Destellos, una cuenta fallida de los días en pandemia
Sin ciclos y condenados a la productividad y el consumo productivo, el día fue reducido a puros “destellos”. Así titulo la socióloga y editora Natalia Ortiz Maldonado su escritura durante la pandemia. Con fotos y textos, lo exhibe en este libro editado por Cielo Invertido.
¿A qué llamamos día? Según la vieja fórmula de Hesíodo, los trabajos y los días se unen y se separan, y si bien el uno puede estar regulado por el otro, el día está marcado por designios más misteriosos y mágicos. Es algo aparte, escindido, ya no a merced de los ciclos naturales y los trabajos que se nos imponen, sino a los caprichos de los dioses. Nuestra era, sin embargo, ya no presta atención a esa división y del día ya no parecen quedar restos.
¿Será que en nuestra era de litio y de pandemia esa diferencia se mantiene? Todo indicaría- ya con el diario del lunes y una supuesta post-pandemia dejando toda promesa de cambio atrás- que nuestro tiempo ya no puede deslindar nada del trabajo. Así, el tiempo deviene una cuenta vacía, sin ciclos, sin recomienzos, sino el automatismo de una pura repetición maquinal.
Pero, por unos instantes, los inicios de la pandemia, con el consecuente aislamiento, pusieron de manifiesto una faz terrible. Sin poder salir, limitados a los vínculos más cercanos, el día mostró sus dientes: el tedio, la incertidumbre, se enfrentaron a los estándares de productividad y consumo que convertían la jornada en una vorágine de trabajo y trabajo. Sin embargo, aún en aislamiento, eso no tardó en volver a “la normalidad”. Una normalidad recargada en la cual el tiempo quedó reducido a una productividad constante y sin horarios.
Lo cierto es que sin ciclos y condenados a la productividad y el consumo productivo, el día fue reducido a puros “destellos”. Así titulo la socióloga y editora Natalia Ortiz Maldonado su escritura durante la pandemia. Si con día llamamos además de nuestras 24hs, el momento en el que hay luz, de esa luz que Hesíodo apartaba del trabajo, solo nos quedan destellos.
Es notable que con este término Natalia Ortiz Maldonado forja un tipo de escritura de la que luego podemos deslindar uno de esos conceptos que no son conceptos, pero que funcionan como tales en tanto condensan una determinada articulación para el pensamiento y la escritura; y también un método construido con intentos de apresar algo de eso que acontece irrevocablemente aunque escape a nuestra mirada. Es decir, no podemos poner este libro como un diario de pandemia, ni como ejercicio de estilo, ni como ejercicio de pensamiento. Es una de esas raras, ocasionales y profundas, “escrituras del desastre”, como alguna vez las denominó Maurice Blanchot, que parten del fragmento, de aquello que irrumpe, y que luego vuelve a la materia oscura (o luminosa… tan luminosa que asusta) de donde proviene. Escrituras de lo que no cesa, de lo que continúa , de lo que nos ofrece un resplandor repentino y efímero, escrituras marcadas por ese otro ritmo en el que los griegos ponían a los dioses.
“Destellos”, no-concepto a partir del cual se va forjando una escritura de aquello que no puede escribirse del todo, avanzando a través de un método que consiste en contar para perder la cuenta… “Escribimos después de haber perdido todas las palabras”. Su escritura denuncia, piensa, intenta encontrar palabras para los debates que la pandemia despierta, pero también tiende a perderse en los recovecos de la luz. Así, el texto va acompañado de una serie de fotografías sueltas que la autora tomó a lo largo del aislamiento con su celular.
Pero vamos a lo primero; lo que se pone de relieve como crítica. Que el capitalismo es una máquina que forcluye lo imposible y funciona alimentándose de las propias crisis que genera, es una de esas verdades que solemos pasar de largo. Sostener que la pandemia ocasionó un desastre económico y sanitario, nos priva de pensar nuestro modo de vida como un desastre siempre en ciernes, siempre elaborándose en formas cada vez más complejas. Tarde 330: “La catástrofe como modo de vida. Destrucción como posibilidad y como hecho. Destrucción del lugar que habitamos, destrucción de la especie por la especie misma”.
A ese pensamiento de la pandemia como desastre y como señal clara de un modo de vida tendiente a su propia extinción, le oponemos un pensamiento que podría enunciarse del siguiente modo: “menos mal que la pandemia nos agarró en un tiempo de hiperconexión, con lo cual no sufrimos tanto el aislamiento… estamos conectados, no estamos solos, pasamos a la virtualidad, nada es imposible”. Pero no pensamos que en realidad ese “menos mal” es nuestro mayor mal. El diseño y el manejo del flujo de información traducida y generada en ese mundo que rápidamente pasamos a llamar “virtual”, está en las invisibles manos de un mercado que convierte todo consumo en trabajo y todo trabajo en una labor de normalización: “hace desear, entre otras cosas, la normalidad”, dice Natalia. Incluso podríamos darle a esa frase algún giro: no solo desear una normalidad, sino normalizar cualquier diferencia desconectándola de su potencia. Esa es la verdadera catástrofe ya en funcionameinto antes de la evidencia de la pandemia. Normalizar a través de la imagen, quitarle a la diferencia (incluso la diferencia estética) su potencia disruptiva.
Pero, en la noche 76 se revela que “por momentos las redes no pueden tramitar el malestar”. Por el contrario, “por momentos el malestar parece brotar distinto, algo tonifica los músculos y sacude los discursos del terror y sus repliegues en el yoíto egoísta, temeroso”. Esa angustia parece brotar de otro lado, de un lugar más profundo; angustia que nos enfrenta a una precariedad constitutiva de nuestros cuerpos, precariedad de nuestros arreglos cotidianos con el mundo para darle al día su lugar. De esa angustia, entonces, surge una política, y un cuidado: “… por momentos pareciéramos creer que no es a solas como se cuida lo que se ama”. Esa red de cuidados, ya no es la red del trabajo y el consumo.
Ese es otro punto puesto de manifiesto desde el inicio del libro. Lo que Alejandro Kaufmann llama “indigencia de la cultura” producida por una interconexión inusitada que reduce la cultura a la mirada. Interconexión que deviene imperativa. El imperativo serial que se impone, sigue siendo mortalmente superyoico: “¡mirá!”, podría ser su enunciado categórico, especificando un poco más el “¡goza!” que Lacan le imprimía en la década del 60. La maratón serial (el modo en que se denomina el consumo de series indica ese exceso: maratón, adicción, fascinación) no deja restos, mucho menos saldos, sino que pide más: un extractivismo de la mirada. Triunfo absoluto de la sociedad del espectáculo a partir de una interconexión inusitada: “… que la interconexión de todas partes con todas partes, no solo como suceso técnico, sino como deseo de hollar todas las superficies, aspirar todos los climas, degustar todas las comidas, y sonreír ante todos los crepúsculos se haya convertido, como en la pesadilla más inimaginable, en un veredicto sin fin y sin remedio para millones de almas”, como dice Alejandro Kaufmann en su prólogo.
Frente a ello, destellos. Pequeños y fulgurosos destellos de luz, de una luz más amplia, que aparece a los costados de lo cotidiano; en sombras, reflejos, dibujos, infancias, etc. Todo ello aparece en el libro intercalado a las palabras, en esas fotos sueltas que indican lo volátil del día, ese que tenemos la obligación de recuperar antes de que la post pandemia termine de sepultarlo del todo.