En los ojos de una fotógrafa forense de Córdoba: imágenes para conjurar la muerte
En todo análisis de una escena del crimen debería haber, entre los peritos, un fotógrafo: Alejandra Martínez hace ese trabajo para la Policía Judicial de Córdoba. Huellas, gotas de sangre, una marca en el piso, algo parecido a un pelo y, siempre, cadáveres. De eso están hechos sus días. Mitos y verdades de un trabajo cargado de morbo y misterio.
Alejandra Martínez sabe que hay después de la muerte. Manchas de sangre, fluidos corporales, el olor que desprenden los cuerpos ya sin vida, a veces un desorden inusual, un silencio que aturde. Lo sabe porque es la primera en llegar a la escena de un asesinato, un suicidio, o una muerte natural. Su trabajo consiste en buscar y retratar las huellas de lo que pasó, como fotógrafa forense de la Policía Judicial de Córdoba.
Alejandra es algo así como los ojos de un fiscal. Cuando el lugar está delimitado y custodiado, es la primera en cruzar la cinta de seguridad, armada de una cámara, un teleobjetivo, un lente macro. Lo que sigue es un ejercicio de lectura, de interpretación de un escenario, donde un adorno, un cuadro roto, una pisada, una mancha o una heladera vacía puede ser un indicio para resolver un crimen o, como ella dice, para conjurar la muerte.
“Buscamos indicios que lleven a encontrar la verdad para darle respuesta a las familias que se quedan sin respuesta —dice Alejandra, 37 años, licenciada en criminalística—. Hay un montón de gente que espera a un ser querido que no volvió. Un hijo, que lo mataron en la calle; un trabajador que se cayó en una obra, alguien que salió y no volvió. Si la familia tiene respuestas, es muy probable que pueda cerrar un duelo. Cuando no se las das, ese duelo se vuelve eterno”.
Las respuestas —cuando las hay— están esparcidas en forma de detalles en la escena: la suma de esos pequeños detalles es lo que, en ocasiones, termina respondiendo a las preguntas de qué pasó, quién mató, cómo y porqué. Y la cosecha de detalles la lleva a cabo un equipo: el fotógrafo, que es la primera persona en entrar; detrás suyo sigue el planimetra, que diseña un plano y establece desde dónde se tomaron las imágenes y dónde se encontraron los indicios, y por último el huellero que con los reactivos químicos revela lo que nadie puede ver a simple vista. Dependiendo el tipo de muerte, sigue entra el médico y el perito balístico. El equipo fija la escena tal cual estaba y se encargan de la cadena de custodia de la prueba que es recolectada.
La Policía Judicial de Córdoba tiene ahora ocho equipos operativos integrados por técnicos de diferentes disciplinas. Cada uno conformado por equipos de calle. Es decir que hay 24 fotógrafos forenses, planimétras y huelleros trabajando en guardias rotativas que se prolongan día y noche. Y la muerte, en Córdoba, aunque no siempre es noticia, es moneda corriente. En seis meses hubo 20 muertes en accidentes laborales. La tasa de homicidio es de 3,3 cada 100 mil habitantes y la de accidentes de tránsito, de 11,1. Sin mencionar la muerte tabú, la que no se nombra y no se registra: el suicidio.
De eso, de la suma de esas vidas comunes que se cortan repentinamente, están hechas las guardias de Alejandra. Y la de ayer, por ejemplo, fue intensa: “Anduve de acá para allá en la camioneta, muchos homicidios culposos en el interior. Terminó con el suicidio de una mujer policia en la puerta de la casa de su ex pareja”.
—¿A qué huele, cómo se ve, como se escucha una escena del crimen?
—Es raro, porque cuando recién entras a este trabajo percibís olores, escalofríos que no percibimos en lo normal de la vida. Después de un tiempo todo empieza a oler igual. Por ejemplo, los ahorcados. Primero me daba impresión, no los quería tocar, lo miraba de lejos, trataba de que sea otro el que lo descuelgue. Después de un tiempo el ahorcado siempre se ve igual, te ofreces vos para descargarlo para irte rápido. Llegas a la casa y sabes donde empezar a buscar para saber si dejó una carta, vemos alrededor y ya sabemos si era depresivo, alcohólico, si puede haber sido inducido. El tipo de desorden, la heladera vacía, por ejemplo, para saber si se alimentaba, si se proyectaba.
Alejandra está sentada en una de las oficinas que la Policía científica tiene en el nuevo edificio de tribunales, en barrio Observatorio. Por los pasillos van y vienen técnicos y profesionales de diferentes especialidades. No van enfundados en mamelucos blancos, como se ve en las series y películas criminales, pero hacen el mismo trabajo. “El trabajo que hacemos acá es muy importante para la justicia”, dice. “Somos uno de los garantes de que, cuando a alguien se le imputa un hecho, las evidencias que fueron recolectadas en la escena sean trabajadas y preservada correctamente. Un celular que fue levantado de una escena, por ejemplo, cuando llega acá y es analizado por otros especialistas, se transforma en una prueba si logramos demostrar que tuvo participación. Somos los garantes de esa cadena”, agrega.
