20 años sin Jorge Baron Biza: un salto al vacío
"El desierto y su semilla" está basada en una historia familiar trágica, la de su autor. Quien escribe esta columna la leyó en una pensión de Nueva Córdoba, poco antes de que Baron Biza saltara desde un piso 12 en ese mismo barrio, hace 20 años. Con el tiempo fue relacionando ese libro con el personaje del suicidio y con la historia trágica de su familia.
Meses antes del 9 de septiembre de 2001 . Por aquellos días vivía en una pensión en Nueva Córdoba. Las posibilidades de continuar mis estudios en esta ciudad peligraban, como casi todo en aquella época. Sin trabajo, a considerable distancia de mi familia, la única lógica que imperaba era la de una feliz supervivencia. Esa mezcla extraña entre precariedad y felicidad que sólo puede tener como sustrato la juventud.
La pensión era una casona de Nueva Córdoba adaptada para que unos 15 o 20 estudiantes intentaran no sucumbir, esperando la suerte de un alquiler barato o de una casa para tomar. Okupas, la serie que se había proyectado el año anterior, era la realidad de una gran parte de los jóvenes en Argentina, y las casas para tomar eran moneda corriente entre estudiantes del interior. De hecho, la pensión, que se hacían llamar “mixta” en contraposición a las más vigiladas de varones o mujeres, no tenían la presencia del dueño, sino que funcionaban más como la vecindad del Chavo con un señor barriga del que todos se escondían cada vez que aparecía. Si pagaban 10, había unos 20 que allí dormían.
En una pequeña habitación de servicio en el patio vivían unos de los pocos amigos que pude hacer . En general reinaba en la pensión un clima de desconfianza con desapariciones constantes de alimentos, dinero, o cosas de valor. Pero con un estudiante de economía y letras (así: estudiaba economía y al mismo tiempo letras modernas) y un vendedor de sanitarios que estudiaba filosofía, habíamos conformado un pequeño comité de comercio de libros y conversaciones. En esa pequeña habitación, donde habitaba al mismo tiempo La fenomenología del espíritu junto a una lista de precios de bidé, inodoros, bachas, etc. uno de los cumpas me da un libro Uno de esos que “le roto la cabeza” en la facultad ese cuatrimestre. Había sido publicado hacía dos años por un autor cordobés y su historia, la que se narraba en el libro de manera autobiográfica, era espeluznante.
Confieso que hasta ese momento no concebía una literatura cordobesa . No sabía de que iba eso y por puro prejuicio la leí con desgano, o al menos eso creía en el momento. Recuerdo algún impacto, pero en general pasé a otra cosa enseguida y al poco tiempo había olvidado sospechosamente casi por completo aquella historia, aquella prosa tan delicadamente cruel y precisa.
Las semanas pasaron con el ajetreo de la vida en la pensión. El continuo desorden, los conflictos por la comida, las salidas en conjunto, la organización de las fiestas, los limitados tiempos para estudiar. El movimiento comenzaba temprano: concretar alguna entrevista de trabajo, entre las risas y la frustración de otra oferta laboral risible. Luego la facultad, los paros, las marchas. Recuerdo aquel 24 de marzo, luego de que Cavallo reemplazara a López Murphy. La plaza España repleta, el bullicio de que algo se gestaba desde abajo, de que la cosa no daba para más…
Uno de esos días, el 9 de septiembre de 2001, rumbeé para la casa de un compañero de la facultad que vivía en la calle Obispo Trejo. Cuando llegué encontré un clima enrarecido, como si algún horror había tocado aquellas miradas acostumbradas a los quehaceres de la facultad y la juventud en Nueva Córdoba.
Dos vecinos de enfrente estaban ahí, decían que, en el medio de la noche , quizás a la madrugada, mientras estudiaban, donde se sentía un estruendo en el balcón. Cuando salieron vieron el cuerpo de un vecino que se había arrojado desde los pisos superiores. A partir de allí la policía, las declaraciones, los periodistas, los curiosos, todos han hecho lo suyo para que aquellos dos jóvenes perdieran el relato a eso que había sucedido. No es que hubiesen queda mudos, pero ya sus palabras les quedaban vacías, como si ya no podría significar los mismo que antes.
