspondencia fiscal”. Ello contribuye además a fortalecer la conciencia tributaria de los ciudadanos, que muestran mayor predisposición a pagar sus impuestos cuando las obras y los servicios financiados con ellos están cerca de sus lugares de su residencia. El puente que atraviesa el río de mi ciudad, por el que transito a menudo, me permite ver el destino de mi contribución con mayor claridad que el construido a dos mil kilómetros, que quizás jamás cruce, por lo que me veré más predispuesto a sufragarla.
Necesidad de una ley
La condición de “facultad concurrente” de la percepción tributaria, implica que cada una las partes –Nación y provincias–, puede declinar su derecho de hacer uso de ella cuando le plazca, por lo que, si la decisión proclamada por el presidente se hiciera efectiva, bastaría con ella para reconocer a la otra parte (las provincias) la exclusividad.
Ello no obstante, estimo conveniente pensar, para un futuro no lejano, la convocatoria a una reforma constitucional que, entre otros cambios, elimine el inciso 2 del artículo 75. Y hasta tanto ello ocurra, opino que sería saludable, en respeto del sistema republicano, que el Congreso sancionara una ley reglamentaria de dicho inciso, dando prioridad a las provincias que decidan hacer uso de su facultad. En tales casos, la Nación debería abstenerse de ejercerla, salvo en aquellas provincias que elijan seguir con el modelo actual. El sustento jurídico de esa decisión es el hecho de que las provincias tienen prioridad en el ejercicio de ese derecho, por haber sido exclusivo de ellas durante más de 170 años, lo que halla sustento en el adagio latino “Prior in tempore, potior in iure” (Primero en el tiempo, prevalente en el derecho).
Invito a los legisladores y a mis conciudadanos en general, a reflexionar sobre esta propuesta y, de ser necesario, abrir un debate en torno a ella.
Citas y referencias
1GONZÁLEZ, Joaquín V., Manual de la constitución argentina, Buenos Aires 1897, pág. 465.
2ALONSO, Daniel, “Córdoba, relegada en el reparto de subsidios”, en diario La Voz del Interior, Córdoba 31 de agosto de 2009.
3BUSTOS ARGAÑARÁS, Prudencio, “La reforma de 1994 y el federalismo”, en diario La Voz del Interior, Córdoba, 24 de diciembre de 2012, y el libro Córdoba y Buenos Aires. Dos proyectos de país, Córdoba 2023.
4COLOMÉ, Rinaldo Antonio, “Pandemia. Coyuntura crítica y oportunidad para revertir la decadencia de Argentina”, en IX Encuentros Interacadémicos, Los múltiples desafíos que el presente le plantea al porvenir. Visión desde la economía, versión digital (http.ance.org), pág. 22.
5CACHANOSKY, Roberto, “Cambiar la coparticipación federal: la gran reforma política”, en Economía para todos, Buenos Aires 2 de noviembre de 2009.
6IBÍD., “Maldita coparticipación”, en Infobae, Buenos Aires 20 de febrero de 2024.
7http://www.jorgegentile.com.ar/legislativo.php?idsuper=&id=1362.
8ALONSO, Daniel, “Córdoba, relegada en el reparto de subsidios”, en diario La Voz del Interior, Córdoba 31 de agosto de 2009.
9ALBERDI, Juan Bautista, Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina, según su Constitución de 1853, Buenos Aires 1954, pág. 287.
10Ibíd., ibíd., págs. 334 y 335.
11MORADO, Natalia, Regímenes de transferencias del gobierno central a las provincias, Mendoza 2013, pág. 8.
12BUSCAGLIA, Marcos y BERENSZTEIN, Sergio, Por qué fracasan todos los gobiernos. Propuestas para frenar un círculo vicioso, Buenos Aires 2018, apud BRAUN, Andrés y CABRERA, Alejandro, Nosotros, la gente, Córdoba 2021, págs. 102 y 103.