La desolación de los 90 y el amor por resistirse a ellos
Un repaso por los años en que gobernó Menem y la generación que se formó con él en el poder.
Tenía apenas 13 años. Era el año 1988 y para mí el peronismo era el recuerdo de Herminio Iglesias quemando un féretro antes de las elecciones del 83 y el odio que sentía mi papá —que había sido cercano a Bercovich Rodríguez— por José Manuel De la Sota. Un día estábamos en su casa y le dije que si fuera peronista lo votaría a Cafiero y él se puso como loco:
—Esos no son peronistas. Además, están con De la Sota— rezongó.
A mí me encantó su reacción porque por esa época me hacía bien cualquier cosa que lo molestara. Como vivía en Río Ceballos, pero estudiaba en Córdoba, muchas veces iba a hacer tiempo a su casa y lo veía entusiasmado con Menem. A mí el Turco me parecía bastante tenebroso, sobre todo porque en la interna de los divorciados me permitía estar más cerca de mi mamá que decía que Menem le daba miedo y le transmitía impresión de “sucio” y mentiroso.
Con el tiempo me di cuenta de que mi mamá era un poco gorila (después se le pasó) porque no era que intuyera lo que iba a hacer Menem que en su discurso ya hablaba de revolución productiva y de justicia social, sino que le molestaban otras cosas, como el aspecto del gobernador de La Rioja.
La cosa es que una tarde mi papá me llevó a una Unidad Básica y escuchamos a Duhalde, que era el compañero de fórmula de Menem en la interna contra Cafiero y De la Sota. A diferencia del Turco, el candidato a vice estaba afeitado, hablaba pausado y se lo veía prolijo, parecido a Cafiero. A mí eso me llamó la atención, pero a mi viejo no le gustó: “Sabe hablar, este es inteligente, pero así no se ganan elecciones”, me dijo al oído. La charla terminó con aplausos tímidos y saludos protocolares.
Unas semanas después, un jueves, Menem venía a hablar a Córdoba en otra Unidad Básica y mi viejo me dijo que teníamos que ir. El lugar era mucho más grande y no cabía un alfiler. Gente parada, asomada por la ventana y esperando en la calle. Menem tenía mucho, mucho, muchísimo pelo además de las patillas. Hablaba diferente a Duhalde y me pareció que decía cosas menos interesantes. Sin embargo, generaba algo en la gente que Duhalde ni siquiera había podido insinuar. Los gritos eran increíbles y el público aplaudía cada vez que terminaba una frase. Al final de la charla nos pusimos todos a cantar la marcha a los gritos con los dedos en V porque “Perón, Perón” venía con Menem a “combatir el capital”. La mayoría usaba camisa, pero Menem tenía puesta una remera rayada.
Muchos años después, cada vez que se canta la marcha me escondo detrás de la gente, porque me da un poco de vergüenza acordarme de aquel día en que volví entusiasmado con Carlos Saúl y le conté a mi mamá que la gente se veía feliz cuando cantaba, transpiraba y se abrazaba y decía que los trabajadores iban a llegar al poder a hacer una revolución.
—Si gana Menem nosotros nos vamos definitivamente de la Argentina— me dijo ella, y siguió acelerando los trámites de la ciudadanía italiana que había comenzado después de los primeros levantamientos carapintadas.
Cuando Menem ganó las internas, y de paso le ganó a De la Sota que era el candidato a vice de Cafiero, mi papá quedó exultante, pero mientras él militaba día y noche porque Menem no lo iba a defraudar, yo pensaba que si ganaba me iba a tener que ir del país con mi mamá.
Bunge y Born
La esperanza con Menem a mí no me alcanzó porque en la militancia secundaria (muy influenciada por el PC) fue muy fuerte la definición política que implicaba la designación de Miguel Angel Roig (ejecutivo de Bunge & Born) al frente del ministerio de economía. El pragmatismo de Menem de nombrar al CEO para calmar a los mercados, nos espantó.
Esa empresa —con la complicidad de un cura y un funcionario de provincia— se había quedado con los campos de mi bisabuela aprovechando que la mujer había quedado viuda y no sabía leer ni escribir.
Quienes recuerdan con nostalgia el 1 a 1 (un dólar = un peso) que trajo la convertibilidad ya con Cavallo (cuarto ministro de economía de Menem), parecen olvidar no sólo la incertidumbre previa sino que, a la par del 1 a 1 comenzó el proceso privatizador que llevó a aumentar de manera desproporcionada el desempleo. En ese mismo momento surgió uno de los más graves problemas que existen hoy en el país: el empleo informal.
