Insoportablemente vivo
Carlos Saúl Menem ha muerto, pero sigue insoportablemente vivo entre nosotros. Su mayor triunfo político fue lograr que el grueso del antimenemismo hiciera oposición dentro de sus coordenadas ideológicas. Su victoria política fue la derrota de un país cuyas ruinas estructurales persisten hasta hoy.
Un antiguo filósofo griego decía que no había que dramatizar tanto el tema de la muerte porque “puesto que mientras somos, la muerte no está presente, y cuando la muerte se presenta ya no existimos”. Borges sentenciaba que la muerte era una vida vivida y la vida una muerte que viene. Perspectivas tranquilizadoras sobre ese terrible lugar común: la muerte. Los aforismos pueden ser válidos para el desafío de asumir la cuestión desde una perspectiva individual, pero su validez es más discutible cuando se trata de personas públicas o que tuvieron un rol destacado en la acción política.
Carlos Saúl Menem ha muerto, sin embargo está insoportablemente vivo entre nosotros.
Una tentación frecuente a la hora de los obituarios es abordar al personaje desde dos perspectivas polares que son dos caras de la misma moneda: de manera absolutamente independiente de su época o como un producto directo de ella. Más allá de las condiciones sociales y las luchas políticas de las que fue —en última instancia— una consecuencia, pero también una causa. Menem como tema del traidor y del héroe; como traducción fatalista de un vendaval internacional; como expresión del más profundo cinismo argentino; de la verdadera fiesta del monstruo o de un rufián tragicómico salido de una novela de Roberto Arlt con sus anuncios de revoluciones imaginarias, sus promesas delirantes y sus resultados terribles. Un caudillo del interior profundo con la estética de un tigre de los llanos y el programa de los lobos de Wall Street. Hombre de mil nombres y múltiples facetas con todos los condimentos para un género seductor: la biografía no autorizada, perfectamente funcional a la moralización de la política y la despolitización de la moral.
El antimenemismo o cuando la forma le gana al contenido
Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente político, hubo algo mucho más importante que Menem y el menemismo: el antimenemismo. El mayor triunfo político de Menem fue lograr que el grueso del antimenemismo hiciera oposición dentro de sus coordenadas ideológicas. Discutían lo secundario y daban por hecho lo principal. Se debatía lo instrumental, la corrupción, y no la orientación económica que era prácticamente intocable. La forma le había ganado la batalla al contenido y los medios a los fines. En los tradicionales programas opositores se desmenuzaban declaraciones juradas de funcionarios, pero se consideraba como un hecho natural las posiciones dominantes de las empresas o los salarios destrozados. Se condenaba a la casta política y se salvaba a la clase social. La indignación rabiosa apuntaba a la corrupción, la Ferrari, la “pizza con champán”, la torta en el avión, la pista de Anillaco, las coimas, los sobreprecios, los contratos irregulares, las empresas fantasmas o las tapas ligeramente provocativas de María Julia Alsogaray. Había que encontrar el robo para la corona porque todo tenía un precio, Telenoche investigaba tanto como Jorge Lanata en el esperado Día D.
El programa de la Alianza, desde la famosa “Carta a los argentinos” que los cinco fantásticos emitieron en agosto de 1998, sostenía dos pilares esenciales de las veinte verdades menemistas: se mantendrá la convertibilidad y se respetarán las privatizaciones. Derrochaban tantas promesas de honestidad como de continuidad en el programa económico. Neoliberalismo y convertibilidad + honestismo. El paroxismo se alcanzó cuando Carlos “Chacho” Álvarez confesó su arrepentimiento por no haber votado la convertibilidad o cuando estuvo entre quienes impulsaron la vuelta de Domingo Cavallo al Gobierno en el tardío 2001 poco antes de la implosión.
Menem fundó una época y en el mismo acto fundió un país. Desmanteló un entramado social y corrió más a la derecha el límite del famoso empate hegemónico. Pero, además, demarcó las fronteras de su propia oposición. Las disidencias dentro del peronismo también se sostenían en el marco de los lineamientos diseñados por Menem. Basta leer las actas de los discursos de la Convención Constituyente de 1994. En su libro Cristina contra Cristina (1), la actual secretaria Legal y Técnica, Vilma Ibarra, recordó algunas palabras de la actual vicepresidenta: “Cuando recibimos el Gobierno en 1989 éramos un país fragmentado, al borde de la disolución social, sin moneda, y con un Estado sobredimensionado que como un Dios griego se comía a sus propios hijos. Entonces hubo que abordar una tarea muy difícil: reformular el Estado, reformarlo; reconstruir la economía; retornar a la credibilidad de los agentes económicos en cuanto a que era posible una Argentina diferente. Se hizo con mucho sacrificio, pero se logró incorporar definitivamente pautas de comportamiento en los argentinos.” Se hablaba de la “estructura elefantiásica” del Estado y de la necesidad de transformarlo.