Con la muerte a cuesta
El mundo se divide en dos tipos de personas para Alejadra: “Los morbosos, que cuando les contamos de qué trabajas quieren saber cada detalle —dice—, y los que no quieren saber nada porque no pueden creer que después de la guardias volvamos a casa y toquemos a nuestros hijos”.
Esa misma contradicción atraviesa a Alejandra y —quizás— a muchos forenses. Soportar el privilegio de ejercer el trabajo que les gusta, el que eligieron y a la vez armarse de estrategias evasivas para taponar los efectos de tanta muerte para evitar, en el mejor de los casos, que todo eso no se derrame en tu vida doméstica.
Esta madrugada, cuando llegó a su casa, preparó un café, se sentó en la cocina y sólo cuando despertaron sus niños dejó salir una palabra de su boca. “¿Tuviste una noche difícil, má?”, pregunta el más grande. “Si, hijo”, contestó. La guardía había sido durísima.
—¿Cómo haces para que no pase a tu casa lo que traes del trabajo?
—Hace unos años la maestra de jardín me mandó a llamar porque mi hijo, que por entonces tenía cinco años, no paraba de hablar del “paragolpe”, “la deformación”, “el impacto”, “la víctima”. Ahí mi cabeza hizo click: yo daba clases de criminalística y él me escuchaba preparar el material. Entonces se tomó la decisión de no hablar del trabajo de mamá en casa. Pero es inevitable, porque te ven llegar, muchas veces desahuciada. Y es una mentira que salís de la guardia y dejás el trabajo en la oficina. Este es un trabajo, nos ayuda a progresar, a pagar las cuentas, nos da mucho mérito, pero nos afecta mucho en lo familiar.
—¿Y en lo personal, cómo haces con todo eso que ves y no hablas?
Aprendí a pedir ayuda. Los criminalistas pensamos que porque somos unos privilegiados y hacemos lo que nos gusta no nos tiene que afectar. Mis compañeros de guardia, Mauricio y Mateo, los jipis del grupo, me enseñaron a que no estaba mal reconocer que este trabajo me podía hacer daño.
Dice Alejandra que el quiebre mental llega cuando las víctimas son niños. Los efectos del trabajo, sumado a las guardias rotativas, son causas de muchas licencias en el rubro y están en la lista de reclamos gremiales para el sector.
El escudo de Alejandra es ir, levantar el cuerpo, buscar huellas y olvidar. Siempre olvidar. “Algo que aprendí es a no preguntar el nombre de las víctimas. Trato de no llevarme apellidos, direcciones, cosas que sé que pueden atarme a una historia. Aunque a veces trabajamos en casos resonantes, como puede ser el caso Amoedo, y todo lo que viste vuelve en las noticias”, dice.
Te puede interesar: Intérpretes del silencio: una mañana en la Morgue Judicial de Córdoba
Lo que cuentan los muertos
Hija de un chofer y de una enfermera, Alejandra no sabe contestar en qué momento se le despertó esa pasión por la ciencia que hace hablar a los muertos. Pero cuando le picó el bichito, sólo encontró barreras: la criminalística era una carrera que solo podían seguir hombres, y los miembros de las fuerzas de seguridad. Las opciones eran viajar a provincias remotas, como Corrientes. Así que, en plena crisis post 2001, comenzó a estudiar otra cosa hasta que logró anotarse en un instituto privado. Luego se formó en Morón, para obtener la licenciatura. Probó la docencia y recién en 2014, cuando se abrieron concursos en el Poder Judicial, probó suerte.
“Me anoté para perito de balística, pero buscaban técnicos en fotografía”, dice. Hasta entonces, no había tenido relación con la fotografía. Lo que sabe, lo aprendió retratando cadáveres. Un femicidio fue su primer caso. “Cada tanto me gusta sacarle fotos a los vivos, en algún cumpleaños o alguna reunión con amigos”, dice y se ríe.
La Policía Judicial a la que se integró Alejandra fue una de las primeras del país. Inédita, porque eran profesionales y civiles quienes intervienen en las investigaciones. En rigor, hacen el mismo trabajo que se ve en las series forenses como CSI, pero en tiempos más reales y muchas veces con tracción a sangre. Por ejemplo, cuentan con un programa para la identificación dactilográfica de personas, donde los peritos pueden cargar las huellas recolectadas en la escena y cotejar con un banco de datos. “Cuando esos perfiles no están, nuestros compañeros tienen que hacer el cotejo a la vieja usanza: contando rayita por rayita y buscando coincidencias”, explica.
La pasión televisiva por el trabajo investigativo de los científicos tiene larga data. Comenzó más o menos a fines de los noventa con la serie CSI: Crime Scene Investigation, que luego dio dos series más, CSI: New York y CSI: Miami, entre otras. Hay otras, como “Las primeras 48” hechas con cámaras que acompañan a investigadores reales. En Argentina, donde contamos con la épica del Equipo Argentino de Antropologìa Forense, la primera serie televisiva fue “Forenses, cuerpos que hablan”, estrenada en 2005.
Como a la mayoría, a Alejandra le gusta mirar series criminales. Su preferida, criminal minds.
—¿Pensás en tu muerte?
—Algo que aprendés acá es que podés morir en cualquier momento. De la forma más increíble. Hay muertes ilógicas, las veo todo el tiempo —dice y finaliza—: Eso hace que le pierdas el miedo.