En la práctica la convertibilidad tampoco significó una mejoría real para las clases populares. En mi casa materna —ella docente y nosotros adolescentes— no había capacidad de crédito ni posibilidades de “estabilidad” como al parecer disfrutaban algunos que sí podían irse de vacaciones y comprar cosas en el exterior.
Reírse de los otros
Menem asumió la presidencia en julio de 1989 y fue la puerta por la que ingresamos a los ‘90. Para nosotros no fue fácil crecer en medio del escepticismo e invadidos por la frivolidad y el desencanto.
Si uno repasa fechas resulta sorprendente. Menos de un año después de la llegada de Menem al poder se produjo el debut de Videomatch, el programa de Marcelo Tinelli que terminó convirtiéndose en la síntesis de aquellos tiempos. Todas las noches la Argentina se sentaba frente al televisor a reírse de gente que se lastimaba a sí misma, se golpeaba o le hacía el mal a los otros.
También Xuxa empezó su programa en 1990, desplazando a María Elena Walsh. Dejábamos de cantar “tantas veces me borraron, tantas desaparecí” y, como un preludio de lo que vendría, entonábamos: Quiero pan, quiero pan, quiero pan”.
Todo era un poco feo y oscuro pero sobretodo sin contenido. Al año siguiente (en 1991) empezó la guerra del golfo, que por primera vez pudimos ver en vivo y en directo a través de un canal (CNN). Lo extraño era que no vimos ni un solo muerto. En 1992 se publicó el libro de Francis Fukuyama “El fin de la historia”, que era usado por los grandes para decirnos a los chicos que se habían “terminado las ideologías”.
Todas esas señales —justa o injustamente— me remiten a Menem. El peor contexto del mundo para vivir la etapa más confusa de la vida en el país más superficial del planeta y en un mundo en guerra donde los muertos ni siquiera tenían derecho a ser vistos morir.
La democracia, que con Alfonsín había llegado para resolvernos la vida, con Carlos se convirtió en la trampa detrás de la cual se escondían la corrupción y el desencanto. La narrativa menemista convertía en ridículo y fanático al que peleaba por sus derechos, y en exitoso y moderno al que renunciaba a los suyos en pos de un éxito frecuentemente hipócrita.
Norma Plá, la mujer jubilada que marchaba denunciando a los gritos los recortes jubilatorios que dejaban a los viejos condenados a la muerte, era víctima de burlas televisivas. Los mismos medios de comunicación que aplaudían a Menem porque había enviado un tanque (sí, un tanque) a la puerta de la Casa de Olivos para obligar a Zulema a dejar la vivienda en medio del divorcio, consideraban “moderno y valiente” al investigador del Conicet que, sin poder trabajar en lo suyo, se “adaptaba a los nuevos tiempos” poniendo una pizzería en Miami.
Si la meritocracia se usó políticamente en los últimos años, empezó a forjarse en tiempos de Menem.
Todo recorte de la historia es antojadizo y éste, que es ante todo personal y no pretende ser objetivo en lo más mínimo, quizá lo sea más aún.
Además de un país blooper, Menem produjo una oposición que fue forjando su propia trampa a medida que tomaba forma. La oposición a Menem se basó en “el honestismo” y no se atrevió a discutir a fondo las políticas neoliberales que el menemismo encarnaba.
El periodista de izquierda diario Fernando Rosso, escribió que el mayor triunfo político de Menem fue lograr que toda discusión se diera dentro de sus coordenadas ideológicas: “Discutiendo lo secundario y dando por hecho lo principal”. Eso a mi entender también explica el Macrismo y lo que podríamos llamar “el lilitismo” de Carrió.
En los 90, en el programa de Mariano Grondona (ex ideólogo de la dictadura de Onganía), que venía a salvarnos del demonio de lo que después se llamaría populismo, se debatía la corrupción pero no la orientación económica de las políticas que Menem llevaba adelante.
No se cuestionaba la entrega de Aerolíneas Argentinas, que parecía bien entregada porque el Estado no servía para nada. Lo que escandalizaba, enumera Rosso, era “la Ferrari, la pizza con champán, la torta en el avión, la pista de Anillaco, las coimas, los sobreprecios, los contratos irregulares, las empresas fantasmas o las tapas ligeramente provocativas de María Julia Alsogaray”.
En su afán por cuestionar la corruptela el Frente Grande primero, el Frepaso después y la Alianza más tarde —mientras se acercaban al momento de desplazar a Menem aliadas con el mismo establishment que lo había sostenido en el poder— fueron germinando las semillas que dieron paso al “que se vayan todos” que más tarde acabó con el gobierno de De la Rúa.
Menem creó primero y después hizo caer a su oposición.