La poca información sobre aquel hombre que había saltado al vacío vino de un hombre de unos 50, periodista, escritor. Nada de eso, en realidad, me interesaba mucho en ese momento. Solo esos rostros desencajados, fijados en un horror que los dejaba marcados, como si nadie en ese momento pudiese escapar de ese agujero que parecía tragárselo todo.
Pasó un tiempo, diría algunos años. Pasó la pensión y apareció algo así como un respiro. Diría ahora, en otra jerga, que ese período fue como el de una reposada latencia. Una apresurada mudanza, la posibilidad de trabajar, primero ad honorem y luego con una beca provincial, en una biblioteca popular en Anisacate, obraron un cambio de perspectiva. Los fines de semana partía de Córdoba, pasaba por Alta Gracia, pero antes pasaba por aquel monumento extraño del que se contaba una historia increíble, la historia de Raúl Barón Biza. Mi madre solía contarme esa historia de aquel hombre que había construido ese mausoleo para su esposa muerta en un accidente de aviación, y del cuidador que había puesto a cargo de él. Un hombre deformado que le daba a la visita del mausoleo un tinte terrorífico junto a la frase que se encontraba inscripta: “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas. La maldición caerá sobre quien ose profanar esta tumba”. También me contaba de su otra esposa, hija de un gobernador, y del fatídico día en el que tranquilamente, en medio de una reunión por su divorcio, Raúl Barón Biza se sirvió un vaso y lo arrojó sobre la cara de ella. El ácido carcomiendo el rostro, el suicidio posterior. Todos esos recuerdos, todas esas historias, comenzaban a agruparse de manera silenciosa en algún recóndito lugar de mi mente.
Pero no fue hasta un cierto tiempo después, un día que pasaba en “La serranita” junto al “ala” de Myriam Stefford, que como un rayo me fulminó la coincidencia: ¿sería aquel que había escrito la novela leída a medias en la pensión, el mismo que se había arrojado al vacío y caído en el balcón de unos estudiantes mendocinos? ¿sería que al mismo tiempo unas palabras habían tocado algo de lo real, y algo de lo real había tocado unos cuerpos dejándolos sin palabras? En un segundo confluyeron datos dispersos y dieron en un nombre: Jorge Barón Biza. Epifanía, manifestación, instante de ver, todo parecía confluir en ese punto concreto.
Las definiciones sobre el trauma abundan. Aquí me quedo con esa que habla del trauma como un encuentro (fallido) con lo real. Creo que así fue el trauma que me había producido la lectura de esa novela en el patio de la pensión mientras un mundo exterior parecía confluir con ese que se narraba tan preciso en esas páginas. Lacan juega con la homofonía entre trau y trou (agujero en francés). Así el trauma no es el encuentro con nada preciso, sino con un agujero. En ese agujero se habían ido acumulando todas esas marcas a las que ahora les podía poner un rostro, un nombre, al menos momentáneo. Así fue también mi introducción a la cultura de la ciudad que hasta el momento parecía no interpelarme. Vaya golpe de dados.
Pude conocer, luego, a algunas personas que habían compartido con Jorge Barón Biza distintos momentos en el diario, en la facultad (antes de que le cerraran las puertas definitivamente), en las librerías, en los cafés. Todas tocadas por sus palabras y por su sabiduría, por su calidez y por su oscuridad. Asistí a las presentaciones de algunos de sus libros póstumos, arriesgué, en algún momento, la hipótesis de un linaje trágico-literario de los Barón Biza en tierras cordobesas; leí nuevamente El desierto y su semillauna buena cantidad de veces, en esa edición de la editorial Simurg con la reproducción de “El jurista” de Arcimboldo en la tapa, que Jorge desmenuza (el rostro como deseo del estómago) hasta llegar a esa mirada del pollo desplumado que a la distancia es, al mismo tiempo, el ojo del jurista. Una mirada de víctima sobre la que se monta una mirada despiadada de quien ejerce justicia. Una perversidad más allá de lo humano .
Todavía me acerco a ese libro cuando paso por la biblioteca y quiero recordar aquella época que quedó en el olvido de los remotos inicios. Y todavía resuena en mí, cada vez que leo la descripción del cuadro y la conversación del protagonista con el coleccionista, aquella sentencia de Rilke en la primera elegía cuando al hablar del ángel advierte, súbitamente, que la belleza es el principio de lo terrible.