No importaba que la experiencia internacional ya hubiera demostrado que la flexibilización laboral no incidía sobre el nivel y ritmo de crecimiento del empleo. De hecho, el debilitamiento de la protección al trabajo se convirtió en una herramienta eficaz para ajustar los planteles laborales agravando la desocupación. Tampoco que las privatizaciones no trajeran un cambio sustancial en los servicios públicos. La desnacionalización de los ferrocarriles minó el país de pueblos fantasmas a través de un verdadero ferrocidio. Y el endeudamiento serial era pan para hoy y hambre para pasado mañana. Del “Estado elefantiástico” se pasó a la voracidad leonina del capital en carne viva operando sobre las venas abiertas de un país devastado.
En el Manual de Conducción Política, el General Perón afirmaba: “Algunos creen que gobernar o conducir es hacer siempre lo que uno quiere. Grave error. En el gobierno, para que uno pueda hacer el cincuenta por ciento de lo que uno quiere, ha de permitir que los demás hagan el otro cincuenta por ciento de lo que ellos quieren. Hay que tener la habilidad para que el cincuenta por ciento que le toque a uno sea lo fundamental”. La oposición al menemismo tuvo la suficiente destreza como para criticar el cincuenta por ciento sin relevancia decisiva para que Menem llevara adelante el cincuenta por ciento fundamental. Por su parte, el ex presidente que acaba de fallecer entregó la gestión de las cuestiones primordiales a quienes se creían sus legítimos dueños: Bunge y Born, el FMI y los imperios varios con los que entabló las inolvidables relaciones carnales.
En su libro de memorias, Los años de Downing Street, la ex primera ministra británica Margaret Thatcher escribió: “La retirada, como táctica es a veces necesaria, pero la retirada como política estable mina el alma” (2). La oposición a Menem aplicó la táctica de la retirada permanente, y en ese trayecto se transformó en antimenemista de piel y menemista de alma.
La transgresión módica era la forma desvergonzada de ese contenido. Menem era un transgresor de las pequeñas normas y los buenos modales públicos de la burguesía. Se movía como un pez en el agua en el centro del escenario, mientras remataba las joyas de la abuela. Mario Pergolini, hijo pródigo de la década menemista, fue otro desobediente de las reglas sin importancia, alertaba que “había mucho garca dando vuelta” y presagiaba su propio futuro. Bernardo Neustadt construía una “Doña Rosa” a la carta y daba el puntapié inicial para la vedettización del periodismo político, otro dandy provocador, menemista línea fundadora en el prime time de la TV con su inconfundible bronceado a lámpara. Como escribió Horacio González, el menemismo “llamó ‘transgresión’ a lo que iba a ser un asombroso esfuerzo de componenda con las más banales pulsiones de un momento histórico” (3). La confusión era tan grande que la agrupación Franja Morada había impuesto un cantito entre el movimiento estudiantil universitario contra “la LES” (Ley de Educación Superior) que comenzaba diciendo: “Traigan al gorila musulmán…” (sic), para rematar con el exculpatorio “Yo no lo voté”. Aunque el Pacto de Olivos firmado por Alfonsín no solo trajo el tercer senador, el jefe de Gabinete, la foto excepcional de los dos líderes de espaldas caminando por los jardines de la residencia; también trajo el premio mayor: la reelección.
Uno de los efectos no deseados de Menem fue la unificación del universo del “progresismo”, un fenómeno político que no había sucedido antes y tampoco volvió a repetirse. Desde los referentes con sensibilidad “gorila” hasta los históricos “nacional populares”, todos unidos denunciaremos al hecho maldito del país peronista. Página/12 fue la plataforma que tuvo sus años dorados en la década menemista.
La oposición real
La oposición real vino de la ira de la protesta social, se mudó a la literatura o a la cultura rock, que describía con palabras más crudas que la retórica de la política la gran transformación regresiva a la que asistíamos. El rugido metálico de Norma Plá contra las vallas del Congreso en defensa de jubilados y jubiladas; la revuelta ciega, sorda y muda que irrumpió tempranamente en Santiago del Estero en 1993; los piquetes en Cutral Có o Tartagal; Jujuy regada de cortes de ruta o la actividad de algunas fracciones del sindicalismo (CTA y MTA). Ricardo Zevi, el narrador de El Traductor de Salvador Benesdra (una de las novelas de la década) comenzaba a sentir “que por todas partes estaba drenando una noche gris de gatos universalmente pardos, una apoteosis de la indiferenciación que por primera vez no lograba despertarme miedo”. Y el rock se llenaba de giles trabajadores, demasiadas noches con ganas de morirse y la sensación de estar rodeados de gente mentirosa, gente policía, gente de mierda y gente que no.
La victoria política de Menem fue la derrota de un país cuyas ruinas estructurales persisten hasta hoy. A su modo hizo la gran Thatcher. Alrededor del año 1999 le preguntaron a la Dama de Hierro cuál consideraba que había sido el mayor logro de su Gobierno y ella contestó: “Tony Blair, el Nuevo Laborismo”. A un interrogante similar, Menem podría haber respondido: “Mi oposición y el antimenemismo”.
1. Vilma Ibarra, Cristina versus Cristina, Planeta 2015.
2. Margaret Thatcher, Los años de Downing Street, Sudamericana, 1994.
3. Horacio González, El peronismo fuera de las fuentes, Universidad Nacional de General Sarmiento/Biblioteca Nacional, 2008.