Lo positivo
Aunque el perfume que reinaba en aquellos tiempos era el de la resignación, lo cierto es que algunos de los que —con argumentos diferentes— se encontraron en la vereda opuesta, todavía hoy nos reconocemos como “compañeros” de aquellos tiempos de resistencia.
Así como es cierta la frase “era fácil ser progre en los `90”, quienes no terminaron de ceder ante la desolación de la década encontraron gracias a Menem una identidad y también el amor por resistir aun cuando resistir parezca ridículo. Reconocer eso implica recordar siempre que Menem fue el dirigente político que más transformó —para mal— nuestro país y también que eso promovió la organización de una resistencia que dio lugar a muchos de los movimientos políticos y sociales que aún hoy alimentan la democracia. En este hermoso país todo avance sobre la democracia y los derechos genera una resistencia organizada. El ejemplo más contundente quizá sea la agrupación H.I.J.O.S que nació en 1995 para resistir la impunidad que los indultos habían confirmado a comienzos de la gestión del riojano.
Carlos Saúl Menem trabajó en beneficio de los Estados Unidos con las relaciones carnales, de las multinacionales y de los grupos económicos locales. No dejó nada por privatizar o por entregar. Nos dejó sin trenes y sin hidrocarburos y completó con otro nombre lo que la dictadura llamó “Reorganización Nacional” haciendo una transformación estructural, económica, política, social y cultural que hasta el día de hoy nos hace daño.
Detrás de sus patillas de caudillo criollo, el senador muerto cabalgó sobre la ola neoconservadora triunfante de Reagan, Thatcher y Juan Pablo II.
Una especie de conclusión.
El presidente Alberto Fernández despidió a Menem con un twit interesante: “Con profundo pesar supe de la muerte de Carlos Saúl Menem. Siempre elegido en democracia, fue gobernador de La Rioja, Presidente de la Nación y Senador Nacional. En dictadura fue perseguido y encarcelado. Vaya todo mi cariño a Zulema, a Zulemita y a todos los que hoy lo lloran”.
La despedida me hizo acordar a un analista político de mi edad que se llama Martín Rodríguez a quien quiero parafrasear (ojalá lo haga bien) basándome en un concepto que escribió una vez.
Alfonsín y su maravillosa oratoria, que no pudo reflejarse en políticas públicas, reflejan al demócrata que la sociedad argentina soñó ser. Aquella que anunciaba que con la democracia se come, se educa y se cura. Menem, en cambio, con sus contradicciones y su pragmatismo, es el demócrata que la sociedad argentina terminó siendo, demostrando que con la democracia no alcanza ni para comer, ni para educar, ni para curar.
No me parece erróneo decir que el hijo perfecto de esos dos demócratas es justamente Mauricio Macri, el hombre que ingresó a la política de la mano de Menem y que llegó al poder en 2015.
Hipócrita en la concepción y en la política, entregador del país en la práctica, pero “republicano” en lo discursivo, Mauricio Macri saludó al ex presidente muerto con palabras diferentes a las de Alberto Fernández: “Lamento profundamente la muerte del ex presidente Carlos Saúl Menem. Nos deja ante todo una buena persona, a quien recordaré con mucho afecto”.
No soy inocente. Sé que Menem apoyó muchas de las leyes y proyectos del kirchnerismo, pero creo que eso obedece más al pragmatismo que se esconde detrás del movimiento que lideraron Néstor y Cristina que a un alineamiento político ideológico. El kirchnerismo llevó adelante políticas de fondo profundamente opuestas a las del menemismo, pero fue —y es— atacado con la misma retórica honestista y seudo republicana.
Aunque la corrupción siga siendo uno de los males de nuestro tiempo, la lucha contra ella no debería ser lo que marque el norte de nuestros deseos ciudadanos.
Mi mamá terminó los trámites de la ciudadanía y cuando nos dijo que era un buen momento para irnos, con mi hermana Andrea nos negamos. De cualquier modo, ella siempre había tenido razón. Menem era peligroso y ya en 1991, cuando empezaron las primeras privatizaciones, nos lo recordó.
Mi papá, en cambio, fue menemista mucho tiempo más. Gracias al uno a uno compró casa, departamentos, autos, vacaciones y sueños que perdió de un plumazo cuando ya no pudo pagar los créditos y la mentira de la convertibilidad se desplomó.
Nosotros —los que fuimos adolescentes en aquellos años— aprendimos a vivir sin plata, sin expectativas y algunos logramos no volvernos cínicos como aquel tiempo. Hay quienes hasta apostamos al amor y logramos transitar la década sin entregarnos del todo a la resignación. Por suerte las ideologías no se acabaron.
Adiós Carlos Saúl Menem. Ni fue una revolución, ni fue productiva. Y que quede claro, desde Córdoba, les decimos: lo de Río Tercero no fue un accidente.